III
El Conde Soulinake, al otro día muy de mañana dejaba el ejército republicano. Andando por la carretera, llegó a una aldea donde estaban los carlistas, y divisó desde lejos las boinas rojas de los voluntarios que hacían ejercicio en un campo, cerca de la iglesia. Sentado en la orilla del camino, los estuvo mirando. Cuando iban de retirada, se acercó al teniente y le preguntó dónde estaba el Cuartel Real. El oficial le miró con desconfianza:
—¿Tiene usted pasaporte?
Pedro Soulinake le enseñó una carta de recomendación que llevaba para el general Elio. El teniente leyó el sobre y se la devolvió. Insistió Soulinake:
—¿Dónde hallaré al general?
El carlista quedó un momento pensativo, mirando con gran fijeza al polaco:
—¿Trae mucho camino?
—Desde Los Arcos.
—Si no está muy cansado, ahora sale mi compañía para Estella… Puede ser que veamos al general en jefe…
Repuso Soulinake dando un suspiro:
—¡Vamos allá!
El teniente habló en secreto con dos voluntarios, para que vigilasen al polaco, y formó la compañía en la carretera. Emprendieron la marcha bajo una lluvia menuda y cernida, que embarraba los caminos. Pedro Soulinake iba en pareja con el teniente, los dos encapuchados con impermeables. Alguna vez el polaco preguntaba el nombre de los caseríos y de las iglesias levantadas en lo alto de las colinas, con lugarejo en la falda. Iban por una tierra roja, cruzada de torrenteras que abrían surcos en los majuelos. Soulinake se sorprendía viendo lugares con un caserón de nobles, convertido en pajar, tres casas chatas a la sombra, y todo el resto de la aldea, cuevas en la barranca del monte. El teniente hizo jornada en Sesma. Se alojó con el polaco en casa de una sobrina, donde les hicieron gran agasajo, y pidió raciones al alcalde. Al amanecer del otro día salió llevándose de la villa algunos mozos armados con palos. Seguía la lluvia, y el cielo, anubarrado, parecía rasar con los montes. La compañía unas veces marchaba por la carretera, y otras por atajos. El teniente, hecha amistad con el polaco, le iba contando lances de la guerra, y señalaba hacia los montes lejanos:
—¡Si pasáramos por allí, vería blanquear los huesos!
Al anochecer, la compañía entraba en Estella. Se oía el clamor de las cornetas y el vuelo de las campanas, goteaban lentamente los aleros de las casas, rezumaban humedad las piedras, y a través de algunas ventanas se distinguía el resplandor de los velones. Al entrar en una plaza grande, donde había una iglesia, tocaron las cornetas la marcha real, y el teniente, puesto al frente de la compañía, gritó echando atrás la capucha:
—¡Viva el Rey!
Después, al desfilar, le señalaba al polaco un caserón con pórtico de piedra:
—¡Ahí es! ¿El cuartel?
—La casa del Señor.
Y había en su voz la emoción del que enseña la casa de sus padres. Pedro Soulinake se descubrió. Hallaba por primera vez algo que respondía a la leyenda de España. ¡Aquella era la tierra preñada de sentimientos antiguos y grandes!