Capítulo XVII

Agila, al cruzar la cocina de su alojamiento, vio dos sombras que estaban calentándose cerca del fuego. Y al subir la escalera del sobrado, oyó la voz asombradiza de la dueña:

—¡El Demonio lo hace!… Cubre con la anguarina el cuerpo del lobo. ¡El Demonio lo hace, pues se me representa mi marido, Don Diego!

Agila iba casi huyendo, con el alma recogida y atenta. Salía del palacio donde la vieja se quejaba apretando los labios, ¡y había tenido un gran miedo de que viéndole salir le llamase! ¿Qué le hubiera dicho entonces la tía Rosalba? Agila recordaba su expresión dulce y pueril, con la frente vendada, y seguía pensando en lo mismo. ¿Qué le hubiera dicho? Probablemente le hablaría bajando mucho la voz, para que los criados no se enterasen, y le amenazaría con la mano igual que a un niño:

—¡Eres muy travieso, Marquesito!

Agila recordaba aquel momento de rodar la vieja. Lo recordaba claramente con una gran sequedad interior, y experimentaba la sensación desengañada del niño que ha roto un juguete para sacar tan sólo una espiral de alambre. Cruzaba la cocina de su alojamiento con una basca triste, con una angustia de odio y de venganza. Hubiera querido que los carlistas incendiasen el palacio de su abuela, tras de haber emplumado a todas las brujas de Otaín. Se acostó en una sala grande, donde había otra cama, y con los ojos cerrados para no ver luz, siguió removiendo ideas de odio, como remueve el sepulturero la tierra llena de larvas. Pero acabó por sumergirse en los círculos infernales de la idea fija, por devanar un pensamiento largo, constante, igual. La impresión de mareo que esto le producía, acabó por recordarle el cable que una noche de luna soltaban en el mar fosforecente, desde la sombra de un bergantín carbonero. Y de pronto, vuelve a encontrarse mirando dentro de sí con una obstinación egoísta y sentimental. ¡Se dejaría matar! Agila, en aquel momento, tendido en el lecho, con los ojos cerrados, con las manos juntas, encuentra que la muerte es un paso muy suave. Sus ideas, enlazadas con el quimérico razonar de las pesadillas, le muestran en el sacrificio de su vida una bella venganza. La evocación de su casa, trastornada bajo la noticia de su muerte, le da una impresión dolorosa y voluptuosa. Recorre todas las estancias con el pensamiento: Ve a los criados, que llevan libreas de luto y andan como sombras, ve a sus padres, lívidos por el remordimiento, sentados frente a frente, odiándose y acusándose. ¡Se dejaría matar! Devanaba incesantemente aquel pensamiento largo, igual, que ahora se correspondía con una sensación oscura, tan lejana, que parece sensación de otra vida. Descubría en sí el recuerdo anterior de todo aquello que pensaba, el hilo inconsútil de otra conciencia que, al seguirlo, se quiebra en círculos de sombra. Tan vago era todo aquello, tan en los limbos del olvido, que ya ningún recuerdo podía florecer en ellos su rosa de luz. Agila modula a media voz con ahogo de niño:

—¡Me dejaré matar!… ¡Me dejaré matar!

En el mismo momento abre los ojos. Ha sentido un soplo magnético en los párpados, que se hacen ligeros, casi ingrávidos. Un hombre vestido de pieles está mirándole muy fijo desde el fondo de la estancia, y la puerta se va cerrando quedamente por sí sola. El hombre que acaba de entrar y le está mirando parece un pastor. Tiene en las pupilas una luz montañera, y en las pieles del vestido el aroma de las urces quemadas en la majada. Recogido en sí mismo, le reprende con los ojos extáticos, y tienen sus palabras la clara ingenuidad de los que beben en la fontana de Cristo:

—¡Mal idear tienes, compañero! ¡Malas ideas son las tuyas si eres cristiano!

Agila no recuerda que habló en voz alta, y se estremece oyendo al pastor. Bajo la mirada fija de aquel iluminado, cierra los ojos, y con los labios helados, aún intenta sonreír.

La Guerra Carlista
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