Capítulo XXV

Santa Cruz, de quien andaban huyendo aquellos tres voluntarios, ahora tenía cercado y preso, en el caserío de Urría, a un viejo guerrillero de la otra guerra, Don Pedro Mendía, que achacoso y ochentón, había juntado una partida de sesenta hombres, siendo de los primeros en echarse al campo por Carlos VII. Este Don Pedro Mendía, hidalgo de cuenta en la montaña navarra, es el mismo capitán a quien, en algunos escritos de la otra guerra, llaman Don Pedro de Alcántara. Ahora, enfermo de mal de piedra, habíase refugiado en el caserío de Urría, y los días dorados del otoño le sacaban en un sillón a la solana. Desde allí, sus ojos cavados contemplaban los montes, menos altos y enteros que su fe. Una mañana, rayando el alba, vio entrar en la sala donde dormía al Cura Santa Cruz. El viejo, insomne por los grandes dolores, se incorporó en las almohadas con el rostro amarillo y el ceño adusto:

—¿Qué traes, hijo?

El Cura, desde que entró, miraba la escopeta de caza que el veterano tenía a la cabecera de la cama:

—Pues visitarle, Don Pedro.

Murmuró el viejo con una burla incrédula:

—Cumples las obras de misericordia… ¿Pero alguna otra cosa traerás?

Santa Cruz sonreía astuto, viendo adivinada su intención, y esquivaba los ojos:

—Alguna otra cosa, cierto que sí, Don Pedro. ¿Sabe usted la persecución que me hace el general Lizárraga?

El veterano pareció recapacitar, aun cuando sabía muy bien toda aquella historia. Hidalgo y clérigo se conocían de antiguo, y tenían las mismas mañas astutas:

—Algo me contaron… Ya veremos de poner acuerdo entre vosotros.

El Cura respondió con la voz muy apagada:

—Eso tiene que ser… Si usted quiere mediar, mi consentimiento lo tiene, Don Pedro. Pero en tanto, yo necesito saber quiénes son mis amigos. No se me acalore, que ya conozco su genio.

Se levantó presto, y se acercó a la cama apoderándose de la escopeta. El viejo caballero, le miró con apagamiento desdeñoso, hundido en la almohada:

—¡Por lo visto ya sabes con quién está Don Pedro Mendía!

—Sí, señor.

—¿Y qué intentas? ¿Fusilarme como a Miquelo?

El Cura volvió a sentarse, muy despacio:

—Miquelo nos hacía traición, y usted es el más leal de los cabecillas, Señor Don Pedro.

—¡A mí no me incienses, cogulla! Poca autoridad tienes tú para dirimir el pleito de quiénes son leales y quiénes traidores. ¿Por qué no te has presentado en Estella cuando el Rey te llamó?

—La orden no venía firmada por el Rey. Era un engaño de Lizárraga.

—¡Lizárraga!… ¡Es demasiado santurrón!… ¡Tampoco me gusta cómo hace la guerra!

Se levantó el Cura riendo con una expresión franca, de buen aldeano:

—¡Más tiene ése de clérigo que yo!

Replicó malicioso Don Pedro:

—¿Tienes tú algo de clérigo? Por no tener, ni el ama.

Santa Cruz seguía riendo con aquella expresión abierta, en él tan desusada, y Don Pedro reía con una mueca, retorciéndose en la cama con el dolor triste del mal de ijada. Hizo un esfuerzo y murmuró con los labios apretados:

—¡Siempre queda tu recelo de comparecer ante el Rey!

—Fue recelo de la camarilla. No nací para pisar estrados. Don Pedro. ¡En el campo no me vencen, pero allí me vencieran!

Don Pedro guardó silencio. Acaso recordaba, cerrados los párpados y las manos en cruz, como si hubiese llegado la muerte, que también él, treinta años antes había estado en entredicho con el abuelo de Carlos VII. De pronto abrió los ojos, mirando a Santa Cruz:

—¡Cura de Hernialde, tú vienes por llevarte mi gente!

Afirmó Santa Cruz con el rostro terrible de impasible:

—Lo adivinó, Don Pedro.

—¡Manda que me fusilen!

Santa Cruz tuvo un leve movimiento en los ojos, al mismo tiempo que decía con la voz exenta de cólera:

—Amigo Don Pedro, no le fusilo porque he visto desertarse, aún hace muy pocos días, a veintitrés voluntarios de Miquelo Egoscué. Sin esa lección, no hubiéramos hablado tanto.

El moribundo levantó la cabeza, melancólico:

—¡Es lástima, porque me habrías ahorrado los dolores de este mal tan triste!

Y la dueña del caserío, que ha llamado con los nudillos en la puerta, entra empujándola despacio. Trae en las manos una taza que bailotea en su plato azul y esparce el aroma de un cocimiento de yerbas. El veterano se incorpora en las almohadas, y sonríe muy amarillo, alargando una mano de huesos. Santa Cruz, puesto en pie, le mira con aquella hondura triste y experimentada de los que han visto muchos moribundos. Era la mirada del clérigo, que, en su aldea acompañaba en la hora de la muerte a todos los feligreses, desde los niños de siete años a los viejos de cien.

La Guerra Carlista
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