Capítulo XXII

En el cementerio estaba un viejo con dos cabras que pacían la yerba de las sepulturas. La monja y la novicia, para no equivocar el camino de la aldea, aprovecharon salir con el pastor. Era un sendero verde, todo en paz de oración, y el viejo hablaba en vascuence y reía enseñando su boca sin dientes. Era todo cristalino el paisaje, y los montes parecían de amatista. Cerca de la aldea, una mujer que descansaba en la orilla del camino, se alzó y corrió al encuentro de las monjas. Era Josepa la de Arguiña: Habló alborozada, despidiendo un vaho de aguardiente.

—Pues antes las descubrí entre los negros, y maginé que las conducían presas. Por sonsacar anduve enseñando las casas, a los que acá se quedan alojados… ¡Y de Roquito, la gran valentía!… Todo les contaré… ¿Y agora, por este camino, adonde es el caminar, con mi güelo de las cabras?

Respondió la Madre Isabel:

—¿Tú sabes dónde podríamos pasar la noche?

Murmuró Eladia que había entendido la pregunta:

—Un rincón en un pesebre.

—Su buena cama tendrán, donde reposarse. ¡Ay, y qué arriscos me traen!

Repitió Eladia:

—Un rincón en un pesebre, con su vaca y su mula, que no tuvo más el Niño Jesús.

—Acaba, señorica, por pedir su santa cruz… ¡Pues de Roquito, la gran valentía!…

Interrogó a Eladia:

—¿Qué fue del niño?

—Lo tengo en un caserío. Allí es donde tendrán hospedaje sus señorías… Pues el ama joven está criando, y me hace la caridad de darle una teta. Yo quédeme sin gota de leche… Toda se me ha esparcido por el cuerpo. Ayer al echarme a dormir, quitéme la camisa, y encontréme el cuerpo muy más blanco, con todo de estar a las escuras.

Torció por un sendero el viejo de las cabras, y las tres mujeres continuaron solas hacia la aldea. Entraron por una calle de huertos y casucas bajas que humeaban en la paz tardecina, esparciendo en el aire el olor de la pinocha quemada. Fue cosa de momento atravesar la aldea y salir al campo por el otro lado, un campo de nogales viejos, donde había una capilla. La Josepa señaló el caserío que se destacaba en silueta sobre el oro de la puesta:

—¡Allí es!

Era una casa negra, con una parra negra y sin hojas, tras una cerca asombrada por la copa negra de un nogal. Murmuró Eladia, mirando a la monja:

—¿Nos recibirán, Madrecita?

Interrumpió la Josepa:

—Es gente toda muy leal al Rey Don Carlos. Viene ello desde la otra guerra donde ya anduvieron los abuelos. ¡Al uno lo afusilaron!…

La Madre Isabel posó en la mendiga sus ojos serenos y profundos:

—¿Tú conoces a los amos?

Josepa la de Arguiña sonrió humilde:

—Mi verdad, sabía quiénes eran, pero hasta ayer, nunca había comido su pan.

—¡Y nos lo ofreces ya!

La Josepa, después de mirar a todos lados, dijo al oído de la monja:

—Roquito está oculto ahí.

Llena de terror y misterio, levantaba la mano señalando el caserío. Eladia, como nada comprendía, fijaba en la monja sus ojos de una timidez serena y amante. La Madre Isabel le acarició la cabeza:

—¡Florecita Franciscana!

Continuó la mendiga, siempre mirando en torno:

—Aún no les dije. En la cárcel de Olaz estaban de concierto todos los presos para escapar a los carlistas… Ello fue la misma noche que dormía allí Roquito. Pues escaparon con el carcelero a la cabeza, y levantaron la partida. Lo primero fue venir a este caserío, donde tenían muchas carabinas ocultas.

—¿Roquito no se fue con ellos?

La mendiga bajó la voz:

—No podía. Quedó escondido hasta curarse una herida que tiene en la espalda, desde que hizo la gran valentía de San Paúl. Porque fue Roquito quien hizo aquella gran valentía, cuando escapó de la venta.

Estaban llegando a la casa, y salió al camino un perro que arrastraba un pedazo de cadena. Las monjas se detuvieron asustadas, mientras la mendiga andaba agachada buscando una piedra. Con ella en la mano avanzó dando voces:

—¡Ugena! ¡Ugena!

Salió una labradora joven, que sin gran apuro, llamó al perro y recorrió el camino, hasta cogerle de la cadena:

—No hace daño.

Josepa la de Arguiña se acercó sin soltar la piedra que llevaba empuñada:

—¡Te quebraba una pata, borrachón!

La mujer del caserío dirigió una mirada de recelo a las dos mujeres que continuaban inmóviles en medio del camino, y bajó la voz, hablando muy quedo con la de Arguiña:

—Vinieron cuatro soldados con la boleta.

La mendiga abrió los ojos poblados de sombras:

—¿Y Roquito?… ¡Mi Dios Sacramentado, nunca hay sosiego!

Aquella voz, acostumbrada a la canturía humilde de pedir por las puertas, se ungía de terror y misterio. Contestó el ama, después de llevarse un dedo a los labios:

—¡Bien escondido te está!

La Josepa espantó los ojos al mismo tiempo que se metía las manos en el pecho, con un escalofrío:

—¡Mi Dios, os quemaban a todos dentro de la casa si llegarían a descubrirlo!… ¡La misma pena que él dio a los otros! ¡Ay, Ugena, estoy a temblar!

Se desvió un momento del ama, y llamó a las monjas para que se acercaran. Las cuatro mujeres se juntaron en medio del camino, bajo la sombra del nogal, y comenzó la mendiga un susurro de plegaria:

—¡Ugena, hija de buenos padres, dije a estas almas benditas quién tú eras! ¡No las engañé, si les dije que tenía el corazón más blando que la manteca el ama joven de Urría! ¡Más dulce miel tiene mi ama en el corazón que una sandía de Calahorra! Pues estas dos señoras venían por pasar aquí la noche recogidas.

Saltó el ama:

—¡Ay, que no podrá ser! Tenemos alojados…

La Madre Isabel inclinó la cabeza, y luego dijo con una sonrisa austera:

—Venimos de muy lejos, y llegamos a esta casa, solamente guiadas por su fama de caridad… Pero si atan el perro, pasaremos la noche en el quicio de la puerta.

La mendiga tocó a hurto el brazo de la monja:

—Descúbrase ante ella, señora Madre.

Sonrió la monja:

—Nuestro vestido no dice nuestra condición.

El ama atendía con un vago recelo, mal escondido bajo la sonrisa de su boca toda bermeja y campesina. La Josepa alzó las manos que parecían de humo en la niebla del crepúsculo:

—Son monjas que van al hospital, donde cuida de los heridos la Señora Reina.

Sobre las cuatro mujeres, inmóviles en medio del camino, caía la sombra del nogal, y Josepa la de Arguiña ponía en su acento la vaguedad medrosa de la hora, y un sentido popular, milagrero y trágico. El ama joven, al oír que eran monjas, aquellas que había tomado por aldeanas, quería besarles las manos. Después, caminando a su vera, las condujo al caserío, con la sonrisa sana y geórgica de las buenas caseras cuando entra por sus puertas el don de las vendimias y de las siegas. La bendición de Dios.

La Guerra Carlista
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