APÉNDICE

REPORTAJE SOBRE LA «LITERATURA PROLETARIA[636]» por Maurice Parijanine

Abril de 1932

Cuando visité a León Trotsky en Prinkipo le pregunté su opinión sobre la «literatura proletaria», después de familiarizarlo con los debates provocados por algunos belicosos escritores de Occidente. Creo que sería absurdo e inadecuado insistir sobre el derecho que tiene Trotsky a representar la tradición revolucionaria. Nos guste o no, ya ocupa un lugar determinado en la historia. Como protagonista de la gran Revolución Rusa, sigue triunfante aun cuando se lo haya echado. Como escritor, cumple su tarea de representante del proletariado con una claridad y firmeza poco usuales.

Comenzó diciéndome que su trabajo apenas le deja tiempo para mantenerse al tanto de los movimientos literarios, aun de los que se reclaman «proletarios». En consecuencia, no se sentía lo suficientemente calificado como para asumir una posición sobre el problema. Pero luego, cuando se tomó un tiempo para reflexionar, me dio una serie de documentos, unos extensos y otros más breves. Lo único que me queda por hacer es presentarlos escrupulosamente. El lector encontrará aquí una entrevista que se extendió durante dos semanas. Me llegó desde el segundo piso, donde vive Trotsky, hasta la planta baja, donde yo estaba alojado.

Este es el texto de León Trotsky:

Expreso mi actitud hacia la cultura proletaria en mi libro Literatura y revolución. Oponer la cultura proletaria a la cultura burguesa es incorrecto, o sólo parcialmente correcto. El régimen burgués y en consecuencia también la literatura burguesa, se desarrollaron durante varios siglos. El régimen proletario tiene una vida muy breve, es un régimen de transición al socialismo. Mientras exista el régimen transicional (la dictadura del proletariado), éste no puede crear una cultura de clase que sea en alguna medida completa. Sólo puede adaptar los elementos de una cultura socialista. El objetivo del proletariado no es crear una cultura proletaria sino producir una cultura socialista en base a la sociedad sin clases.

Le replico a Trotsky que si bien tiene razón en disociar el concepto de cultura de las actitudes de las clases, esta diferenciación es útil solamente con referencia a un futuro todavía indeterminado. Entretanto, es concebible que la clase obrera, en la etapa en que lucha por la conquista del poder y la emancipación de todos los trabajadores, se interese en crear, aún con recursos insuficientes, una cultura específica, provisional, adecuada precisamente a las necesidades de la lucha revolucionaria. Sería una cultura de duración indefinida, estrictamente limitada a las sociedades contemporáneas. ¿Pero acaso esta cultura no es necesaria?

Sí —responde Trotsky—, y por favor haga notar que yo sería el último en oponerme a los intentos creadores de carácter artístico o, más generalmente hablando, cultural que surjan en el movimiento revolucionario. Sólo quise decir que los resultados de esos esfuerzos no pueden ser definitivos… Trataré de escribir una formulación más precisa.

Recibo otro documento de Trotsky. Es un extracto de una carta fechada el 24 de noviembre de 1928, que escribió a un amigo de un centro de deportación. El hecho de que Trotsky me haya entregado una copia de este documento más de tres años después de haberlo escrito demuestra que sostiene rigurosamente una opinión que nuestros escritores «proletarios» franceses no aceptarán sin rencor.

Veámoslo:

Estimados amigos: recibí el periódico mural, muy interesante, y el ejemplar de Oktiabr que contiene el artículo de Serafimovich[637]. Se cree que estas curiosidades de las belles lettres burguesas están destinadas a crear una literatura ‘proletaria’. Evidentemente, no se trata más que de una falsificación pequeñoburguesa de segundo o tercer orden. Sería igualmente correcto decir que la margarina es ‘manteca proletaria’.[638] El buen viejo Engels caracterizó perfectamente a estos señores, especialmente al referirse al escritor ‘proletario’ francés Valles[639]. Engels le escribía a Bernstein el 17 de agosto de 1884: «No hay ninguna razón para que sea usted tan cumplido con Valles. Es un deplorable charlatán literario, o mejor dicho con pretensiones literarias, que no representa absolutamente nada por sí mismo. Por falta de talento superó a los elementos más extremistas y se convirtió en un escritor ‘con una causa’ para sacar a la luz su putrefacta literatura». [Aquí el subrayado es de Trotsky. M. Parijanine] Nuestros clásicos eran implacables en estas cuestiones, pero los epígonos hacen de la ‘literatura proletaria’ una bolsa de mendigo en la que recogen las migas de la mesa burguesa. Y a quien no está dispuesto a aceptar estos mendrugos como literatura proletaria se lo llama ‘capitulador’. ¡Ah! ¡Esos vulgares personajes! ¡Esos charlatanes! ¡Esa gente tan desagradable! Esta literatura es peor todavía que la malaria que ya está comenzando a difundirse nuevamente por aquí…

Este estallido escandalizará a las almas buenas de los círculos revolucionarios en los que se convirtió al autor de L’Insurge en un santo de la literatura. ¿Pero yo qué puedo hacer? Ocurre que el que realmente empuña el garrote es Engels, uno de nuestros clásicos. Su discípulo y continuador simplemente apela a él para destruir la reputación de un escritor anarquista cuya nulidad sospechábamos sin estar demasiado dispuestos a admitirla[640].

Poco después tomo esta conversación escrita como pretexto para preguntar a Trotsky su opinión sobre los que elaboran las representaciones de propaganda que se exhiben en nuestras soirées ouvrières. Me dice que no sabe nada al respecto.

También le pregunto sobre el señor Henri Barbusse y Le Monde. A los ojos de Trotsky, el señor Barbusse y su entorno literario simplemente no existen. Lo suponía.

De pronto, León Davidovich, todavía con la intención de aclarar su pensamiento, me informa que se descubrieron recientemente algunos curiosos trabajos de Engels sobre Ibsen, aún inéditos.

Dos mediocres escritores alemanes, que alguna vez estuvieron en la extrema izquierda de la socialdemocracia alemana y luego se volvieron conservadores y fascistas, habían iniciado una polémica sobre el valor social de Ibsen, al que consideraban un pequeño burgués reaccionario. Engels, invitado a participar en la polémica, comenzó alegando que la falta de tiempo y la complejidad del asunto no le permitían ir al nudo del problema. No obstante, quería señalar que, en su opinión, Ibsen, un escritor burgués, ejerció una influencia progresiva. En nuestra época, señaló Engels, todo lo que aprendimos de la literatura está en Ibsen y en los grandes novelistas rusos. Los escritores alemanes son filisteos, cobardes y mediocres porque la sociedad burguesa alemana tuvo un desarrollo tardío. Sin embargo, Ibsen, un vocero de la burguesía noruega (que por el momento es un elemento progresivo que supera incluso la evolución de un pequeño país), tiene una importancia histórica enorme, tanto dentro como fuera de Noruega. Para empezar, muestra a Europa y al mundo la necesidad de la emancipación social de la mujer. Como marxistas no podemos pasarlo por alto. Tenemos que diferenciar entre el pensamiento burgués progresivo de Ibsen y el pensamiento reaccionario y cobarde de la burguesía alemana. La dialéctica nos obliga a hacerlo.

Trotsky me relató las reflexiones de Engels más o menos en esos términos. En ese momento no pude tomar nota. Estábamos cenando.

El 2 de abril Trotsky envió este mensaje desde sus habitaciones a la planta baja:

Camarada Parijanine: para evitar malos entendidos en el problema de la literatura y la cultura proletaria quisiera destacar un punto que cualquier marxista entiende esencialmente pero la burocracia stalinista y otros distorsionan cuidadosamente. Por supuesto, aun bajo el capitalismo tenemos que hacer todo lo posible por elevar el nivel cultural de las masas trabajadoras. Y eso implica, especialmente, interesarse por su nivel literario. El partido del proletariado tiene que prestar la mayor atención a las necesidades artísticas de los trabajadores jóvenes, apoyar y guiar sus esfuerzos. La creación de círculos de escritores obreros que prometen puede, si se los conduce bien, dar muy buenos resultados. Pero por importante que sea esta tarea, inevitablemente quedará reducida a límites muy estrechos. No se puede crear una literatura y una cultura nuevas a partir de individuos aislados que provienen de las clases oprimidas. Sólo las podrá crear el conjunto de la clase, todo el pueblo, una vez liberado de la opresión. Violar las proporciones históricas —lo que en este caso significaría sobrestimar las posibilidades de la literatura y la cultura proletaria— tiende a distraer la atención de los problemas revolucionarios derivándola a los culturales. Aísla de su propia clase a los jóvenes obreros escritores o ‘aprendices’ de escritores. Los corrompe moralmente y demasiado a menudo los convierte en imitadores de segunda clase con pretensiones ilusorias. En mi opinión, esto, y únicamente esto, es lo que tenemos que combatir implacablemente.

En resumen, Trotsky reivindica la cultura auténtica y rechaza la imitación mediocre: el chato e insípido pan del espíritu, la caricatura en bancarrota del arte, la miserable propaganda de music-hall, el teatro «prole», los infinitos horrores sentimentales y «filosóficos» con que se envenenan las organizaciones obreras. Se siente igualmente enemigo de los experimentadores del «arte revolucionario», amablemente puestos en nuestro camino por una burguesía «simpatizante» irremediablemente satisfecha o entretenida con las pequeñas excentricidades de estilo o estructuración. En una palabra, Trotsky desprecia a los fugitivos del proletariado que como artistas viven de su oficio, a la vez que pretenden seguir siendo «del pueblo» y despreciar y transformar la cultura burguesa que los celebra, si bien para su propia distracción.

La cultura, esa disposición general de las sociedades a trabajar y obtener de determinada manera los frutos de su trabajo, no es algo improvisado. La doctrina marxista sostiene que la nueva sociedad tomará de la antigua todo lo que quede en ella de valioso; el revolucionario está lejos de negar los derechos y deberes de la sucesión. La meta de una clase victoriosa es siempre imponer una cultura nueva, enriquecida y completada en sus detalles con el transcurrir del tiempo. Pero aun cuando lo nuevo es realmente nuevo, cuando el presente es el futuro, contiene una enorme mezcla de elementos del pasado. Trotsky cree que es necesaria la colaboración de todas las fuerzas populares que despierta la revolución para crear lo nuevo a la vez que se preserva lo heredado.

Si interpreto fielmente la posición de Trotsky, para él la cultura es la expresión unificada del desarrollo de la clase obrera, de la fuerza colectiva ya cristalizada pero que sólo se revela a través de la revolución. Los marxistas reconocen la estabilidad y la coherencia de la especie, la continuidad de sus respuestas a las necesidades cotidianas, tan constante y a la vez tan cambiante. Esto es lo que significa la revolución permanente. Los dos aspectos contradictorios de este término confirman la ley natural más importante de cuantas conocemos.

Sin embargo, a Trotsky todavía le preocupaba que yo no pudiera reflejar bien sus ideas. Junto con la carta anterior me envió el siguiente comunicado:

Hay que definir qué se entiende por literatura proletaria. Hay trabajos que tratan sobre la vida de la clase obrera y forman parte de la literatura burguesa. Basta con recordar Germinal. Las mismas consideraciones son válidas para las obras imbuidas de tendencias socialistas, cuyos autores pueden haber surgido de un ambiente obrero. Los que hablan de literatura proletaria oponiéndola a la literatura burguesa no tienen evidentemente en cuenta algunas obras sino una creación artística total que, para su modo de pensar, constituye un elemento de una cultura nueva, ‘proletaria’. Esto implica que en la sociedad capitalista el proletariado sería capaz de crear una cultura y una literatura proletarias nuevas. Si el proletariado no experimenta un avance cultural espectacular, es imposible hablar de cultura y literatura proletarias, pues en última instancia son las masas y no los individuos quienes crean la cultura. Si el capitalismo le ofreciera esas posibilidades al proletariado, ya no sería capitalismo. Ya no habría razones para derrocarlo.

El que plantea una nueva cultura proletaria dentro de los límites del capitalismo es un reformista utópico que cree que el capitalismo ofrece ilimitadas perspectivas de avance.

El objetivo del proletariado no es crear una nueva cultura dentro del capitalismo sino derrocar el capitalismo para crear una nueva cultura. Por supuesto, determinadas obras artísticas pueden contribuir al movimiento revolucionario del proletariado. Algunos obreros con talento pueden convertirse en escritores distinguidos. Pero media todavía una gran distancia entre esto y la ‘literatura proletaria’.

Bajo el capitalismo la tarea esencial del proletariado es la lucha revolucionaria por la conquista del poder. Luego habrá que construir una sociedad socialista y una cultura socialista. Recuerdo una breve conversación con Lenin sobre este tema, una de las últimas conversaciones que sostuvimos. Lenin exigía insistentemente que yo polemizara en la prensa contra Bujarin y otros teóricos de la ‘cultura proletaria’. Me dijo casi exactamente lo que sigue: «En la medida en que una cultura es proletaria, no es cultura todavía. En la medida en que existe una cultura, ya no es más proletaria». Su idea es muy clara: una vez que el proletariado tomó el poder, cuanto más eleva su cultura más deja ésta de ser proletaria para disolverse en una cultura socialista.

En la URSS se proclama como objetivo oficial la creación de una cultura proletaria. Por otra parte, se nos dice que en el transcurso de los próximos cinco años la URSS se transformará en una sociedad sin clases. Pero es evidente que en una sociedad sin clases sólo puede existir una literatura no clasista, por lo tanto no proletaria. Hay una clara diferencia cualitativa entre ambos términos.

El papel dirigente de los ‘camaradas de ruta’[641] de la literatura se corresponde, en alguna medida, con el carácter transicional de la URSS. Su preponderancia se ve también facilitada por el hecho de que el régimen burocrático aplasta las tendencias creativas autónomas del proletariado. Se presenta como modelos de literatura proletaria las obras de los ‘camaradas de ruta’ menos dotados, que se distinguen por la flexibilidad de su espina dorsal. Entre ellos hay algunos talentos reales, aunque todavía les faltan recursos. Pero el talento de los Serafimovichs es una caricatura.

Hay que liquidar la grosera y mecánica tutela que ejerce la burocracia stalinista sobre toda forma de creación espiritual. Esta es la condición indispensable para que se eleve el nivel literario y cultural de los proletarios jóvenes de la URSS y se oriente por la senda de la cultura socialista.

Fue un problema de técnica literaria lo que me llevó a Prinkipo. Trotsky sabía cuánto lo respeto como luchador de la causa proletaria e ilustre organizador de los triunfos de Octubre. Sabía que lo considero uno de los hombres más grandes de nuestra época. No tenía necesidad de que se le manifestara una confianza aduladora, y ni siquiera discutimos su política. Si mis opiniones y sentimientos me hubieran obligado a plantearle todas mis posiciones, lo habría hecho y así lo diría. Sé que mis declaraciones no habrían tenido ninguna importancia para el movimiento revolucionario. Considero que éste es un motivo para abstenerme de hacer reflexiones sobre estas líneas.

El propósito específico de mi visita fue aclarar una traducción de extensión considerable, en la que surgió una diferencia entre el autor y yo.

Como es de imaginar, en las largas horas de trabajo conjunto se suscitaron discusiones de las que vale la pena conservar algún recuerdo debido a la envergadura histórica de mi compañero de charla.

Creo que León Trotsky, como escritor, utiliza métodos de calidad muy desigual. Reconoce haber publicado o dictado algunos de sus numerosos trabajos con el único interés de expresar sus ideas lo más rápida y claramente posible. No le importa que su temperamento estalle en imágenes y sorprendentes metáforas que el ruso «correcto» no siempre acepta. Sobre todo, utiliza deliberadamente la terminología política y no se preocupa por las repeticiones. Elige con indiferencia tal o cual expresión, considerando logrado su objetivo si sus ideas golpean en el blanco al que apunta. Insistía en publicar inmediatamente un libro pese a que en la traducción había imperfecciones indiscutibles; me dijo en esa oportunidad: «Debe aparecer así. En este caso el estilo no tiene importancia».

Pero cuando León Trotsky, este hombre de acción, desea erigir su monumento literario, es muy diferente. Mas de una vez escribió y dijo que dudó largamente entre las carreras de ingeniero y escritor antes de convertirse en el revolucionario que todos conocemos. En distintas épocas de su vida demostró su vocación de «hombre de letras». Construye con el mayor cuidado libros cuya calidad artística nadie se atrevería a negar: 1905, Lenin, Mi vida y ahora su Historia de la Revolución Rusa.

«¡Ah, es difícil escribir!», me dijo.

Los manuscritos de Trotsky son inmensas páginas con tanta pasta como tinta.

«Mi trabajo no avanza rápidamente… no más que el suyo…».

Es digno de señalarse aquí el tacto extremo de León Trotsky. Me viene a ver: «Usted puede haber pensado que le reprochaba que trabaja lentamente. No. Esa no fue mi intención. Sé lo que usted hace…».

Pero a veces se indigna, cuando quiero defender nuestra sintaxis francesa contra sus flagrantes violaciones.

Yo había escrito una oración cuya construcción era esquemáticamente la siguiente: «Comme il m’avait dit ceci, que d’autre part il aggsait de telle maniére et qu’enfin l’idée qu’il se faisait…». [Como me había dicho eso, dado que por otra parte actuaba de tal modo, y por otra parte, dado que la idea que él estaba desarrollando…]

Ah, camarada Parijanine, ¿por qué todos esos que?

Que sustituye regularmente a comme en una cantidad de subordinadas…

—¡Ah, camarada, camarada! Busque alguna otra cosa… Saque esos que…

—La sintaxis…

—¡Sí, la sintaxis! ¡La Académie…! Pero es pura pedantería —grita Trotsky. (Se revuelve en la silla, irritado, señalándome con sus dedos expresivos)—. ¡Sus que! ¿No sabe que Flaubert detestaba el que? ¡Espere no más! Cuando hagamos la revolución en su país, sus que…

Agaché la cabeza.

—Sí, tal vez… Pero la revolución todavía no se hizo…

Trotsky, bueno y desalentado:

—Está bien, no lo mencionemos más… Deje sus que… Pero pronto me ocuparé de eso… ¡Verá usted!

Y la batalla continúa.

Trotsky admira el estilo de Flaubert y… el de Pascal. Sí, Blas Pascal, el autor de las apologías al cristianismo. El escritor materialista captó las fórmulas rápidas y vigorosas de Pascal, la fuerza explosiva que rompe el flujo copioso y metódico de la prosa francesa. A Trotsky no le gustan los floreos retóricos, los «rellenos» (según lo expresó él mismo). En este aspecto la destreza le parece una debilidad.

Me hace bromas algo irónicas:

—¡Usted escribe como Bossuet, camarada!

—¡Ja, ja! ¡No estaría mal, si pudiera creerle!

¿Pero no se impacienta cuando percibe el recitado rítmico de Flaubert? No, probablemente no, porque encontró en Flaubert, independientemente del ritmo, la fuerza extrema de los contrastes.

Estas no son características de Pascal o de Flaubert sino del propio Trotsky. Indican sus afinidades como escritor. Lo que es más, al reflejar su temperamento no señala de ninguna manera su competencia como crítico, sino su originalidad de hombre hecho para la batalla y la sorpresa de las formulaciones impulsivas. No obstante, es cierto que es muy importante la opinión de Trotsky sobre la cultura socialista en general y la llamada cultura proletaria en particular. Porque determina con precisión las relaciones entre elementos que se complementan: por un lado, los artistas, que por necesidad deben estar a sueldo de la burguesía, por el otro, el miserable nivel cultural del proletariado, que está incluso por debajo de las obras de los llamados escritores proletarios.

Allí reside el aspecto trágico de una situación que sólo cambiará con la revolución. Y esto es lo que León Trotsky denunció con acritud y claridad.

Escritos , Tomo II
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