Capítulo XXI

A prima noche, después de haber comunicado el santo y seña, salió de su alojamiento el coronel Guevara. Era pequeño y tripudo. Viéndole andar, sin saber por qué, daba la sensación de un viejo maestro de baile. Con saltos menudos atravesó la plaza, toda clara de luna, y entró en el palacio de Redín. Desde el comienzo de la guerra, los jefes que hacían alto en la villa, concurrían a la tertulia de aquella dama contemporánea de Espartero. Hablando con el coronel, preguntándole noticias de la guerra, la vieja se animaba. Pero de pronto, tenía un gesto de enfado:

—Lo que hacen ustedes no puede llamarse guerra.

La Marquesa murmuraba de los generales, se quejaba de los robos que hacían los soldados, y refería una historia muy larga, de cuatro valencianos y de un convoy que iba, que venía. Los valencianos se hacían ricos y continuaban llevando nuevos convoyes, que se perdían muchas veces. De repente, se quedaba con los ojos obstinados, fijos en el coronel:

—¿Es usted casado?

—No, señora.

—¿Ni tiene usted hijos?

—Tampoco. ¡Así estoy más libre para batirme!

—No sé… Los hombres solteros, son ustedes unos egoístas… Y el egoísta ama mucho su vida. Si usted no tiene ni mujer ni hijos a quien dejar su nombre, lo estimará menos que otro obligado a dejarlo por herencia.

—Yo puedo querer dejárselo a la Historia.

Se rió la vieja hablando con su sobrina la Condesa de Vérriz:

—¡La Historia! ¿Sabes tú quién hace la Historia, hija mía? En Madrid los periodistas, y en estos pueblos los criados. ¡Vaya unos personajes! En Inglaterra, ahora acaban de publicar una biografía del difunto general Redín.

Estefanía puso sus manos, con extremo de cariño, sobre las manos de la marquesa:

—¡La devoré, tía Paca! ¡La devoré!

Quedó la vieja mirándola, adusta y un poco en babia:

—¿De cuándo sabes inglés?

La Condesa sonrió encantada:

—Como era la biografía del tío, al aya de mis hijas hice que me la tradujese. Y hubiera ido a la Embajada. ¡Ay, qué tía más picarona!

La tía desentendióse, dando a su cabeza aquel temblor de vieja adusta y desengañada:

—Toda la biografía está hecha sobre datos del ayuda de cámara que tuvo mi marido cuando la emigración en Londres.

Preguntó con energía el coronel Guevara:

—¿Datos ciertos?

La vieja empezó a reír, moviendo la cabeza:

—¡Como decir que tuvo dos hijos de una inglesa! Yo podría negarlo, pero sería ofender la memoria de mi pobre marido. No pudieron buscar mayor imposible esos hijos de la pérfida Albión. ¡Ay, qué extranjis de mis pecados! Los franceses son peores, una gente que nunca se entera. Nosotros también estuvimos emigrados en París. ¡Nos visitaba Luis Felipe!

Estefanía quiso cortar la divagación:

—¿Es verdad, señor coronel, que se prepara una gran batalla sobre Estella?

El coronel respondió midiendo las palabras:

—Todos hablan de eso, pero ninguno sabe nada… La batalla, en mi opinión, será cuando nadie hable… Nosotros tenemos orden de incorporarnos a la columna que opera cerca de Tafalla.

La Marquesa de Redín inclinó el busto poniendo atención:

—¿Qué decía usted, señor coronel?

—Que tenemos orden de corrernos por la Barranca.

—¿Pero, qué decía usted de Tafalla?

—Tafalla es el final del movimiento, donde debemos unirnos con la columna del general Primo.

La barbeta de la vieja empezó a temblar:

—¿Qué guarnición dejan ustedes en Otaín?

—Hay orden de levantar todas las guarniciones. Muy numerosas merman el número de combatientes, y reducirlas es entregarlas a los carlistas. Ya se ha comprobado más de una vez. El Estado Mayor aleccionado por la experiencia…

Crecía el temblor de la Marquesa:

—¡Y las villas que se defendieron contra los carlistas, quedan entregadas a la venganza de esos fanáticos! El Cura Santa Cruz volverá para quemarnos vivos…

Dijo la Condesa con su voz de mieles:

—¿Por qué se apura, tía? ¿No está decidida a dejar este infierno? Pues no vale la pena de que usted se disguste.

Insistió la Marquesa:

—Todo quedará bajo ese castigo de Santa Cruz. ¿Usted es soltero, señor coronel?

—Sí, señora.

—Yo, si fuese hermosa y joven, le ofrecería mi mano a cambio de la cabeza de Santa Cruz. Soy una vieja, pero el que me trajese en un saco la cabeza de Santa Cruz, y me la pusiese sobre la mesa…

Gritó la Condesa:

—¡Jesús, qué horror, tía Paca!

—¡Horror! ¿Te da horror?… Mírate al espejo, hija mía.

Intervino Jorge, hablando con la voz un poco bronca, protectora y simpática:

—Querida tía, puede usted ofrecer como galardón la mano de Eulalia. Seguramente se formaría un ejército para perseguir a Santa Cruz.

Eulalia le gritó, descollando la cabeza por encima de sus primas, agrupadas en torno de un clave del tiempo de Carlos IV.

—¡Calla, guasón!

Y los ojos de la muchacha, llenos de luz bajo los rizos, le llamaban al corro. El coronel se inclinó hacia las señoras mayores:

—Acaso pueda yo ofrecer la cabeza de Santa Cruz, sin otro premio que el de su buena amistad, Señora Marquesa.

La anciana se estremeció:

—¿Piensan en perseguirle activamente?

El coronel hizo un gesto imponente, cerrando el puño:

—Le tenemos ya cazado. Hay cartas de los mismos generales carlistas proponiendo una suspensión de hostilidades para perseguirle. Lizárraga le cerrará el paso a la frontera, y nosotros lo estrecharemos por el frente. Es seguro que cae. Esta noche a las dos tocamos diana.

Preguntó alarmada la Marquesa:

—¿Qué tropa queda en Otaín?

—Cuarenta hombres en el fuerte. Lo bastante para defenderlo de un golpe de audacia. Señora Marquesa, mañana estaremos de vuelta trayendo prisionero a Santa Cruz.

Se irguió la vieja muy agitada:

—Coronel Guevara, sólo le pido a usted que lo fusile en lugar donde yo pueda verlo desde mis ventanas.

El coronel, después de prometerlo solemnemente, levantó la voz dirigiéndose al Duque de Ordax:

—Ya sabe usted, querido Jorge, que se toca diana a las dos en punto.

El Duque se acercó un poco sorprendido:

—¿Pero el general autoriza el movimiento?

—Sí, señor, lo autoriza.

—¿Y el Estado Mayor General?

—A mí me basta con que lo autorice el general España. No se puede perder tiempo en consultas.

La Marquesa se volvió con los ojos llenos de lágrimas:

—Señor coronel, permítame usted un ruego. Entre los soldados va un nieto mío, una mala cabeza… Coronel Guevara, póngale usted donde le sea dado distinguirse, para que su abuela tenga el consuelo de poder perdonarlo. Él, que ha olvidado tantas cosas, no olvidará que corre por sus venas la sangre del héroe de los Arapiles.

El coronel Guevara, muy conmovido, estrechó las manos de la anciana Marquesa de Redín, Condesa de los Arapiles.

La Guerra Carlista
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