IV
El mercado llamaba a Delilah Bard.
No podía ver los hilos de magia como Alucard, no podía leer los hechizos como Kell, pero la tracción estaba ahí de todos modos, seductora como monedas nuevas, joyas delicadas, armas filosas.
Tentación: esa era la palabra adecuada, la necesidad de permitirse mirar, tocar, tomar.
Pero ese brillo, esa promesa tácita —de fuerza, de poder— le hacía acordar a Lila a la espada que había encontrado allá atrás en el Londres Gris, a la forma en que la magia de Vitari la llamaba a través del metal, sonando promesas. Casi todo en su vida había cambiado desde esa noche, pero aún no confiaba en esa clase de deseo ciego, insaciable.
Así que esperó.
Esperó hasta que los sonidos más allá de la puerta se detuvieran, esperó a que Kell y Alucard se fueran, esperó hasta que no quedara nada ni nadie para detenerla, hasta que Maris estuvo sola y el deseo en su pecho de se hubo enfriado en algo duro, filoso, utilizable.
Y entonces entró.
La anciana estaba en su escritorio, sujetando el reloj de Lila en una mano nervuda ahuecada, como si fuese una fruta madura, mientras pasaba una uña por la superficie de cristal.
«No es Barron», se dijo a sí misma Lila. «Ese reloj no es él. Es solo una cosa y las cosas están hechas para usarlas».
El perro suspiró bajo los pies de Maris y debió haber sido un truco de la luz, porque la reina del mercado se veía… más joven. O al menos, tenía unas arrugas de ancianidad menos.
—¿No hay nada que te guste, cariño? —dijo Maris sin levantar la vista.
—Sé lo que quiero.
Entonces, Maris dejó el reloj en el escritorio, con un sorprendente grado de cuidado.
—Y sin embargo, tienes las manos vacías.
Lila señaló el legador que colgaba del cuello de la mujer.
—Eso es porque lo estás usando.
La mano de Maris se alzó lentamente.
—¿Esta cosa vieja? —dijo con reparo, haciendo girar el legador entre sus dedos como si fuese un simple dije.
—¿Qué puedo decir? —dijo Lila con indiferencia—. Tengo una debilidad por las cosas anticuadas.
Una sonrisa partió el rostro de la anciana, la inocencia descartada como la piel de una serpiente.
—Sabes lo que es.
—Un pirata inteligente mantiene el tesoro más valioso cerca.
Los ojos arenosos de Maris regresaron al reloj de plata.
—Buen punto. ¿Y si me niego?
—Dijiste que todo tiene un precio.
—Quizá mentí.
Lila sonrió y dijo sin malicia:
—Entonces quizá simplemente lo rebane de tu cuello arrugado.
Una risa cavernosa.
—No serías la primera en intentarlo, pero no creo que eso termine bien para ninguna de las dos. —Siguió la línea del dobladillo de su túnica blanca—. No creerías lo difícil que es salir de estas malditas ropas. —Maris tomó el reloj otra vez, lo sopesó en su mano—. Debes saber que no suelo aceptar cosas sin poder, pero están aquellos pocos que se dan cuenta de que los recuerdos arrojan sus propios hechizos, que se inscriben en un objeto igual que la magia, esperando a ser revividos (o desmenuzados) por dedos astutos. Otra ciudad. Otro hogar. Otra vida. Todo amarrado en algo tan simple como una taza, un abrigo, un reloj de plata. El pasado es una cosa poderosa, ¿no crees?
—El pasado es el pasado.
Una mirada fulminante.
—Las mentiras no van bien conmigo, señorita Bard.
—No estoy mintiendo —dijo Lila—. El pasado es el pasado. No vive en ninguna cosa. Ciertamente no vive en algo que puede ser entregado. Si así fuera, acabo de entregarte todo lo que fui, todo lo que soy. Pero no puedes tener eso, ni siquiera por una inspección a todo tu mercado. —Lila intentó que sus pulsaciones bajaran la velocidad antes de continuar—. Lo que sí puedes tener es un reloj de plata.
Maris le sostuvo la mirada.
—Lindo discurso. —Levantó el legador sobre su cabeza y lo apoyó en el escritorio al lado del reloj. Su rostro no reveló esfuerzo alguno, pero cuando el objeto golpeó la madera, hizo un sonido sólido, como si pesara mucho más de lo que parecía, y los hombros de la mujer parecieron más livianos con su ausencia—. ¿Qué me darías?
Lila ladeó la cabeza.
—¿Tú qué quieres?
Maris se inclinó hacia atrás y cruzó las piernas, una bota blanca fue a descansar sobre la espalda del perro. A este no pareció importarle.
—Te sorprendería saber con qué poca frecuencia la gente lo pregunta. Vienen aquí creyendo que querré su dinero o poder, como si tuviera necesidad de eso.
—¿Por qué manejas este mercado, entonces?
—Alguien tiene que supervisar las cosas. Llámalo una pasión o un hobby. Pero en cuanto a la pregunta del pago… —Se sentó hacia adelante—. Soy una mujer vieja, señorita Bard, más de lo que parece, y solo quiero una cosa.
Lila levantó el mentón.
—¿Y qué es?
Maris extendió los brazos.
—Algo que no tenga.
—Es mucho pedir, por lo que se ve, teniendo en cuenta este lugar.
—En realidad, no —dijo Maris—. Quieres el legador. Te lo venderé por el precio de un ojo.
A Lila se le revolvió el estómago.
—Sabes —dijo, luchando por mantener un tono airoso—, necesito el que tengo.
Maris soltó una carcajada.
—Lo creas o no, cariño, no me dedico a dejar a mis clientes ciegos. —Estiró la mano—. Con el roto es suficiente.
Lila observó cómo la tapa de una pequeña caja negra se cerraba sobre su ojo de vidrio.
El costo había sido más grande, la pérdida, mayor de lo que había pensado cuando aceptó. El ojo siempre había sido inútil, sus orígenes tan extraños y olvidados como el accidente que se había llevado el verdadero. Se preguntó sobre eso, obviamente —la labor tan extraordinaria que debía ser robado—, pero así y todo, Lila no era sentimental. Nunca había sentido demasiado apego por la bola de vidrio, pero en cuanto no estuvo, se sintió repentinamente mal, expuesta. Una deformidad en exhibición, una ausencia ahora visible.
«Es tan solo una cosa», se dijo a sí misma otra vez, «y las cosas están hechas para usarlas».
Cerró los dedos con más fuerza alrededor del legador, disfrutando el dolor que le cortaba la mano.
—Las instrucciones están escritas en un costado —estaba diciendo Maris—, pero quizá debería haber mencionado que el recipiente está vacío. —La expresión de la mujer se tornó vil, como si se las hubiese ingeniado para engañarla. Como si creyera que Lila estaba tras los restos del poder de alguien en lugar del dispositivo mismo.
—Bien —dijo con simpleza—, mejor todavía.
Los labios finos de la anciana se curvaron, entretenidos, pero si la mujer quiso saber algo más, no preguntó. Lila comenzó a avanzar hacia la puerta, peinándose el pelo para que cayera sobre el ojo que le faltaba.
—Un parche puede ser de ayuda —dijo Maris, apoyando algo sobre la mesa—. O quizá esto.
Lila regresó.
La caja era pequeña y blanca y estaba abierta y, al principio, parecía vacía, nada salvo por un retazo de terciopelo negro aplastado que forraba sus lados. Pero entonces la luz se corrió y el objeto atrapó el sol y destelló ligeramente.
Era una esfera más o menos del tamaño y de la forma de un ojo.
Y de color negro sólido.
—Todos conocen la marca de un antari —explicó Maris—. El ojo completamente negro. Era una moda, ah, cerca de un siglo atrás; aquellos que perdían un ojo en batalla o por accidente y se encontraban necesitados de uno falso se ponían uno de vidrio ennegrecido, haciéndose pasar por más de lo que eran. Algunos eran retados a duelos que no podían ganar, otros fueron secuestrados o asesinados por su magia y algunos simplemente no pudieron soportar la presión. Así estos ojos se volvieron bastante raros —dijo Maris—. Casi tanto como tú.
Lila no se dio cuenta de que había cruzado la habitación hasta que sintió que sus dedos acariciaban la superficie lisa del vidrio negro. Pareció vibrar bajo su contacto, como queriendo ser sujetado.
—¿Cuánto?
—Llévalo.
Lila levantó la vista.
—¿Un regalo?
Maris se rio suavemente, un sonido como el del vapor al escapar de una pava.
—Este es el Ferase Stras —dijo—. Nada es gratis.
—Ya te he dado mi ojo izquierdo —gruñó Lila.
—Y si bien para algunos ojo por ojo es suficiente… Por este —dijo, empujando la caja hacia Lila—, necesitaré algo más valioso.
—¿Un corazón?
—Un favor.
—¿Qué clase de favor?
Maris se encogió de hombros.
—Supongo que lo sabré cuando lo necesite. Pero cuando te llame, vendrás.
Lila dudó. Era un trato peligroso, lo sabía, de la clase que los villanos sonsacaban a las damiselas en los cuentos de hadas y los demonios obtenían de los hombres perdidos, pero aun así se escuchó a sí misma responder una sola palabra vinculante.
—Sí.
La sonrisa de Maris se abrió más.
—Anesh —dijo—. Pruébatelo.
Cuando lo tuvo puesto, Lilas se paró frente al espejo y parpadeó furiosamente ante el cambio de apariencia, la asombrosa diferencia de una sombra sobre su rostro, un pozo de oscuridad tan completo que se registraba como una ausencia. Como si una pieza suya faltara; no un ojo, sino un ser completo.
La muchacha del Londres Gris.
La que robaba de los bolsillos y tajeaba carteras y se moría de frío en las noches de invierno con solo el orgullo como abrigo.
La que no tenía familia, ni mundo.
Este ojo nuevo se veía asombrosamente extraño, impropio y sin embargo adecuado.
—Ahí está —dijo Maris—. ¿No es mejor así?
Y Lila sonrió, porque lo era.