Carta abierta a Vandervelde[631]
5 de diciembre de 1932
Ciudadano Vandervelde:
Hace algunos años usted me envió una carta abierta con relación, si no me equivoco, a las represalias contra los mencheviques y los social-revolucionarios. En nombre de los principios de la democracia usted se manifestó en contra de todos los bolcheviques, sin excepción; estaba en su derecho. Si su crítica no tuvo el efecto deseado, fue porque los bolcheviques partíamos de los principios de la dictadura revolucionaria.
Los social-revolucionarios rusos, sus correligionarios en la cuestión de la democracia, habían iniciado una lucha terrorista contra nosotros. Hirieron a Lenin y trataron de volar mi tren militar. Cuando se los llevó ante la Corte soviética, encontraron en usted uno de sus más ardientes defensores. El gobierno al que yo pertenecía no solamente le permitió entrar a la Rusia soviética sino también actuar como defensor de los que habían tratado de asesinar a los dirigentes del primer estado obrero. En su alegato de defensa, que publicamos en nuestra prensa, usted invocó repetidamente los principios de la democracia. Estaba en su derecho.
El 4 de diciembre de 1932, mis compañeros y yo nos detuvimos en el puerto de Amberes. Yo no tenía ninguna intención de hacer propaganda allí en favor de la dictadura proletaria, o de actuar como consejero defensor de los comunistas y huelguistas arrestados por el gobierno belga, quienes, según creo, no habían atentado contra la vida de los miembros de ese gobierno. Algunos de mis compañeros, y con ellos mi esposa, deseaban visitar Amberes. Uno de ellos necesitaba ponerse en contacto con un consulado de esa ciudad por problemas de viaje. A todos se les prohibió categóricamente pisar suelo belga, aun bajo custodia. Se había aislado completamente el sector del puerto donde estaba nuestro barco. A ambos lados del barco —en la orilla y en el muelle— se estacionaron botes de la policía. Desde el puente pudimos contemplar un desfile de agentes policiales de la democracia, tanto civiles como militares. Fue un espectáculo impresionante.
Había mucho más polizontes y rufianes —permítame utilizar estos términos familiares en honor a la brevedad— que marineros y estibadores. Nuestro barco parecía una prisión temporal; la parte adyacente del muelle, la entrada a la prisión. El jefe de policía fotocopió nuestros documentos aunque no íbamos a Bélgica y, como ya mencioné, no se nos permitió bajar en Amberes. Exigió que se le explicara por qué mi pasaporte estaba a nombre de otra persona[632]. Me negué e a discutir con la policía belga, ya que no tenía nada que hacer conmigo ni yo con ella.
El oficial de policía trató de recurrir a la amenaza; declaró que tenía derecho a arrestar a cualquiera que en viaje pasara por las aguas belgas. No obstante, tengo que reconocer que no hubo arrestos.
Le sugiero que no vea en mis palabras ninguna queja. Seria ridículo quejarse por esas bagatelas frente a todo lo que las masas trabajadoras —y especialmente los comunistas— se ven obligadas a sufrir hoy en día en todas partes del mundo. Pero el episodio de Amberes me parece excusa suficiente para volver a su vieja «Carta abierta», a la que en su momento no respondí.
¿No me equivoco, no es cierto, al contar a Bélgica entre las democracias? La guerra que hicieron ustedes fue una guerra por la democracia, ¿no es así? Después de la guerra usted estuvo al frente de Bélgica como ministro e incluso como primer ministro. ¿Qué mas hace falta para hacer florecer plenamente la democracia? Creo que sobre este punto estaríamos de acuerdo. ¿Por qué, entonces, esa democracia suya conserva todavía ese hedor propio del espíritu policial de la vieja Prusia? ¿Y cómo puede alguien suponer que una democracia que sufre tales convulsiones nerviosas cuando un bolchevique pasa cerca de sus fronteras será capaz de neutralizar la lucha de clases y garantizar la transformación pacífica del capitalismo al socialismo?
Seguramente, usted me responderá recordándome la Cheka, la GPU, el exilio interno de Rakovski y mi propia expulsión de la Unión Soviética. Ese argumento yerra el blanco. El régimen soviético no se adorna con las plumas de pavo real de la democracia. Si la transición al socialismo fuera posible dentro de las formas de estado creadas por el liberalismo, estaría de más la dictadura revolucionaria. Respecto al régimen soviético, el problema que se puede y se debe plantear es el de si es capaz de enseñar a los obreros a luchar contra el capitalismo. Pero es absurdo exigir que la dictadura proletaria observe las formas y los ritos de la democracia liberal. La dictadura tiene sus propios métodos y su propia lógica, muy rigurosa por cierto. A veces, hasta algunos proletarios revolucionarios que ayudaron a implantar la dictadura caen víctimas de esta lógica. Sí, en el proceso de desarrollo del estado obrero aislado, traicionado por la socialdemocracia internacional, el aparato burocrático adquirió un poder que es peligroso para la revolución socialista. No hay ninguna necesidad de recordármelo. Pero ante el enemigo de clase me hago plenamente responsable, no sólo por la Revolución de Octubre que produjo la dictadura sino por la república soviética tal como es hoy, incluyendo al gobierno que me exilió y me privó de la ciudadanía soviética.
Nosotros destruimos la democracia para ajustar las cuentas con el capitalismo. Usted defiende el capitalismo, supuestamente en nombre de la democracia. ¿Pero dónde está la democracia?
Con toda seguridad, no en el puerto de Amberes. Allí había polizontes y rufianes y gendarmes con fusiles, pero ni una sombra del derecho democrático de asilo.
Pese a todo eso, me fui de Amberes sin el menor pesimismo. Al medio día se reunieron en la cubierta unos estibadores que venían de la bodega o de los muelles. Eran dos o tres docenas de proletarios flamencos serios, serenos, totalmente cubiertos de carbón. Un cordón de detectives los separaba de nosotros. Los estibadores contemplaron la escena en silencio, evaluando a cada uno de los presentes. Un adusto estibador nos guiñó el ojo, por encima de la fila de los cascos. Los nuestros respondieron con sonrisas; hubo un revuelo entre los trabajadores. Habían reconocido a los suyos. No digo que los estibadores de Amberes sean bolcheviques. Pero su instinto certero les aclaró dónde estaban parados. Cuando volvieron al trabajo todos ellos nos sonrieron amistosamente y muchos se llevaron la mano a la gorra a modo de saludo. Esa es nuestra democracia.
Mientras el barco atravesaba el Escalda en medio de la niebla, dejando atrás las grúas paralizadas por la crisis económica, a ambos lados del muelle resonaban los saludos de despedida de amigos desconocidos pero fieles.
Al terminar estas líneas entre Amberes y Vlissingen, envío un saludo fraternal a los obreros belgas.