I
Delilah Bard —una ladrona desde siempre, una maga recientemente y algún día, con suerte, una pirata— corría tan rápido como podía.
«Resiste, Kell», pensó mientras aceleraba por las calles del Londres Rojo, aún aferrada al fragmento de piedra que alguna vez había sido parte de la boca de Astrid Dane. Un souvenir robado en otra vida, cuando la magia y la idea de mundos múltiples eran novedades para ella. Cuando recién había descubierto que la gente podía ser poseída o amarrada como una soga o convertida en piedra.
Fuegos artificiales resonaron a lo lejos, seguidos de hurras y cantos y música, todos los sonidos de una ciudad que celebraba el final del Essen Tasch, el torneo de magia. Una ciudad ajena al horror que ocurría en su propio corazón. Y allá en el palacio, el príncipe de Arnes —Rhy— se estaba muriendo, lo que significaba que en algún lugar, a un mundo de distancia, también moría Kell.
«Kell». El nombre resonó a través de ella con la fuerza de una orden, de una súplica.
Lila llegó a la calle que estaba buscando y trastabilló al detenerse, el cuchillo ya desenvainado, el filo presionado contra la palma de su mano. El corazón le golpeaba el pecho cuando giró para quedar de espaldas al caos y apoyar la mano ensangrentada —y la piedra aún en ella— contra la pared más cercana.
Lila había hecho este viaje dos veces antes, pero siempre como pasajera.
Siempre usando la magia de Kell.
Nunca la suya.
Y nunca sola.
Pero no había tiempo para pensar, no había tiempo para tener miedo y ciertamente no había tiempo que perder.
Con el pecho agitado y el pulso acelerado, Lila tragó saliva y dijo las palabras con tanta valentía como pudo. Las palabras solo para los labios de los magos de sangre. Para un antari. Como Holland. Como Kell.
—As Travars.
La magia vibró en su brazo y a través de su pecho, y luego la ciudad se tambaleó alrededor de ella, al retorcerse la gravedad mientras el mundo cedía.
Lila pensó que sería fácil o, al menos, simple.
Algo a lo que sobrevivías o no.
Estaba equivocada.