VIDaga

Rhy estaba sentado sobre su montura, mirando a través de la bruma de Londres en busca de señales de vida.

Las calles estaban demasiado inmóviles, la ciudad demasiado vacía.

En la última hora, no había encontrado ni un solo sobreviviente. Apenas si había visto a alguien, de hecho. Los que estaban bajo la maldición, que se movían como ecos a través del pulso de su vida, se habían retirado a sus hogares, dejando solo la bruma resplandeciente y la putrefacción negra extendiéndose centímetro a centímetro por la ciudad.

Rhy miró el palacio sombra, posado como aceite sobre el río, y por un momento quiso espolear a su caballo hacia el puente de hielo, hasta las puertas de ese lugar oscuro, antinatural. Quería entrar a la fuerza. Enfrentar al rey sombra él mismo.

Pero Kell le había pedido que esperara. «Tengo un plan», había dicho. «¿Confías en mí?».

Y Rhy confiaba.

Dio media vuelta con el caballo.

—Su Alteza —dijo el guardia, al encontrarlo en la bocacalle.

—¿Has encontrado a alguien más? —preguntó Rhy, que sintió que se le estrujaba el corazón cuando el hombre negó con la cabeza.

Volvieron cabalgando en silencio al palacio, el único sonido era el de los cascos que resonaban en las calles desiertas.

«Algo anda mal», le decían sus vísceras.

Llegaron a la plaza y él hizo que su caballo fuera más lento cuando los escalones del palacio aparecieron a la vista. Ahí, a los pies de la escalera, había una joven con un ramo de flores en la mano. Rosas de invierno, sus pétalos blancos de escarcha. Mientras él observaba, ella se arrodilló y colocó el ramo en los escalones. Era un gesto tan común, el tipo de cosa que un plebeyo hubiera hecho un día de invierno normal, una ofrenda, un agradecimiento, una plegaria, pero este no era un día de invierno normal y todo acerca de esto estaba fuera de lugar, con la bruma y las calles desiertas como telón de fondo.

—¿Mas vares? —dijo el guardia cuando Rhy desmontó.

«Algo anda mal», latió su corazón.

—Toma los caballos y entra —ordenó, comenzando a avanzar a pie por la explanada. Y cuando estuvo más cerca, pudo ver la oscuridad salpicada como puntos por las otras flores, caída como gotas al piso de piedra blanca pulida.

La mujer no levantó la mirada, no hasta que él estuvo casi al lado de ella y entonces ella se levantó e inclinó el mentón hacia el palacio, revelando ojos arremolinados con sombras, venas trazadas de negro con la maldición del rey sombra.

Rhy se quedó quieto, pero no retrocedió.

—Todas las cosas suben, todas las cosas caen —dijo, con voz alta y dulce y rítmica, como si estuviese recitando una parte de una canción—. Hasta los castillos. Hasta los reyes.

No notó a Rhy. O eso pensó él, hasta que la mano de ella se disparó hacia adelante y sus dedos delgados le agarraron la placa del antebrazo con tanta fuerza que la armadura se abolló.

—Ahora te ve, príncipe vacío.

Rhy se liberó de un tirón y tropezó hacia atrás contra los escalones.

—Soldadito de juguete roto.

Se puso de pie otra vez.

—Osaron cortará tus hilos.

Rhy mantuvo la espalda hacia el palacio mientras retrocedía para subir un escalón, dos.

Pero en el tercero, se tropezó.

Y en el cuarto, vinieron las sombras.

La mujer lanzó una risita maníaca, el viento hizo ondear sus faldas mientras las marionetas de Osaron se vertían desde las casas y los negocios y los callejones, diez, veinte, cincuenta, cien. Aparecieron en el borde de la explanada del palacio, sujetaban barras de hierro, hachas y espadas, fuego y hielo y piedra. Algunos eran jóvenes y otros viejos, algunos altos y otros apenas más que niños, y todos ellos bajo el hechizo del rey sombra.

—Solo puede haber un castillo —gritó la mujer, siguiendo a Rhy, que subió las escaleras a gachas—. Solo puede haber un…

Una flecha le dio en el pecho, arrojada por un guardia desde arriba. La joven trastabilló un paso, antes de envolver el asta de la flecha con esos mismos dedos delicado, y se la quitó de un tirón. La sangre se derramó por su torso, más negra que roja, pero ella se arrastró tras él unos pocos escalones más antes de que le fallara el corazón; sus extremidades se plegaron, su cuerpo murió.

Rhy llegó al rellano y se dio vuelta para ver su ciudad.

La primera oleada del ataque había llegado a la base de la escalera del palacio. Reconoció a uno de los hombres al frente; pensó por un momento aterrador que era Alucard, hasta que Rhy se dio cuenta de que era el hermano mayor del capitán. Lord Berras.

Y cuando Berras vio al príncipe —y ahora lo veía—, esos ojos oscurecidos por la maldición se entrecerraron y una sonrisa salvaje, siniestra, se extendió por su rostro. Llamas bailaban alrededor de su mano.

—Destrúyanlo —estalló en una voz más grave y dura que la de su hermano—. Destruyan todo.

Era más que una arenga, era la orden de un general, y Rhy se quedó mirando en shock y horrorizado cómo la masa subía raudamente por las escaleras. Sacó su espada cuando algo resplandeció arriba en el cielo, un cometa de fuego lanzado por otro enemigo inadvertido. Un par de guardias lo arrastraron hacia atrás, adentro del palacio, un suspiro antes de que el estallido golpeara contra las defensas y se hiciera añicos en una llamarada de luz, cegadora pero inútil.

Los guardias cerraron las puertas, la vista pesadillesca más allá del palacio reemplazada súbitamente por la madera oscura y la resonancia sorda de la magia poderosa y luego, de forma repugnante, por el sonido de los cuerpos golpeando contra piedra, madera, vidrio.

Rhy se tambaleó hacia atrás desde las puertas y se apresuró hacia el conjunto de ventanas más cercano.

Hasta ese día, Rhy nunca había visto qué pasaba cuando un cuerpo prohibido se arrojaba contra una defensa activa. Al principio, simplemente era repelida, pero a medida que este lo intentaba otra vez y otra vez y otra, el efecto era casi como el del acero contra el hielo grueso, uno se cascaba mientras el otro también se arruinaba. Las defensas del palacio temblaron y se agrietaron, pero también los envenenados. Salía sangre de narices y orejas mientras ellos blandían elementos y arrojaban hechizos y puños contra las paredes, arañaban la base, se arrojaban contra las puertas.

—¿Qué está pasando? —preguntó Isra con ímpetu, al entrar de golpe al vestíbulo. Cuando la líder de la guardia real vio al príncipe, retrocedió un paso e hizo una reverencia—. Su Alteza.

—Busca al rey —dijo Rhy al tiempo que el palacio se sacudía alrededor de él—. Estamos bajo ataque.

Cenefa separación

A este ritmo, las defensas no aguantarían. Rhy no necesitaba facilidad para la magia para darse cuenta de eso. La galería del palacio se sacudió con la fuerza de los cuerpos que se lanzaban contra madera y piedra. Estaban en las márgenes del río. Estaban en las escaleras. Estaban en el río.

Y se estaban matando a sí mismos.

El rey sombra los estaba matando.

Todo alrededor, los sacerdotes se agachaban para dibujar nuevos anillos de concentración en el piso de la galería. Hechizos para concentrar la magia. Para reforzar las defensas.

¿Dónde estaba Kell?

Estallaba una luz contra el vidrio con cada golpe, el hechizo se tensaba para resistir bajo la fuerza del ataque.

El palacio real era un armazón y se estaba resquebrajando.

Las paredes temblaron y varias personas gritaron. Los nobles se acurrucaron en las esquinas. Los magos bloquearon las puertas, preparados para que el palacio cayera. El príncipe Col estaba parado frente a su hermana como un escudo humano, mientras lord Sol-in-Ar daba instrucciones a su séquito en un rápido faronés.

Otro estallido y las defensas se fracturaron, la luz como una telaraña a lo largo de las ventanas. Rhy levantó la mano hacia el vidrio, esperando que se agrietara.

—Sal de ahí —ordenó su madre.

—Todos los magos párense dentro de un círculo —ordenó su padre. Maxim había aparecido en los primeros momentos del ataque, se veía agotado pero decidido. Había sangre salpicada en sus puños y Rhy se preguntó, atontado, si su padre había estado luchando. Tieren estaba a su lado.

—Creí que habías dicho que las defensas resistirían —espetó el rey.

—Contra el hechizo de Osaron —respondió el sacerdote, dibujando otro círculo en el piso—. No contra la fuerza bruta de trescientas almas.

—Tenemos que detenerlos —dijo Rhy. No había trabajado tan duro y salvado a tan pocos solo para ver cómo el resto de su pueblo se destrozaba a sí mismo contra estas paredes.

—Emira —ordenó el rey—, lleva a todo el resto al Cristal.

El Cristal era el salón de baile en el mismísimo centro del palacio, el más lejano a las paredes externas. La reina vaciló, los ojos grandes y perdidos mientras miraba desde Rhy a las ventanas.

—Emira, ahora.

En ese momento, una extraña transformación ocurrió en su madre. Pareció despertarse de un trance; se irguió y comenzó a hablar en un arnesiano claro y firme.

—Brost, Losen, conmigo. Pueden mantener un círculo, ¿verdad? Bien. Ister —dijo, dirigiéndose a una de las sacerdotisas—, ven y monta las defensas.

Las paredes temblaron, con un estruendo profundo y peligroso.

—No resistirán —dijo el príncipe veskano, sacando una espada como si el enemigo fuera de carne y hueso, algo que pudiera ser derribado con el filo.

—Necesitamos un plan —dijo Sol-in-Ar—, antes de que este santuario se transforme en una jaula.

Maxim volteó hacia Tieren.

—El hechizo de sueño. ¿Está listo?

El anciano sacerdote tragó.

—Sí, pero…

—Entonces, por el amor de los Santos —interrumpió el rey—, lánzalo ahora.

Tieren se acercó un paso y bajó la voz.

—Magia de este tamaño y escala requiere un ancla.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Rhy.

—Un mago debe mantener el hechizo en pie.

—Uno de los sacerdotes, entonces… —comenzó a decir Maxim.

Tieren negó con la cabeza.

—Las exigencias de semejante hechizo son demasiado altas. La mente incorrecta se quebrará…

Rhy comprendió de golpe.

—No —dijo—, tú no… —Al mismo tiempo que caía la orden de su padre:

—Hazlo.

El Aven Essen asintió.

—Su Majestad —dijo Tieren y luego agregó—: una vez que empiece no podría ayudarlo con…

—Está bien —interrumpió el rey—. Lo puedo terminar solo. Ve.

—Terco como siempre —dijo el anciano, negando con la cabeza. Pero no discutió, no se quedó. Tieren giró sobre sus talones, su sotana flameando con él, y llamó a tres de sus sacerdotes, que siguieron sus pasos. Rhy se fue corriendo tras ellos.

—¡Tieren! —llamó. El anciano bajó la velocidad, pero no se detuvo—. ¿De qué está hablando mi padre?

—Los asuntos del rey son suyos.

Rhy se paró frente a él.

—Como el príncipe real, exijo saber qué está haciendo.

El Aven Essen entornó los ojos, luego chasqueó los dedos y Rhy sintió que era físicamente obligado a salir del camino, mientras Tieren y sus tres sacerdotes avanzaban en fila, en una ráfaga de sotanas blancas. Él se llevó una mano al pecho, pasmado.

—No te quedes ahí parado, príncipe Rhy —exclamó Tieren—, cuando podrías ayudar a salvarnos a todos.

Rhy se impulsó contra la pared y se apresuró tras ellos.

Tieren lideró el camino por el salón de los guardias a la sala de entrenamiento.

Los sacerdotes habían dejado el espacio casi vacío, habían sacado todas las armaduras y armas y equipos excepto por una sola mesa de madera, en donde había pergaminos y tinta y viales vacíos apoyados de lado, los contenidos, con una textura como de polvo, brillaban en un bol poco profundo.

Incluso ahora, con las paredes que temblaban, un par de sacerdotes estaban trabajando duro, con manos firmes que garabateaban sobre el piso de piedra símbolos que él no podía leer.

—Es hora —dijo Tieren, quitándose la sotana externa.

Aven Essen —dijo uno de los sacerdotes, levantando la mirada—. Los últimos sellos no están…

—Tendrá que bastar. —Desabotonó el cuello y los puños de su túnica blanca—. Anclaré el hechizo —dijo, dirigiéndose a Rhy—. Si me muevo o muero, se romperá. No dejes que eso pase mientras la maldición de Osaron se mantenga.

Todo estaba sucediendo demasiado rápido. Rhy se tambaleó.

—Tieren, por favor…

Pero se quedó callado cuando el anciano se dio vuelta y llevó sus manos curtidas por el tiempo al rostro de Rhy. A pesar de todo, una sensación de calma lo recorrió.

—Si el palacio cae, sal de la ciudad.

Rhy frunció el ceño.

No huiré.

Una sonrisa cansada se extendió por el rostro del anciano.

—Esa es la respuesta correcta, mas vares.

Con eso, se fueron las manos y la oleada de calma desapareció. El miedo y el pánico se dispararon, propagándose de nuevo por la sangre de Rhy, y cuando Tieren cruzó al medio del círculo del hechizo, el príncipe luchó contra la urgencia de sacarlo.

—Recuérdale a tu padre —dijo el Aven Essen— que hasta los reyes están hechos de carne y hueso.

Tieren se dejó caer de rodillas en el centro del círculo y Rhy se vio obligado a retroceder cuando cinco sacerdotes comenzaron a trabajar, moviéndose con fluidez y confianza, como si el palacio no estuviera amenazando con derrumbarse alrededor de ellos.

Uno tomó un bol de arena hechizada y vertió los contenidos granulados alrededor de la línea blanca dibujada del círculo. Los otros tres tomaron sus lugares y el último le dio una vela encendida a Rhy y le explicó qué hacer.

Sostuvo la pequeña llama como si fuera una vida, mientras los cinco sacerdotes unían las manos, con las cabezas agachadas, y comenzaban a recitar un hechizo en un lenguaje que el propio Rhy no hablaba. Tieren cerró los ojos, sus labios se movían al mismo tiempo que el hechizo, que comenzó a hacer eco contra las paredes de piedra, llenado la habitación como humo.

Más allá del palacio, otra voz susurraba por entre las grietas en las defensas.

Déjenme entrar.

Rhy se arrodilló, como le habían dicho que hiciera, y tocó la línea de arena que trazaba el círculo con la vela.

Déjenme entrar.

Los otros continuaron el hechizo, pero cuando el extremo de la arena se encendió como una mecha, los labios de Tieren dejaron de moverse. Inspiró profundo y luego el anciano sacerdote comenzó a exhalar lentamente, vaciando los pulmones mientras el fuego sin llama quemaba el camino alrededor del círculo, dejando una línea de negro carbonizado a su paso.

Déjenme entrar —gruñó la voz, haciendo eco en la habitación, cuando los últimos centímetros de arena se quemaban y lo que quedaba de aire dejaba los pulmones del sacerdote.

Rhy esperó que Tieren respirara otra vez.

No lo hizo.

La figura arrodillada del Aven Essen se desplomó hacia un costado y los otros sacerdotes estaban ahí para atraparlo antes de que golpeara el suelo. Bajaron su cuerpo a la piedra, lo acostaron dentro del círculo como si fuese un cadáver, pusieron una almohada bajo su cabeza y entrelazaron sus dedos. Uno tomó la vela de las manos de Rhy y la colocó en las manos del anciano.

La llama parpadeante de repente se estabilizó.

Toda la habitación contuvo la respiración cuando el palacio tembló una última vez y luego quedó en silencio.

Más allá de los muros, los susurros y los gritos y los puños que golpeaban y los cuerpos… todo se detuvo, un silencio pesado cayó sobre la ciudad como un manto.

El hechizo estaba hecho.

Conjuro de luz
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