III
Kell se paró frente a la celda de Holland, esperando a que el hombre hablara.
No lo hizo. Ni siquiera alzó la vista para encontrar la mirada de Kell. Los ojos del hombre estaban fijos en algo en la distancia, más allá de los barrotes, de las paredes, de la ciudad. Una furia helada ardía en ellos, pero parecía dirigida hacia adentro tanto como hacia afuera, a sí mismo y al monstruo que había envenenado su mente, robado su cuerpo.
—Tú me llamaste a mí —dijo Kell finalmente—. Supuse que tenías algo que decirme.
Cuando Holland siguió sin responder, se dio media vuelta para irse.
—Ciento ochenta y dos.
Kell miró hacia atrás.
—¿Qué?
La atención de Holland seguía explícitamente en otro lado.
—Ese es el número de personas que Astrid y Athos Dane mataron.
—¿Y cuántos mataste tú?
—Sesenta y siete —respondió Holland sin titubear—. Tres antes de convertirme en esclavo. Sesenta y cuatro antes de convertirme en rey. Y ninguno desde entonces. —Por fin, miró a Kell—. Valoro la vida. He causado la muerte. Tú fuiste criado como un príncipe, Kell. Yo he observado cómo mi mundo se marchitaba, día a día, estación a estación, año a año, y lo único que me mantenía en pie era la esperanza de que ser antari por alguna razón. De que podía hacer algo para ayudar.
—Creí que lo único que te mantenía en pie era el hechizo de amarre marcado en tu piel.
Holland ladeó la cabeza.
—Para cuando tú me conociste, lo único que me mantenía en pie era pensar en matar a Athos y Astrid Dane. Y entonces me lo quitaste.
Kell frunció el ceño.
—No me voy a disculpar por privarte de tu venganza.
Holland no dijo nada. Luego continuó:
—Cuando te pregunté qué querías que hiciera cuando me desperté en el Londres Negro, me dijiste que debería haberme quedado ahí. Que debería haber muerto. Pensé en ello. Sabía que Athos Dane estaba muerto. Podía sentir eso. —Las cadenas repiquetearon cuando él alzó la mano para tocar la marca arruinada en su pecho—. Pero yo no lo estaba. No sabía por qué, pero pensé en quién había sido aquellos años antes de que me redujeran al odio, en lo que había querido para mi mundo. Eso fue lo que me llevó a casa. No el miedo a la muerte (la muerte es gentil, la muerte es amable), sino la esperanza de que yo aún fuera capaz de algo más. Y la idea de ser libre… —Parpadeó, como si se hubiera ido.
Las palabras resonaron en el pecho de Kell, acordes en eco.
—¿Qué pasará conmigo ahora? —No había miedo en su voz. No había nada en absoluto.
—Supongo que serás juzgado…
Holland negaba con la cabeza.
—No.
—No estás en posición de exigir nada.
Holland se sentó hacia adelante, tanto como lo dejaron las cadenas.
—No quiero un juicio, Kell —dijo con firmeza—. Quiero una ejecución.