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Kell vestía un abrigo que ondeaba en el viento.
No era ni rojo de la realeza ni negro de mensajero ni plateado de competencia. Este abrigo era de simple lana gris. No estaba del todo seguro de si era nuevo o viejo o algo intermedio, solo que nunca lo había visto antes. No hasta esa mañana cuando, dando vuelta el abrigo más allá del rojo y el negro, se había encontrado con un lado que no reconoció.
Este nuevo abrigo tenía el cuello alto y bolsillos profundos y sólidos botones negros que recorrían el frente. Era un abrigo para tormentas y mareas fuertes y los Santos sabían qué más.
Tenía planeado averiguarlo, ahora que era libre.
La libertad en sí misma era una cosa vertiginosa. A cada paso, Kell se sentía desorientado, como si pudiera irse a la deriva. Pero no, había una soga, invisible pero fuerte como el acero, que iba entre su corazón y el de Rhy.
Se estiraría.
Los mantendría en contacto.
Kell se abrió camino por los embarcaderos, pasó ferris y fragatas, naves locales, las confiscadas a los veskanos y los esquifes faroneses, barcos de todo tamaño y forma, mientras buscaba el Aguja Nocturna.
Debería haber sabido que ella elegiría ese, con casco oscuro y velas azules.
Avanzó todo el camino hasta la rampa del barco sin mirar atrás, pero ahí finalmente flaqueó y se dio vuelta, para contemplar el palacio una última vez. Vidrio y piedra, oro y luz. El corazón palpitante de Londres. El sol naciente de Arnes.
—¿Te estás arrepintiendo?
Kell estiró el cuello para ver a Lila apoyada en el barandal del barco, el viento estival le revolvía la oscura melena corta.
—Para nada —dijo—. Solo disfruto la vista.
—Bueno, vamos, antes de que decida navegar sin ti. —Se dio media vuelta, dando órdenes a la tripulación del barco como una verdadera capitana, y los hombres a bordo escucharon y obedecieron todos. Se pusieron manos a la obra con una sonrisa, arrojaron las sogas y levaron el ancla como si no pudiesen esperar para zarpar. No podía culparlos. Lila Bard era una fuerza que merecía respeto. Ya fuera que sus manos estuviesen llenas de cuchillos o fuego, su voz baja y persuasiva o cubierta de acero, ella parecía sostener el mundo en sus manos. Quizá así fuera.
Después de todo, ya se había adueñado de dos Londres.
Era una ladrona, una fugitiva, una pirata, una maga.
Era feroz y poderosa y aterradora.
Era un misterio.
Y él la amaba.
Un cuchillo se clavó en el muelle entre los pies de Kell y él saltó.
—¡Lila! —gritó.
—¡Nos vamos! —respondió ella desde cubierta—. Y tráeme ese cuchillo de regreso —agregó—. Es mi favorito.
Kell negó con la cabeza y liberó el cuchillo de donde se había atascado en la madera.
—Todos son tus favoritos.
Cuando subió a bordo, la tripulación no se detuvo, no hizo reverencias, no lo trató como nada más que otro par de manos y pronto el Aguja salió de los muelles y las velas atraparon la brisa matinal. El corazón le golpeaba el pecho y cuando cerró los ojos, pudo sentir un latido gemelo, un eco del propio.
Lila vino a pararse al lado de él y él le devolvió el cuchillo. Ella no dijo nada, guardó el filo en alguna funda escondida y apoyó el hombro contra el de él. La magia corría entre ellos como una corriente, una cuerda, y él se preguntó quién habría sido ella si se quedaba en el Londres Gris. Si nunca le hubiese robado del bolsillo, si nunca hubiese secuestrado los contenidos para obtener aventuras a cambio.
Quizá nunca hubiese descubierto la magia.
O quizá simplemente hubiera cambiado su propio mundo en lugar del de Kell.
Los ojos de Kell se fueron al palacio una última vez y él creyó que casi podía divisar la forma de un hombre parado solo en un balcón alto. A esta distancia, era poco más que una sombra, pero Kell podía ver el aro de oro destellando en su cabeza, cuando una segunda figura vino a pararse al lado del rey.
Rhy levantó la mano y lo mismo hizo Kell, una sola palabra sin decir entre ellos.
Anoshe.