Capítulo XIII

Eulalia se conmovió un poco ante su hermano vestido de soldado y oliendo a cuadra:

—¡Pero, Agila, qué has hecho!

El muchacho repuso con una sonrisa infantil, que reclama indulgencia:

—Estoy arrepentido, hermanita.

—¿Y cómo te acostumbras a esta vida?

—No me acostumbro… Me han cogido como a un criminal y me llevaron al cuartel. ¡No me acostumbro, pero me resigno!

Eulalia le miró muy grave:

—¿Por qué has dado motivo con tus locuras a ese castigo?

Agila levantó la mano con aire desdeñoso y un poco fanfarrón:

—¿Quién no hace locuras en la vida, hermanita?… Nadie intercedió por el pobre Agila. ¡Ay, si hubieras estado tú en Madrid!

Eulalia seguía mirándole, con una llamarada en las mejillas:

—¿Y no te avergüenzas de verte así?…

—¿Con uniforme de soldado? No, no me avergüenzo. Me avergüenzo de que mi padre me lo haya impuesto como un castigo por mis locuras, por mis vicios.

—¿Por qué no le escribes pidiéndole perdón?

—Aún no es tiempo… Cuando haga una heroicidad… Si tengo la suerte de que me hieran, le escribiré desde el hospital… A la abuela es a quien deseo pedirle perdón. ¿Está muy enojada conmigo?

Una sonrisa serena y buena iluminó la boca de la hermana:

—Está enojada, como lo estamos todos.

Agila inclinó la cabeza sobre el pecho, con una mirada mortecina:

—¡Qué enfermo me encuentro, Eulalia!

Y empezó a toser cavernosamente. Eulalia, con un poco de zozobra, le dijo risueña:

—Déjate de comedias, Agila.

El muchacho hizo un gesto de trágica conformidad con el destino, y se oprimió el pecho. Eulalia llamó a Jorge, que permanecía alejado en el fondo del balcón, y le recibió con una carcajada:

—¿Cómo tenéis a este chico en filas? ¡Se está muriendo!

Jorge, acariciándose la barba, se encaró con Agila:

—¿Ya estás en rol de Margarita Gautier?

El otro acogió tales palabras con una sonrisa suprema y generosa. Vago el gesto, y levantando un poco la cabeza, prestó atención a los clarines lejanos, que tocaban en el fuerte:

—¡Adiós, Eulalia!

—¿Te vas? ¡Espera, muchacho!

Agila respondió hueca la voz y dolorida, como un ermitaño que hablase desde su cueva:

—Es el toque de rancho, y no quiero quedarme sin comer.

Ya no pudo Eulalia reprimir las lágrimas, y con los ojos brillantes se volvió a Jorge:

—¿Es verdad?

El Duque de Ordax humeó lentamente el cigarro:

—¡Ni media palabra, hija!

El muchacho se cuadró:

—Perdone vuecencia, mi capitán.

Eulalia los miraba y sonreía un poco recelosa:

—¿Vuecencia también? ¡Cuánto respeto!

Explicó apresurado Agila, humillando la cabeza:

—Por Grande de España, no por ser capitán.

Jorge dio algunos pasos, riendo con aquella risa insolente, un poco de gallo:

—¡Qué farsante eres, maldito!

Y como Agila permanecía cuadrado, mordiéndose un labio, Jorge vino y le cogió por los hombros:

—¡Vamos a ver!… ¿Cuándo has comido tú rancho?

El muchacho le sostuvo la mirada y respondió con la sequedad de un pistoletazo:

—¡Siempre!

El Duque le soltó asombrado, echándose atrás para mirarle a todo talante:

—¡Estás loco!

Agila repitió obstinado:

—¡Siempre, mi capitán!

Eulalia se cubría los ojos con el pañolito, muy agitado por un sollozo el pecho de suprema armonía. Jorge la mira y siente una ternura inefable, como si un rocío de lágrimas regase la rosa recién abierta en su alma.

—¡No llores, Eulalia!… Yo te doy mi palabra de honor… ¡Es mentira!

Olvidado de Agila, se acercaba, pero ella le detuvo con el gesto, al mismo tiempo que retrocedía. Y Jorge, entonces, se vuelve al muchacho, mirándole como a un sacrílego:

—No hagas llorar a tu hermana.

Agila, siempre cuadrado, parpadea muy de prisa:

—Con el permiso de vuecencia, me retiro.

Dio media vuelta para salir, pero su hermana le agarró por un brazo:

—¡Si no creo una palabra! ¡Lloro porque soy una tonta! ¡Tú no tienes que comer rancho! ¡Eres un farsante!

Y abrazándole por el cuello, le besó en las mejillas, que tenían un reflejo impasible y burlón. De pronto se apartó, mirándole dolorida y resentida:

—¡Tienes dentro del cuerpo el demonio manso!

Eran las mismas palabras, llenas de un perfume supersticioso e ingenuo, con que de niños expresaban los momentos malos de Agila, la terquedad pérfida, silenciosa, encalmada, que oponía ante los castigos y los halagos. Eulalia le miraba como entonces, y a su rostro parecía volver algo infantil. Jorge se emocionaba un poco:

—¡Eulalia, tú tienes fe en mi palabra!

—Sí, hombre, sí… ¿Dispongo de este recluta?

Jorge se inclinó:

—¡Y del capitán, y de todo el escuadrón!

—No quiero que me nombren patrona de la Caballería.

El Duque rió largo y sonoro, volviéndose con las barbas de oro iluminadas hacia el hermano, que permaneció cuadrado e impasible, con el labio entre los dientes. Pensaba recriminarle, pero se olvidó oyendo la voz de Eulalia:

—El capitán y el recluta se quedan a cenar. Voy, que necesito preparar a la abuela.

Y salió ligera y muy feliz. Jorge, al verla desaparecer, clavó en Agila una mirada de desprecio, y se alejó sin hablarle.

La Guerra Carlista
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