III
Kell siguió lanzándose contra la jaula de metal por mucho tiempo más, después de que la puerta se hubo cerrado con fuerza y el cerrojo se hubo deslizado a su lugar. Su voz todavía hacía eco contra las paredes de piedra blanca. Había gritado hasta quedarse ronco. Aun así, nadie se había acercado. El miedo latía en él, pero lo que más asustaba a Kell era el aflojamiento, el dislocamiento de una conexión vital, la sensación de pérdida en expansión.
Apenas podía sentir el pulso de su hermano.
Apenas podía sentir nada que no fuera el dolor en sus muñecas y un frío horrible y entumecedor. Se retorció contra el marco metálico, luchó contra los amarres, pero se mantuvieron firmes. Las palabras del encantamiento estaban garabateadas en los costados del aparato y pese a que había una gran cantidad de sangre de Kell frotada sobre el acero, el collar que le rodeaba el cuello bloqueaba todo lo que necesitaba. Todo lo que tenía. Todo lo que era. El collar arrojaba una sombra sobre su mente, una película de hielo sobre sus pensamientos, una pena y un temor gélidos y una ausencia de toda esperanza que lo atravesaba. Ausencia de fuerza. «Ríndete», susurraba por su sangre. «No tienes nada. No eres nada. No tienes poder».
Nunca había estado sin poder.
No sabía cómo estar sin poder.
El pánico se alzó en lugar de la magia.
Tenía que escapar.
De esta jaula.
De este collar.
De este mundo.
Rhy había tajeado una palabra en su propia piel para traer a Kell a casa y él se había dado vuelta y se había ido otra vez. Había abandonado al príncipe, a la corona, a la ciudad. Había seguido a una mujer de blanco a través de una puerta en el mundo porque ella le dijo que lo necesitaban, le dijo que podía ayudar, le dijo que era su culpa, que tenía que arreglarlo.
Kell sintió que el corazón le flaqueaba en el pecho.
No, no era su corazón. Era el de Rhy. Una vida amarrada a la suya con magia que ya no tenía. El pánico se reavivó, un aire cálido contra el frío insensibilizante, y Kell se aferró a él para luchar contra el temor hueco del collar. Se enderezó dentro del marco, apretó los dientes y tiró contra las esposas hasta que sintió el crac de un hueso en su muñeca, el desgarro de músculos. Cayeron gotas espesas de sangre al piso, un rojo vibrante pero inútil. Reprimió un grito mientras el metal se arrastraba contra —y dentro de— la piel. El dolor le subió como un filo por el brazo, pero siguió tirando y el metal rasgó músculo y luego hueso hasta que finalmente su mano derecha estuvo libre.
Kell se dejó caer hacia atrás con un grito sordo e intentó envolver el collar con los dedos sangrientos y débiles, pero en cuanto tocó el metal, un frío horrible y punzante le subió como un disparo por el brazo y le inundó la cabeza.
—As Steno —rogó. Romper.
No pasó nada.
No hubo poder que se alzara para unirse con la palabra.
Kell dejó escapar un sollozo y se dejó caer contra el marco. La habitación se movió y se estrechó y sintió que su mente se escurría hacia la oscuridad, pero se obligó a mantener el cuerpo erguido, se obligó a tragar la bilis que le trepaba por la garganta. Cerró la mano despellejada y astillada alrededor del brazo que aún tenía atrapado y comenzó a tirar.
Pasaron minutos —pero los sintió como horas, años— hasta que Kell finalmente logró soltarse.
Salió del marco a los tropezones y tambaleándose. Las esposas de metal le habían dejado cortes profundos —demasiado profundos— en las muñecas y la piedra blanca bajo sus pies estaba roja y resbaladiza.
«¿Es tuyo esto?», susurró una voz.
Un recuerdo del rostro joven de Rhy retorcido de horror ante la imagen de los antebrazos arruinados de Kell, del pecho del príncipe manchado de sangre.
«¿Es tuyo todo esto?».
Ahora del collar caían gotas rojas, Kell tironeaba del metal. Le dolían los dedos por el frío cuando encontró el cerrojo y lo sacudió, pero este de todas formas resistió.
Tenía que levantarse.
Tenía que regresar al Londres Rojo.
Tenía que detener a Holland, detener a Osaron.
Tenía que salvar a Rhy.
Tenía que, tenía que, tenía que… pero en ese momento, todo lo que Kell pudo hacer fue yacer sobre el mármol frío, donde el calor se expandía junto con el charco rojo a su alrededor.