Capítulo X

Pasada la foz, donde el camino se ensanchaba, emparejó con Miquelo Egoscué. Después de ir a su lado buen espacio, con la mirada esquiva y silencioso, musitó como si saliese de un sueño:

—Miquelo, mañana entierran a Sorotea.

El otro levantó los ojos hasta las estrellas, con serena calma:

—¡Sorotea!… Era un buen partidario. ¡Valiente! Salimos juntos de Larraiz, y tuvimos que pasar el río a nado para llegar al campo carlista. No dejaré de rezar por el bien de su alma.

El Cura adelantóse sin que mediasen otras palabras, y comenzó a marchar con paso de lobo, recorriendo el flanco de la partida y dando órdenes en voz baja a todos sus tenientes. Llegó hasta las últimas parejas del frente y se detuvo a un lado del camino, en medio de su guardia. Se apoyaba en el bordón como un cabrero que hace desfilar bajo los ojos su rebaño, para contarlo. Al pasar Egoscué, le llamó y retuvo a su lado:

—Hemos de seguir hablando, Miquelo.

Había desfilado toda la banda, y los dos cabecillas quedaban sobre la orilla del camino oyendo cantar los ruiseñores. El Cura se recostó en una piedra, con la cara vuelta al cielo estrellado. En torno, conversaban despacio los voluntarios de la guardia:

—Hoy ha muerto en Arguiña uno de los buenos.

—No es verdad.

—Lo tiene dicho Don Manuel.

—¡Y hablaban que no eran graves las heridas!

—Mala cura que tuvo.

—¡Era un buen partidario!

—¡Bueno!

—Aún no tenía bien cerrada la barba y podía contarse de los primeros. Para que digan que la muerte no elige.

—¡Vaya, y se prenda de los buenos mozos!

—¡Condición de las viejas, malditas sean!

—Dicen que la gente ha recibido emisarios para que se una al general Lizárraga.

—Lizárraga anda por cerca de Tolosa.

Santa Cruz se incorporó en la peña y miró a todos vagoroso y huraño, como si no los reconociera:

—¡Miquelo! ¡Miquelo!

El otro cabecilla, que estaba al pie de un roble, se volvió con arrogancia:

—¡Aquí!

Y salió de la sombra del ramaje al claro de la luna. Santa Cruz se puso en medio de su guardia, de pronto prevenida y muda. Rodaban de la altura algunas piedras desprendidas al paso de los partidarios que cruzaban los puertos. Iban ya muy lejos. Egoscué sintió en torno suyo aquel silencio del monte y concibió un gran recelo. El Cura, con la frente contra el bordón que tenía abrazado, le hablaba sin mirarle:

—Miquelo, un secreto mío lo vendiste al general Lizárraga.

—¡Mintió quien lo dijo!

—¿Dónde están los fusiles que enterré en el caserío de Gorostiza?

—Allí estarán, si no fueron por ellos.

El Cura repuso con la voz encalmada:

—Otros irían… Y para fin de traiciones, tienen que acabarse tantos cabecillas, y no quedar más que uno. ¡A ti te lo digo!

Egoscué adivinó de pronto la sima de vértigo y de sombras que cavaba la ambición en el alma del tonsurado, y sintió frío en la raíz de los cabellos. Le increpó dando voces:

—¡Me llamaste a tu lado, y estoy viendo que era un cepo para que cayese, mal clérigo!

Santa Cruz replicó muy frío, sin apartar la frente del bordón:

—Tienes media hora.

Egoscué le clavó los ojos fieros y angustiados, respirando con ansia, sin poder desatar el nudo de la voz. Quiso poner mano a sus armas, pero en el mismo instante, obedientes a una señal, le cercaban los mastines de la guardia y le ponían preso. El Cura levantó su mano, que era como un vellón blanco en la noche azul y serena del monte:

—Llevadle a la foz, y cuatro tiros.

Sin oír los denuestos del otro cabecilla, se echó el palo al hombro y corrió monte arriba para juntarse con sus partidarios. Se veía mandando todas las partidas guipuzcoanas y haciendo la guerra conforme la tradición pedía. No le turbaba el remordimiento. Era su alma una luz clara y firme como piedra de cristal. Sabía la verdad de la guerra y el mezquino don de la vida. Cuando al ordenar un fusilamiento, en pos de otro fusilamiento, veía palidecer a sus tenientes, recordaba, despreciándolos, el duelo de las mujerucas enlutadas mientras cantaba los responsos en su iglesia de Hernialde. Sentía renacer aquella mística frialdad y aquella paz interior. Consideraba con una delectación áspera, el hilo tan frágil que es la vida, y cómo el aire, y el sol, y el agua, y un gusano, y todas las cosas, pueden romperlo de improviso. Muchas veces, al cruzar ante los prisioneros vendados y pegados a una tapia, los miraba a hurto y pensaba como si les pagase un tributo:

—También yo caeré algún día con cuatro balas en el pecho.

Y si había inquietud en su conciencia, con aquel pensamiento la soterraba.

La Guerra Carlista
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