III
Rhy no había ido a buscar a su madre.
La encontró exclusivamente por accidente.
Antes de las pesadillas, siempre había dormido hasta tarde. Se quedaba en la cama toda la mañana, maravillándose de la forma en que sus almohadas se sentían más suaves después de dormir o de cómo la luz se movía contra el techo del dosel. Durante los primeros veinte años de su vida, la cama había sido el lugar favorito de Rhy en el palacio.
Ahora no podía esperar a salirse de ahí.
Cada vez que su cuerpo se hundía en los almohadones, sentía que la oscuridad se acercaba, lo rodeaba con sus brazos. Cada vez que su mente se resbalaba hacia el sueño, las sombras estaban ahí para encontrarlo.
Estos días Rhy se levantaba temprano, desesperado por luz.
No importaba que hubiese pasado la mayor parte de la noche haciendo vigilia en las calles, no importaba que tuviera la cabeza nublada, las extremidades agarrotadas y resentidas y doloridas con el eco de la pelea de otro. La falta de sueño le preocupaba menos de lo que encontraba cuando dormía.
El sol apenas se alzaba sobre el río cuando Rhy se despertó, el resto del palacio probablemente aún estaba plegado en sus propios sueños tormentosos. Podría haber llamado a un sirviente —siempre había dos o tres despiertos—, pero en vez de eso, se vistió él mismo, no con la armadura principesca ni con el rojo y dorado formal, sino con unos suaves pantalones negros que a veces usaba en el interior de las habitaciones del palacio.
La espada fue casi una idea de último momento, el arma desentonaba con el resto de su atuendo. Quizá fuera por la ausencia de Kell. Quizá fuera porque Tieren dormía. Quizá fuera la forma en que su padre se tornaba cada vez más pálido con el paso de los días o quizá simplemente se había acostumbrado a llevarla. Fuera la razón que fuese, Rhy tomó su espada real corta y abrochó el cinturón sobre sus caderas.
Se abrió camino distraídamente hacia el salón, su mente privada de sueño casi esperaba encontrar al rey y la reina tomando el desayuno, pero por supuesto, estaba vacío. Desde ahí vagó hacia la galería, pero dio media vuelta ante los primeros sonidos de voces, bajas y preocupadas y con preguntas que no sabía responder.
Rhy se retiró primero a los cuartos de entrenamiento, llenos con los oficiales exhaustos de la guardia real que quedaban, y luego a la habitación del mapa, donde fue a buscar a su padre, que no estaba ahí. Rhy fue de salón en salón de baile, queriendo paz, silencio, un poco de normalidad, pero encontró plateados, nobles, sacerdotes, magos, preguntas.
Para cuando caminó hasta el Cristal, únicamente quería estar solo.
En lugar de eso, Rhy Maresh encontró a la reina.
Estaba parada en el centro de la enorme habitación de cristal, la cabeza inclinada como en rezo.
—¿Qué estás haciendo, madre? —Las palabras fueron dichas con suavidad, pero su voz hizo eco por el salón vacío.
Emira levantó la cabeza.
—Escucho.
Rhy miró alrededor, como si quizá hubiese algo —o alguien— que no había notado. Pero estaban solos en la enorme sala. Bajo sus pies, el piso estaba marcado con los círculos a medio terminar, comienzos de hechizos hechos cuando el palacio estaba bajo ataque y abandonados cuando el de Tieren había cobrado efecto. El techo se alzaba alto sobre ellos, florecillas envolvían las delgadas columnas de cristal.
Su madre se estiró y pasó los dedos por la más cercana.
—¿Recuerdas —dijo, su voz resonante— cuando creías que las flores de primavera eran comestibles?
Los pasos de Rhy sonaron sobre el piso de vidrio, lo que provocó que la habitación cantara suavemente mientras se acercaba a ella.
—Fue culpa de Kell. Fue él quien insistió en que lo eran.
—Y tú le creíste. Te descompusiste tanto.
—Pero me vengué, ¿te acuerdas?, cuando lo desafié a ver quién podía comer la mayor cantidad de pasteles de verano. No se dio cuenta hasta después del primer mordisco de que los cocineros los habían hecho todos de lima. —Se le escapó una risa suave con el recuerdo de Kell intentando resistir la necesidad de escupir para terminar vomitando en una maceta de mármol—. Nos metimos en unos cuantos líos.
—Lo dices como si alguna vez hubiesen dejado de hacerlo. —La mano de Emira cayó desde la columna—. En los primeros días de mi vida en el palacio, odiaba esta habitación —habló distraídamente, pero Rhy conocía a su madre, sabía que nada de lo que ella decía o hacía era sin sentido.
—¿Ah sí? —le dio pie.
—¿Qué podría ser peor, pensé, que un salón de baile hecho de vidrio? Solo era cuestión de tiempo para que se rompiera. Y entonces, un día, oh, estaba tan enojada con tu padre… no recuerdo por qué… pero quería romper algo, así que vine aquí, a esta frágil habitación y golpeé las paredes, el piso, las columnas. Estrellé las manos contra el cristal y el vidrio hasta que tuve los nudillos en carne viva. Pero no importaba lo que hiciera, el Cristal no se rompía.
—Incluso el vidrio puede ser fuerte —dijo Rhy— si es lo bastante grueso.
Una sonrisa fugaz, ahí, y luego ya no y luego ahí de nuevo, la primera real, la segunda puesta.
—Crie a un hijo inteligente.
Rhy se pasó una mano por el pelo.
—También me criaste a mí.
Su madre frunció el ceño ante eso, como había hecho ante sus ocurrencias tantas veces antes. Lo arrugó de una forma que le hacía acordar a Kell, lo que no era algo que este admitiría.
—Rhy —dijo—, nunca quise…
Detrás de ellos, un hombre se aclaró la garganta. Rhy se volteó para encontrar al príncipe Col parado a la entrada, sus ropas arrugadas y el pelo revuelto, como si nunca se hubiese ido a dormir.
—Espero no estar interrumpiendo —dijo el veskano, con una tensión sutil en la voz que hizo que el príncipe se inquietara.
—No —respondió la reina con frialdad, al mismo tiempo que Rhy decía que sí.
Los ojos azules de Col se dispararon de uno al otro, claramente registraban su incomodidad, pero no se retiró. En lugar de eso, dio un paso adelante al interior del Cristal y dejó que las puertas se cerraran detrás de él.
—Estaba buscando a mi hermana.
Rhy recordó los moretones en las muñecas de Cora.
—No está aquí.
El príncipe barrió la habitación con la mirada.
—Eso veo —dijo, caminando lentamente hacia ellos—. El palacio es realmente magnífico. —Se movía con un paso relajado, como admirando la habitación, pero sus ojos no dejaban de dispararse de regreso hacia Rhy, hacia la reina—. Cada vez que creo que lo he visto todo, encuentro otra habitación.
Llevaba una espada a la cintura, con una empuñadura cubierta de joyas que marcaba que el filo era de exhibición, aun así los pelos de la nuca de Rhy se erizaron al verla, ante el porte del príncipe, su mera presencia. Y luego la atención de Emira se disparó repentinamente hacia arriba, como si hubiera escuchado algo que Rhy no podía oír.
—Maxim.
El nombre de su padre fue un susurro estrangulado en los labios de la reina y ella comenzó a ir hacia las puertas, solo para detenerse de golpe cuando Col desenfundó su espada.
En ese único gesto, todo en el veskano cambió. Su arrogancia juvenil se evaporó, el aire de despreocupación fue reemplazado por algo nefasto, decidido. Col quizá fuese un príncipe, pero sostenía su espada con el control sosegado de un soldado.
—¿Qué estás haciendo? —exclamó Rhy.
—¿No es obvio? —El agarre de Col se ajustó alrededor de la espada—. Estoy ganando una guerra antes de que empiece.
—Baja tu arma —ordenó la reina.
—Mis disculpas, Su Alteza, pero no puedo.
Rhy buscó los ojos del príncipe con la esperanza de ver la sombra de la corrupción, de encontrar una voluntad retorcida por la maldición que había más allá de los muros del palacio, y sintió un escalofrío cuando los encontró verdes y despejados.
Lo que fuera que Col estuviera haciendo, lo hacía por elección.
En algún lugar detrás de las puertas, se elevó un grito, las palabras apagadas, perdidas.
—Si de algo vale —dijo el príncipe veskano, alzando su espada— realmente solo vine por la reina.
Su madre abrió los brazos, el aire alrededor de sus dedos resplandeció con escarcha.
—Rhy —dijo, su voz una nube de niebla—, corre.
El veskano era rápido, pero Rhy lo era más, o eso pareció cuando la magia de la reina hizo peso sobre las extremidades de Col. El aire helado no fue suficiente para detener el ataque, pero lentificó a Col lo suficiente para que Rhy se lanzara frente a su madre y, entonces, la espada dirigida a ella se clavó en su pecho.
Rhy inhaló con fuerza frente al dolor salvaje del acero penetrándole la piel y por un instante estaba de vuelta en sus cuartos, con una daga insertada entre las costillas y sangre que se derramaba entre sus manos, el horrible ardor de la carne desgarrada que rápidamente daba paso al frío entumecedor. Este dolor era real, era caliente, pero no daba paso a nada.
Podía sentir cada terrible centímetro de metal desde la herida de entrada, justo bajo su esternón, hasta la de salida, debajo de su hombro. Tosió, escupiendo sangre al piso de vidrio, y las piernas amenazaron con ceder bajo su peso, pero se la arregló para mantenerse de pie.
Su cuerpo gritaba, su mente gritaba, pero su corazón seguía latiendo con terquedad, desafiante, alrededor de la espada del otro príncipe.
Rhy tomó aire temblorosamente y levantó la cabeza.
—Cómo… te atreves —gruñó, la boca se le llenó del gusto metálico de la sangre.
El gesto victorioso del rostro de Col se transformó en shock.
—No es posible —tartamudeó y luego dijo, horrorizado—: ¿Qué eres?
—Soy… Rhy Maresh —respondió—. Hijo de Maxim y Emira… hermano de Kell… heredero de esta ciudad… y futuro rey de Arnes.
Las manos de Col cayeron desde el arma.
—Pero deberías estar muerto.
—Lo sé —dijo Rhy, sacando su propia espada para clavar el acero en el pecho de Col.
Era una herida en espejo, pero no había ningún hechizo que protegiera al príncipe veskano. Ninguna magia que lo salvara. Ninguna vida amarrada a la suya. El filo se hundió. Rhy esperaba sentir culpa —o ira o incluso triunfo— cuando el muchacho rubio se desplomó sin vida, pero todo lo que sintió fue alivio.
Rhy respiró hondo con esfuerzo y envolvió la empuñadura de la espada que aún tenía clavada en el pecho. Se liberó, su extensión manchada de rojo.
Dejó que cayera al piso.
Solo entonces escuchó el pequeño ahogo —un grito silencioso— y sintió que los dedos fríos de su madre se apretaban alrededor de su brazo. Se dio vuelta hacia ella. Vio la mancha roja que se expandía por el frente de su vestido donde había penetrado la espada. A través de él. A través de ella. Ahí, justo sobre su corazón. El agujero demasiado pequeño de una herida demasiado grande. Los ojos de su madre encontraron los suyos.
—Rhy —dijo ella, con una pequeña arruga de desconcierto entre las cejas, la misma cara que había hecho cientos de veces cuando él y Kell se metían en problemas, cuando él gritaba o se mordía las uñas o hacía algo que no era principesco.
La arruga se profundizó, incluso cuando sus ojos se volvían brillosos, una mano iba lentamente hacia la herida. Y luego ella se estaba cayendo. Él la sujetó, tropezó cuando el repentino peso rasgó su propio pecho abierto y arruinado.
—No, no, no —dijo mientras se hundía con ella al piso de prisma. No, no era justo. Por una vez, había sido lo bastante rápido. Por una vez, había sido lo bastante fuerte. Por una vez…
—Rhy —dijo ella otra vez, tan suave, demasiado suave.
—No.
Las manos ensangrentadas de su madre buscaron su rostro, intentaron posarse en sus mejillas y fallaron, dejando una mancha roja a lo largo de su mandíbula.
—Rhy…
Las lágrimas de Rhy se derramaron sobre los dedos de su madre.
—No.
La mano cayó y el cuerpo se desplomó contra él, inmóvil, y en esa repentina inmovilidad, el mundo de Rhy se estrechó a la mancha que se expandía, a la arruga que permanecía entre los ojos de su madre.
Solo entonces vino el dolor, que lo dobló al medio con semejante fuerza repentina, semejante peso horrible, que se agarró el pecho y comenzó a gritar.