III
La sala del mapa real siempre había sido zona prohibida.
Cuando Kell y Rhy eran pequeños, jugaban en todas las habitaciones y pasillos, pero nunca allí. No había sillas en este cuarto. No había pared de libros. No había hogar ni celdas, ni puertas escondidas ni pasajes secretos. Solo la mesa con su enorme mapa. Arnes se elevaba desde la superficie del pergamino como un cuerpo bajo una sábana tirante. El mapa abarcaba la mesa de borde a borde, lleno de detalles, desde la brillante ciudad de Londres en su centro hasta los mismísimos confines del imperio. Diminutos barcos de piedra flotaban sobre mares planos y diminutos soldados de piedra marcaban las guarniciones reales colocadas en las fronteras y diminutos guardias de piedra patrullaban las calles en tropas de cuarzo rosado y mármol.
El rey Maxim les había dicho que las piezas en este tablero tenían consecuencias. Que mover un cáliz era declarar la guerra. Que derribar un barco era condenar a la nave. Jugar con los hombres era jugar con vidas.
La advertencia fue suficientemente disuasiva. Si era o no verdad, ni Rhy ni Kell se atrevieron a probar y arriesgarse a enfurecer a Maxim y a cargar con su propia culpa.
El mapa estaba encantado, de todas maneras: mostraba el imperio como estaba; ahora el río resplandecía como una mancha de petróleo; ahora tentáculos de bruma delgados como humo de pipa vagaban por las calles miniatura; ahora los estadios se erguían abandonados, la oscuridad se alzaba como vapor por todas las superficies.
Lo que no mostraba era a los caídos que rondaban las calles. No mostraba a los supervivientes desesperados, golpeando las puertas de las casas, rogando que los dejaran entrar. No mostraba el pánico, el ruido, el miedo.
El rey Maxim estaba parado ante el borde sur del mapa, sujetando la mesa con las manos, la cabeza inclinada hacia la imagen de su ciudad. A un lado de él estaba Tieren, que parecía haber envejecido diez años en el curso de una sola noche. Al otro estaba Isra, la capitana de la guardia de la ciudad, una londinense de espaldas anchas y cabello negro rapado y mandíbulas fuertes. Las mujeres podían ser raras en la guardia, pero si alguien cuestionaba la posición de Isra, solo lo hacía una vez.
Dos de los consejeros vestra de Maxim, lord Casin y lady Rosec, comandaban el lado oriental del mapa, mientras Parlo y Lisane, los ostra que habían organizado y supervisado el Essen Tasch, ocupaban el occidente. Todos y cada uno de ellos se veían fuera de lugar, aún vestidos para el baile del ganador y no para una ciudad bajo asedio.
Kell se obligó a acercarse al borde septentrional del mapa y se detuvo directamente frente al rey.
—No podemos encontrarle sentido —estaba diciendo Isra—. Parece haber dos tipos de ataque o, mejor dicho, dos tipos de víctimas.
—¿Están poseídos? —preguntó el rey—. Durante la Noche Negra, Vitari tomó a múltiples huéspedes, se expandía como una plaga entre ellos.
—Esto no es posesión —interrumpió Kell—. Osaron es demasiado fuerte para tomar un huésped ordinario. Vitari carcomió cada caparazón que encontró, pero le tomaba horas. Osaron chamuscaría un caparazón en segundos. —Pensó en Kisimyr en la azotea, su cuerpo que se resquebrajaba y se desmoronaba bajo el peso de Osaron—. No tiene sentido intentar poseerlos.
«A menos», pensó, «que sean antari».
—Entonces, por los Santos —preguntó Maxim—, ¿qué está haciendo?
—Parece una especie de enfermedad —dijo Isra.
La ostra, Lisane, tembló.
—¿Los está infectando?
—Está creando marionetas —dijo Tieren con amargura—. Invade las mentes, las corrompe. Y si eso fracasa…
—Los toma por la fuerza —dijo Kell.
—O los mata en el proceso —agregó Isra—. Disminuye la manada, se acaba la resistencia.
—¿Alguna protección? —preguntó el rey, mirando a Kell—. Además de la sangre antari.
—Aún no.
—¿Sobrevivientes?
Un largo silencio.
Maxim se aclaró la garganta.
—No hemos recibido noticias ni de la Casa Loreni ni de la Casa Emery —comenzó a decir lord Casin—. ¿No pueden ser congregados tus hombres…?
—Mis hombres están haciendo todo lo que pueden —estalló Maxim. Al lado de él, Isra le disparó una mirada fría al lord.
—Hemos enviado centinelas a seguir la línea de la bruma —continuó ella con voz firme— y hay un perímetro de la magia de Osaron. Ahora mismo, el hechizo termina siete medidas más allá del borde de la ciudad y talla un círculo, pero nuestros reportes indican que se está expandiendo.
—Está sacando poder de cada vida que toma. —La voz de Tieren era tranquila, pero autoritaria—. Si Osaron no es detenido pronto, su sombra cubrirá Arnes.
—Y luego Faro —intervino Sol-in-Ar, quien entró como un huracán por la puerta. La mano de la capitana se movió hacia su espada, pero Maxim la frenó con la mirada.
—Lord Sol-in-Ar —dijo el rey con frialdad—. No lo llamé.
—Debería haberlo hecho —respondió el faronés, al mismo tiempo que el príncipe Col aparecía detrás de él—, ya que este asunto no solo concierne a Arnes.
—¿Cree que esta oscuridad se detendrá en sus fronteras? —agregó el príncipe veskano.
—Si la detenemos antes —dijo Maxim.
—Y si no lo hace —dijo Sol-in-Ar y sus ojos oscuros cayeron en el mapa—, no importará quién haya caído primero.
«Quién cayó primero». Una idea titiló en el borde de la mente de Kell, luchando por tomar forma en medio del ruido. La sensación del cuerpo de Lila debilitándose contra el suyo. La mirada a la taza vacía acunada en la mano de Hastra.
—Muy bien —dijo el rey. Hizo un gesto a Isra para que continuara.
—Las cárceles están llenas de gente que ha caído —reportó la capitana—. Hemos requisado la plaza y las celdas del puerto, pero nos estamos quedando sin lugares donde ponerlos. Ya estamos usando el Salón Rose para aquellos con fiebre.
—¿Y qué tal los estadios del torneo? —ofreció Kell.
Isra negó con la cabeza.
—Mis hombres no irán sobre el río, señor. No es seguro. Unos pocos lo intentaron y no regresaron.
—Las marcas de sangre no están durando —agregó Tieren—. Se debilitan con las horas y los caídos parecen haber descubierto su propósito. Ya hemos perdido a una parte de los guardias.
—Llamen al resto, que regresen de inmediato —dijo el rey.
«Llamen al resto».
Ahí estaba.
—Tengo una idea —dijo Kell, en voz baja, los hilos de esta aún se estaban uniendo.
—Estamos enjaulados —dijo el general faronés, extendiendo la mano sobre el mapa—. Y esta criatura va a coleccionar nuestros huesos a menos que encontremos una forma de combatirla.
«Hazlo quedarse quieto. Oblígalo a ser imprudente».
—Tengo una idea —dijo Kell de nuevo, más fuerte. Esta vez, la habitación se quedó en silencio.
—Habla —dijo el rey.
Kell tragó saliva.
—¿Qué tal si retiramos a la gente?
—¿Qué gente?
—Toda la gente.
—No podemos evacuar —dijo Maxim—. Hay demasiados intoxicados por la magia de Osaron. Si se fueran, simplemente propagarían la enfermedad más rápido. No, debe ser contenida. Aún no sabemos si los perdidos pueden ser recuperados, pero debemos tener la esperanza de que sea una enfermedad y no una sentencia.
—No, no podemos evacuarlos —confirmó Kell—. Pero cada cuerpo despierto es un arma en potencia y si queremos una chance de derrotar a Osaron, necesitamos que esté desarmado.
—Habla sin rodeos —ordenó Maxim.
Kell respiró hondo, pero lo interrumpió una voz desde la puerta.
—¿Qué es esto? ¿Cómo no hay una vigilia al lado de mi cama? Me ofenden.
Kell se dio vuelta para ver a su hermano parado a la puerta, con las manos en los bolsillos y el hombro apoyado contra el marco con indiferencia, como si nada estuviese mal. Como si no hubiera pasado la mayor parte de la noche atrapado entre los vivos y los muertos. Nada de eso estaba a la vista, al menos no en la superficie. Sus ojos color ámbar brillaban, tenía el pelo peinado, el aro de oro bruñido estaba nuevamente donde pertenecía, sobre sus rizos.
El pulso de Kell se disparó al verlo, mientras el rey escondía su alivio casi tan bien como el príncipe escondía su calvario.
—Rhy —dijo Maxim, y la voz casi lo traiciona.
—Su Alteza —dijo Sol-in-Ar despacio—, escuchamos que había sido herido en el ataque.
—Nosotros escuchamos que se lo habían llevado enfermo antes del baile del ganador —agregó lord Casin.
Rhy mostró una sonrisa perezosa.
—Por dios, los rumores vuelan cuando uno está indispuesto. —Se señaló a sí mismo—. Como pueden ver… —Una mirada a Kell—. Soy sorprendentemente resiliente. Ahora, ¿qué me perdí?
—Kell estaba a punto de decirnos —dijo el rey— cómo vencer a este monstruo.
Los ojos de Rhy se abrieron y un rastro de fatiga cruzó rápidamente su rostro. Él apenas acababa de regresar. «¿Va a doler?», pareció preguntar su mirada. O quizá incluso «¿Vamos a morir?». Pero lo único que dijo fue:
—Continúa.
Kell vaciló, buscando sus pensamientos.
—No podemos evacuar la ciudad —dijo de nuevo y se giró hacia el sumo sacerdote—. Pero, ¿los podemos poner a dormir?
Tieren frunció el ceño y golpeó el borde de la mesa con sus nudillos huesudos.
—¿Quieres arrojar un hechizo sobre Londres?
—Sobre su gente —aclaró Kell.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Rhy.
—Por todo el tiempo que sea necesario —contestó seco Kell, girando nuevamente hacia el sacerdote—. Osaron lo ha hecho.
—Él es un dios —observó Isra.
—No —dijo Kell bruscamente—, no lo es.
—Entonces, ¿qué estamos enfrentando exactamente? —preguntó el rey.
—Es un oshoc —dijo Kell, usando la palabra de Holland. Solo Tieren pareció entender.
—Una especie de encarnación —explicó el sacerdote—. En su estado natural, la magia no tiene naturaleza, no tiene conciencia. Simplemente es. El río Isle, por ejemplo, es una inmensa fuente de poder, pero no tiene identidad. Cuando la magia adquiere una naturaleza, adquiere motivación, deseo, voluntad.
—¿Entonces Osaron solo es una pieza de magia con ego? —preguntó Rhy—. ¿Un hechizo que salió mal?
Kell asintió.
—Y según Holland, se alimenta del caos. Ahora mismo, Osaron tiene diez mil fuentes. Pero si las sacamos todas, si no tiene nada salvo su propia magia…
—Que sigue siendo considerable… —interrumpió Isra.
—Podemos llevarlo a pelear.
Rhy se cruzó de brazos.
—¿Y cómo planeas pelear contra él?
Kell tenía una idea, pero no encontraba el valor para decirla en voz alta, todavía no, cuando Rhy estaba recién recuperado.
Tieren se lo ahorró.
—Puede hacerse —dijo el sacerdote, pensativo—. En cierta manera. Nunca seremos capaces de lanzar un hechizo tan amplio, pero podemos hacer una red de muchos encantos pequeños —continuó diciendo, casi para sí— y con un ancla, puede hacerse. —Levantó la vista, sus ojos claros se iluminaron—. Pero necesitaré algunas cosas del Santuario.
Una docena de ojos se dispararon a la única ventana de la habitación, donde los dedos del hechizo de Osaron aún arañaban para entrar, a pesar de la luz de la mañana. El príncipe Col se puso rígido. Lady Rosec fijó la mirada en el piso. Kell comenzó a ofrecerse, pero una mirada de Rhy lo hizo hacer una pausa. La mirada no era una negativa. Para nada. Era permiso. Una confianza inquebrantable.
«Ve», decía. «Haz lo que debas hacer».
—Qué coincidencia —dijo una voz desde la puerta. Se dieron vuelta simultáneamente como uno solo para ver a Lila con las manos en las caderas y muy despierta—. A mí me vendría bien un poco de aire fresco.