I
Cuando la bota de Kell cruzó el umbral, el dolor le estalló en el pecho. Era como si las paredes del palacio de Osaron hubieran silenciado la conexión y ahora, sin esos limitadores, el cordón se ponía tirante y cada paso llevaba a Kell más cerca del sufrimiento de Rhy.
Lila ya había sacado dos cuchillos, pero el palacio estaba vacío alrededor de ellos, el salón despejado. La magia de Tieren había funcionado, había despojado al monstruo de sus muchas marionetas, pero aun así Kell sentía la tensión nerviosa de Lila en sus propias extremidades, veía la misma preocupación también reflejada en el rostro inescrutable de Holland.
Había una discordancia en este lugar, como si hubiesen salido de Londres fuera del tiempo, fuera de la vida misma, y entrado a un lugar que ni siquiera existía del todo. Era magia sin equilibrio, poder sin reglas, y estaba muriendo, cada superficie cubierta lentamente con el paño mortuorio negro brilloso de la naturaleza quemada hasta la nada.
Pero en el centro de la enorme sala, Kell lo sintió.
Un pulso de vida.
Un corazón latiendo.
Y entonces, cuando los ojos de Kell se adaptaron a la luz baja, vio a Rhy.
Su hermano estaba colgado a varios metros del piso, suspendido dentro de una red de hielo, sujetado en alto por una docena de puntas filosas que penetraban y atravesaban el cuerpo del príncipe; las superficies escarchadas, rojas.
Rhy estaba vivo, pero solo porque no podía morir.
Su pecho trastabillaba y jadeaba. Tenía lágrimas congeladas en las mejillas. Movía los labios, pero sus palabras se perdían. Su sangre, un enorme charco oscuro debajo.
«¿Es esto tuyo?», había preguntado Rhy cuando eran niños y Kell se había cortado las muñecas para sanarlo. «¿Es todo esto tuyo?».
Ahora la sangre de Rhy salpicaba bajo las botas de Kell, que corría hacia adelante con un aire metálico en la boca.
—¡Espera! —llamó Lila.
—Kell —advirtió Holland.
Pero si era una trampa, ya habían sido atrapados. Atrapados en cuanto entraron al palacio.
—Resiste, Rhy.
Ante la voz de Kell, las pestañas de Rhy se agitaron. Este intentó levantar la cabeza, pero no pudo.
La mano de Kell ya estaba mojada con su propia sangre cuando llegó al lado de su hermano. Hubiera derretido el hielo con un solo toque, una palabra, si hubiese tenido la oportunidad.
En lugar de eso, sus dedos se detuvieron a unos centímetros del hielo, bloqueados por la voluntad de otro. Kell luchó contra el agarre de la magia mientras una voz se derramaba desde las sombras detrás del trono.
—Eso es mío.
La voz venía de ningún lado. De todos lados. Y sin embargo, estaba contenida. Ya no era una construcción de sombra y magia, sino delimitada por labios y dientes y pulmones.
Ella caminó hasta la luz, el cabello rojo se alzaba en el aire alrededor de su rostro, como atrapado por un viento imaginario.
Ojka.
Kell la había seguido.
Había escuchado sus mentiras en el patio del palacio —las palabras mezcladas con duda y furia para formar algo venenoso— y había permitido que lo llevara por una puerta en el mundo a una trampa.
Y cuando vio a Ojka ahora, tembló.
Lila la había matado.
La había enfrentado en el pasillo más allá del cual Kell gritaba tras una puerta, y Rhy que agonizaba a un mundo de distancia; no había tenido otra opción más que luchar, había perdido un ojo de vidrio antes de cortar la garganta de la mujer.
Y cuando vio a Ojka ahora, sonrió.
Holland la había hecho.
La había sacado de las calles de Kosik, los callejones que habían moldeado su propio pasado tantos años atrás, y le había dado la oportunidad que Vortalis le había dado a él, la oportunidad de hacer más, de ser más.
Y cuando vio a Ojka ahora, se paralizó.