IIDaga

Cuando Kell era niño y no podía dormir, se le había hecho costumbre vagar por el palacio.

El simple acto de caminar apaciguaba algo en él, calmaba sus nervios y aplacaba sus pensamientos. Perdía la noción del tiempo, pero también del espacio, levantaba la vista y se encontraba a sí mismo en una parte extraña del palacio sin saber cómo había llegado ahí, con la atención hacia adentro en vez de afuera.

No podía perderse en El Fantasma —todo el barco apenas tenía el tamaño de los aposentos de Rhy—, pero aun así se sorprendió al levantar la vista y darse cuenta de que estaba parado fuera de la celda improvisada de Holland.

El anciano, Ilo, estaba apoyado en una silla en la puerta, tallando en silencio un trozo de madera negra con la forma de un barco solo por tacto y hacía un trabajo bastante bueno. Parecía inmerso en su tarea, tal como lo había estado Kell un momento atrás, pero ahora Ilo se levantó al sentir su presencia y leer en ella un pedido silencioso para que se retirara. Dejó la pequeña madera tallada en la silla. Kell echó una mirada adentro del pequeño cuarto, esperando ver a Holland devolviéndole la mirada, y frunció el ceño.

Holland estaba sentado en el catre con la espalda contra la pared y descansaba la cabeza sobre las rodillas, que tenía levantadas. Una mano estaba esposada a la pared, la cadena colgaba como una correa. Su piel había tomado una palidez grisácea —el mar claramente no le sentaba bien— y su cabello negro, se percató Kell, estaba manchado con nuevas y brillantes canas, como si despojarse de Osaron le hubiese costado algo vital.

Pero lo que más sorprendió a Kell fue el simple hecho de que Holland estaba durmiendo.

Kell nunca había visto a Holland bajar la guardia, nunca lo había visto relajado, mucho menos inconsciente. Y sin embargo, no estaba completamente quieto. Los músculos en los brazos del otro antari se sacudían, tenía la respiración entrecortada, como si estuviese atrapado en una pesadilla.

Kell contuvo la respiración al levantar la silla para sacarla del camino y entró en la habitación.

Holland no se inmutó cuando Kell se acercó, ni cuando se arrodilló frente a la cama.

—¿Holland? —dijo Kell en voz baja, pero el hombre no se movió.

No fue sino hasta cuando la mano de Kell tocó el brazo de Holland que este se despertó. Levantó la cabeza de golpe y se apartó repentinamente, o eso intentó, ya que golpeó la pared del camarote con los hombros. Por un momento su mirada fue amplia y vacía, el cuerpo enroscado, la mente en algún otro lugar. Solo duró un segundo, pero en ese instante, Kell vio miedo. Un miedo profundo, domado, de la clase inducida a los golpes en animales que alguna vez mordieron a sus amos, la cuidadosa compostura de Holland se había deslizado para revelar la tensión subyacente. Y después, parpadeó, una vez, dos veces, los ojos se enfocaron.

—Kell. —Exhaló abruptamente, su postura regresó a la mímica de calma, control, mientras él luchaba con los demonios que acechaban sus sueños—. ¿Vos osch? —preguntó con brusquedad en su propio idioma. ¿Qué es esto?

Kell resistió la urgencia de retroceder ante la mirada del hombre. Apenas habían hablado desde que había ido a la celda de Holland y le había ordenado que se levantara. Ahora, solo dijo:

—Luces enfermo.

El cabello negro de Holland estaba pegado a su rostro con sudor, sus ojos afiebrados.

—¿Preocupado por mi salud? —dijo con voz ronca—. Qué conmovedor.

Comenzó a juguetear distraídamente con el grillete que le rodeaba la muñeca. Debajo del hierro, la piel se veía roja, en carne viva, y antes de que Kell se hubiese decidido del todo, ya se estaba estirando hacia el metal.

Holland se tensionó.

—¿Qué haces?

—¿Qué crees? —dijo Kell, sacando la llave. Los dedos se cerraron alrededor de la esposa, y el frío metal, con su extraño peso entumecedor, lo hizo pensar en el Londres Blanco, en el collar y la jaula y su propia voz gritando.

Las cadenas cayeron, el grillete golpeó contra el piso con suficiente peso y fuerza para marcar la madera.

Holland se miró fijo la piel, el lugar donde había estado la esposa de metal. Flexionó los dedos.

—¿Es esto una buena idea?

—Supongo que ya veremos —dijo Kell, retrocediendo para sentarse en la silla contra la pared contraria. Mantuvo su guardia en alto, la mano cerca de un cuchillo incluso ahora, pero Holland no hizo movimiento alguno para atacar, solo se frotó la muñeca pensativamente.

—Es una sensación extraña, ¿no? —dijo Kell—. El rey me mandó a arrestar. Pasé algún tiempo en esa celda. Con esas cadenas.

Holland levantó una sola ceja oscura.

—¿Cuánto tiempo pasaste encadenado, Kell? —preguntó, con voz llena de desdén—. ¿Fue un par de horas o un día entero?

Kell se quedó callado y Holland negó con la cabeza, tristemente, con un sonido burlón atrapado en la garganta. El Fantasma debió chocar contra una ola, porque se meció y Holland palideció.

—¿Por qué estoy en este barco? —Cuando Kell no respondió, continuó—: O quizá una pregunta mejor es ¿por qué estás tú en este barco?

Kell siguió sin decir nada. El saber era un arma y no tenía intenciones de armar a Holland, no todavía. Pensó que el otro mago insistiría, pero en vez de eso, se acomodó hacia atrás con la cabeza inclinada hacia la ventana abierta.

—Si prestas atención, puedes escuchar el mar. Y el barco. Y la gente en este. —Kell se tensionó, pero Holland continuó—: El Hastra ese tiene una voz de esas que se oyen de lejos. Los capitanes también, a los dos les gusta hablar. Un mercado negro, un contenedor para magia… no tardaré mucho en juntar las piezas.

Entonces no había abandonado el tema.

—Disfruta del desafío —dijo Kell, preguntándose por qué seguía ahí, por qué había venido en primer lugar.

—Si estás planeando un ataque contra Osaron, entonces déjame ayudar. —La voz del otro antari había cambiado y le tomó un momento a Kell darse cuenta de qué había oído un entrelazado con las palabras. Pasión. Ira. La voz de Holland siempre había sido lisa y firme como una roca. Ahora tenía fisuras.

—Ayudar requiere confianza —dijo Kell.

—Difícilmente —contraargumentó Holland—. Solo interés mutuo. —Su mirada atravesó a Kell—. ¿Por qué me trajiste aquí? —volvió a preguntar.

—Te traje con nosotros para que no causaras problemas en el palacio. Y te traje como carnada, con la esperanza de que Osaron nos siguiera. —Era una verdad parcial, pero decirla y la mirada en los ojos de Holland aflojaron algo en Kell. Cedió—. Ese contenedor del que escuchaste hablar… se llama legador. Y lo vamos a usar para contener a Osaron.

—¿Cómo? —preguntó Holland con ímpetu, no incrédulo, sino intenso.

—Es un receptáculo de poder —explicó Kell—. Los magos lo usaban tiempo atrás para legar la totalidad de su magia transfiriéndola a un contenedor.

Holland se quedó callado, pero sus ojos aún estaban brillantes de fiebre. Después de un largo rato, habló otra vez, en voz baja, serena.

—Si quieres que use este legador…

—No es por eso que te traje —interrumpió Kell, demasiado rápido, sin certeza de si lo que Holland estaba suponiendo estaba demasiado lejos o demasiado cerca de la verdad. Ya había considerado el dilema; de hecho, había intentado no pensar en nada más desde que partieron de Londres. El legador requería un sacrificio. Sería uno de ellos. Tenía que serlo. Pero no confiaba en que fuera Holland, quien había caído antes, y no quería que fuera Lila, quien no temía a nada, incluso cuando debía, y sabía que Osaron tenía la vista puesta en él, pero él tenía a Rhy y Holland a nadie y Lila había vivido sin poder y él prefería morir antes que perder a su hermano, a sí mismo… y así daba vueltas y vueltas en su cabeza.

—Kell —dijo Holland seriamente—. Me hago cargo de mis sombras y Osaron es una de ellas.

—Igual que Vitari era la mía —respondió.

«¿Dónde empieza?».

Se puso de pie antes de que pudiera decir algo más, antes de comenzar seriamente a contemplar la idea.

—Podemos discutir acerca de sacrificios honorables cuando tengamos el aparato en la mano. Mientras tanto… —Señaló las cadenas de Holland con la cabeza—. Disfruta del sabor de la libertad. Te daría permiso para caminar por el barco, pero…

—Entre Delilah y Jasta, no llegaría demasiado lejos. —Holland se frotó las muñecas otra vez. Flexionó los dedos. No parecía saber qué hacer con las manos. Finalmente cruzó holgadamente los brazos sobre su pecho, imitando la postura de Kell. Holland cerró los ojos, pero Kell sabía que no estaba descansando. Estaba con la guardia en alto, los pelos del pescuezo erizados.

—¿Quiénes eran? —preguntó en voz baja.

Holland parpadeó.

—¿Qué?

—Las tres personas que mataste antes de los Dane.

La tensión se expandió en el aire.

—No importa.

—Importó lo suficiente para que llevaras la cuenta.

Pero el rostro de Holland ya había regresado a su lugar detrás de la máscara de indiferencia y la habitación se llenó de silencio hasta que los inundó a los dos.

Conjuro de luz
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