IDaga

Londres Gris

Ned Tuttle se despertó cuando alguien tocó a la puerta.

Ya terminaba la mañana y se había quedado dormido sobre una mesa de la taberna, las muescas del pentagrama de las maderas ahora marcadas en su rostro como los pliegues de una sábana.

Se incorporó, perdido un momento entre donde estaba y donde había estado.

Los sueños eran cada vez más extraños.

Todas las veces, se encontraba en un lugar distinto —en un puente que daba a un río negro, mirando hacia arriba a un palacio de mármol y carmesí y dorado— y todas las veces estaba perdido.

Había leído sobre hombres que podían caminar a través de los sueños. Podían proyectarse a sí mismos a otros lugares, otros tiempos; pero cuando caminaban, podían hablar con las personas y aprender cosas y siempre regresaban más sabios. Cuando Ned dormía, únicamente se sentía más y más solo.

Se movía como un fantasma a través de las muchedumbres de hombres y mujeres que hablaban idiomas que nunca había escuchado, cuyos ojos estaban inundados de sombras y con los bordes encendidos de luz. A veces parecían no verlo y otras veces lo veían, y esas eran las peores, porque entonces se estiraban para agarrarlo, arañarlo, y tenía que salir corriendo y todas las veces que huía, terminaba perdido. Y entonces escuchaba esa voz peculiar; el murmullo y el susurro, bajo y suave y constante como el agua sobre las rocas, las palabras apagadas por algún velo invisible entre ellos. Una voz llegaba como aquellas manos sombra que le cerraban los dedos alrededor de la garganta.

A Ned le latían las sienes a tempo con los golpes a la puerta, se estiró para tomar el vaso que había en la mesa que hasta recién le había servido de cama. Al darse cuenta de que el vaso estaba vacío, maldijo y tomó la botella que estaba justo tras sus dedos y la blandió de una forma que le hubiese ganado un reproche si todavía estuviera en su casa. En la misma mesa, desparramados, había papeles, tinta, el juego elemental que le había traído el caballero que se lo había comprado a Kell. Este último ítem repiqueteaba esporádicamente como si estuviese poseído (y lo estaba, los trocitos de hueso y piedra y las gotas de agua estaba intentando salir). Ned pensó, adormilado, que quizá habían sido la fuente de los golpes, pero cuando puso la mano firmemente sobre la caja, el sonido aún llegaba desde la puerta.

—Voy —exclamó con voz ronca, al hacer una pausa para que su cabeza dejara de dar vueltas, pero cuando se levantó y giró hacia la puerta de la taberna, quedó boquiabierto.

La puerta se golpeaba a sí misma, sacudiéndose hacia adelante y atrás en su propio marco, forcejando contra la traba. Ned se preguntó si afuera soplaba un viento fuerte, pero cuando abrió las persianas, el cartel de la taberna estaba tan quieto como la muerte, bajo la luz de las primeras horas de la mañana.

Un escalofrío lo recorrió. Siempre había sabido que este lugar era especial. Había escuchado los rumores de los clientes tiempo atrás cuando había sido uno de ellos y ahora estos se inclinaban hacia adelante en sus banquetas para preguntarle a él, como si él supiera más que ellos.

—¿Es verdad…? —comenzaban a decir y la frase terminaba con una docena de preguntas diferentes.

—¿Qué este lugar está embrujado?

—¿Qué está construido sobre una línea ley?

—¿Qué está apoyado sobre dos mundos?

—¿Qué no pertenece a ninguno?

«Es verdad, es verdad», y Ned solo sabía que fuera lo que fuese, lo había atraído y ahora estaba atrayendo algo más.

La puerta siguió con su golpeteo fantasmal mientras Ned subía las escaleras a los tropezones y entraba a su habitación para buscar en los cajones. Finalmente encontró su ramo más grande de salvia y su libro de hechizos predilecto.

Estaba a mitad de camino por las escaleras, cuando el ruido cesó.

Ned regresó a la taberna, se persignó por las dudas, y dejó el libro sobre la mesa para pasar las páginas, hasta que encontró un párrafo para desterrar las energías negativas.

Fue hasta el hogar, atizó las brasas que quedaban del fuego de esa noche y las tocó con el extremo del ramo de salvia hasta que este se encendió.

—Expulso la oscuridad —entonó, barriendo el aire con la salvia—. No es bienvenida —continuó, siguiendo el contorno de ventanas y puertas—. Váyanse espíritus y demonios y fantasmas malvados, porque este es un lugar de…

Se quedó callado al ver que el humo de la salvia se retorcía en el aire alrededor de él y comenzaba a hacer formas. Primero bocas y luego ojos, rostros pesadillescos que se dibujaban en las pálidas nubes de humo alrededor de él.

Eso no era lo que tenía que pasar.

Ned buscó a tientas una tiza y se arrodilló para dibujar un pentagrama en el piso de la taberna. Se colocó dentro, deseando tener un poco de sal también, pero reacio a aventurarse hacia detrás de la barra mientras alrededor de él las grotescas caras crecían y se desarmaban y volvían a crecer, con bocas que bostezaban ampliamente, como si rieran o gritaran… pero el único sonido que salía de ellas era esa voz.

La de sus sueños.

Estaba cerca y lejos, la clase de voz que parece venir desde la otra habitación y de otro mundo al mismo tiempo.

—¿Qué eres? —preguntó con ímpetu Ned, su voz temblorosa.

Soy un dios —dijo esta—. Soy un rey.

—¿Qué quieres? —preguntó Ned, porque todos sabían que los espíritus tenían que decir la verdad. ¿O esas eran las hadas? Dios…

Soy justo —dijo la voz—. Soy misericordioso.

—¿Cómo te llamas?

Venérenme y haré grandes cosas…

—Respóndeme.

Soy un dios… soy un rey…

Fue entonces que Ned se dio cuenta de que, fuera lo que fuese, estuviera donde estuviese, la voz no le estaba hablando a él. Estaba recitando líneas, repitiendo las palabras como uno haría con un hechizo. O un llamado.

Ned comenzó a salir del pentagrama, su pie se resbaló sobre algo liso. Al bajar la vista, vio una pequeña mancha de negro sobre el viejo piso de madera, del tamaño de una moneda grande. Al principio, creyó que se trataba de una bebida derramada que no había visto, los restos de la bebida de alguno, congelados por la reciente oleada de frío. Pero la habitación, en realidad, no estaba fría y cuando Ned tocó el extraño tizne negro, tampoco lo estaba. Le dio un golpecito con la uña y sonó casi como vidrio y luego, antes sus ojos, la mancha comenzó a expandirse.

El golpeteo recomenzó, pero esta vez una voz muy humana detrás de la puerta llamó:

—¡Ey, Tuttle! ¡Ábreme!

Ned miró desde la puerta hasta los rostros de humo que se disipaban en el aire, y luego al manchón de oscuridad creciente en el piso y gritó la respuesta.

—Está cerrado.

Las palabras fueron respondidas con un insulto refunfuñado y el ruido de botas arrastradas, y en cuanto el hombre se hubo ido, Ned se levantó, colocó una silla contra la puerta cerrada, por si acaso, regresó al libro abierto y comenzó a buscar un hechizo más fuerte.

Conjuro de luz
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