VII
El sol se había puesto y Alucard Emery estaba intentando emborracharse.
Hasta el momento no estaba funcionando, pero estaba determinado a lograrlo. Hasta había inventado un pequeño juego.
Cada vez que su mente se iba hacia Anisa —con los pies descalzos, la piel afiebrada, los pequeños brazos alrededor de su cuello—, bebía un trago.
Cada vez que pensaba en Berras —el tono cortante de su hermano, esa sonrisa odiosa, las manos alrededor de su garganta—, bebía un trago.
Cada vez que sus pesadillas se alzaban como bilis o sus propios gritos hacían eco en su cabeza o tenía que recordar los ojos vacíos de su hermana, el corazón de ella ardiendo, bebía un trago.
Cada vez que pensaba en los dedos de Rhy entrelazados con los suyos, en la voz del príncipe que le decía «resiste, resiste, aférrate a mí», bebía un trago largo, muy largo.
Del otro lado de la habitación, Lila parecía estar jugando su propio juego; su ladrona silenciosa iba por su tercer vaso. Hacía falta muchísimo para perturbar a Delilah Bard, eso lo sabía, pero aun así, algo la había perturbado. Quizá nunca sería capaz de leer los secretos en su cara, pero podía darse cuenta de que ella los tenía. ¿Qué había visto más allá de las paredes del palacio? ¿Habían sido extraños o amigos?
Cada vez que él le hacía una pregunta, Delilah Bard jamás respondía; bebió un trago, hasta que el dolor y la pena finalmente comenzaron a borronearse en algo estable.
La habitación alrededor de él se meció y Alucard Emery —el último Emery vivo— se tiró hacia atrás en la silla, mientras tocaba la madera taraceada, los bordes finos de oro.
Cuán extraño era estar aquí, en los cuartos de Rhy. Había sido bastante extraño cuando Rhy estaba tumbado en su cama, pero entonces los detalles, la habitación, todo salvo el propio Rhy, había estado fuera de foco. Ahora, Alucard observó las cortinas brillantes, el piso elegante, la cama enorme, ahora tendida. Todos los signos de dificultad esfumados.
La mirada ámbar de Rhy no dejaba de deslizarse hacia él, como un péndulo de cuerda pesada.
Bebió otro trago.
Y luego otro y otro, en preparación para el dolor del deseo y la pérdida y los recuerdos que lo inundaban, como un pequeño barco que cabeceaba contra las olas.
«Aférrate a mí».
Eso es lo que Rhy había dicho cuando Alucard ardía de adentro hacia afuera. Cuando Rhy estaba acostado al lado de él en el camarote del barco, con la esperanza desesperada de que sus manos pudieran mantener a Alucard ahí, completo y a salvo. Evitar que desapareciera de nuevo, esta vez para siempre.
Ahora que Alucard estaba vivo y más o menos de pie, Rhy no podía mirar a su amante y no podía soportar mirar a otro lado, así que terminó haciendo las dos cosas y ninguna.
Había pasado tanto tiempo desde que Rhy había podido estudiar su rostro. Tres veranos. Tres inviernos. Tres años, y el corazón del príncipe aún se abría por las líneas que Alucard había hecho.
Estaban en el balcón cerrado, Rhy y Alucard y Lila.
El capitán desplomado sobre una silla de respaldo alto, las cicatrices plateadas y la tacha de rubí parpadeaban bajo la luz. Le colgaba un vaso de la mano y una peluda gata llamada Esa estaba enroscada bajo su asiento. Él tenía los ojos abiertos pero lejanos.
Al lado del aparador, Lila se servía otro trago. (¿Ya era el cuarto? Rhy sintió que no era quién para juzgar). Sin embargo, se estaba sirviendo con demasiada generosidad y derramó lo que quedaba del vino de verano de Rhy sobre el piso taraceado. Hubo un tiempo en el que le hubiese importado la mancha, pero ya se había ido esa vida. Se había caído entre las tablas como una pieza de joyería y ahora yacía en algún lugar fuera de alcance, vagamente recordada pero fácilmente olvidada.
—Tranquila, Bard.
Era lo primero que decía Alucard en una hora. Y no era que Rhy hubiese estado esperando.
El capitán estaba pálido, su ladrona, gris y el propio príncipe caminaba de un lado al otro, su armadura arrojada como un cascarón roto sobre una silla en un rincón.
Para el final del primer día, habían encontrado veinticuatro plateados. A la mayoría de ellos los mantenían en el Salón Rose, atendidos por los sacerdotes. Pero había más. Él sabía que había más. Tenía que haberlos. Rhy quería seguir buscando, continuar la búsqueda durante la noche, pero Maxim se había negado. Y lo peor, los guardias que quedaban lo habían puesto bajo una vigilancia inflexible.
Y lo que molestaba a Rhy tanto como su propio confinamiento cuando había almas aún atrapadas en la ciudad era el panorama de la putrefacción expandiéndose por Londres. Una negrura como hielo sobre los adoquines de las calles y salpicada por las paredes, una película que no era una película en lo absoluto, sino un cambio. Roca y suciedad y agua eran tragadas y reemplazadas por algo que no era un elemento en lo absoluto, una nada satinada, oscura, una presencia y ausencia.
Le había contado a Tieren, había señalado un punto solitario en el extremo del patio, justo afuera de las defensas, donde el vacío se estaba expandiendo como escarcha. El rostro del anciano se había puesto pálido.
—La magia y la naturaleza existen en equilibrio —había dicho, pasando los dedos en el aire sobre el charco de negro—. Esto es lo que pasa cuando el equilibrio falla. Cuando la magia agobia a la naturaleza.
El mundo se estaba descomponiendo, había explicado. Solo que en vez de ablandarse, como las ramas caídas en el suelo de un bosque, se estaba endureciendo, calcificando en algo como piedra que no era piedra en absoluto.
—¿Puedes quedarte quieto? —estalló Lila ahora, al observar a Rhy yendo de un lado a otro—. Me estás mareando.
—Sospecho —dijo una voz desde la puerta— que eso es por el vino.
Rhy se dio vuelta, aliviado de ver a su hermano.
—Kell —dijo, intentando algo cómico, mientras inclinaba el vaso a los cuatro guardias que enmarcaban la puerta—. ¿Es así como te sientes todo el tiempo?
—Así es —dijo Kell, que levantó el licor de la mano de Lila y bebió un largo trago. Increíblemente, ella lo dejó.
—Qué enloquecedor —dijo Rhy con un quejido. Y luego, les habló a los hombres—: ¿Se pueden sentar por lo menos? ¿O están tratando de verse como armaduras en mis paredes?
No respondieron.
Kell devolvió el vaso a la mano de Lila y luego frunció el ceño al ver a Alucard. Su hermano ignoraba intencionalmente la presencia del capitán y se sirvió un trago en un vaso muy grande.
—¿Por qué estamos brindando?
—Por los vivos —dijo Rhy.
—Por los muertos —dijeron Alucard y Lila al mismo tiempo.
—Estamos siendo exhaustivos —agregó Rhy.
Su atención regresó a Alucard, quien miraba hacia afuera a la noche. Rhy se dio cuenta de que no era el único que observaba al capitán. Lila había seguido la mirada de Alucard al vidrio.
—Cuando miras a los caídos —dijo ella—, ¿qué ves?
Alucard entrecerró los ojos lentamente, como hacía siempre que intentaba imaginar algo.
—Nudos —dijo simplemente.
—¿Te importaría explicarlo? —dijo Kell, quien conocía el don del capitán, que le importaba tanto como el resto de este.
—No lo entenderías —murmuró Alucard.
—Quizá si eligieras las palabras correctas.
—No puedo hacerlas lo suficientemente simples.
—Oh, por el amor de Dios —estalló Lila—. Podrían dejar de pelear un momento, ustedes dos.
Alucard se inclinó hacia adelante en su silla y apoyó el vaso, vacío una vez más, sobre el piso al lado de su bota, donde su gata lo olió.
—Este Osaron —dijo— está extrayendo la energía de todo aquel que toca. Su magia se alimenta de la nuestra al… infectarla. Se mete entre las cuerdas de nuestro poder, de nuestra vida, y se enreda en nuestros hilos hasta que todo está en nudos.
—Tienes razón —dijo Kell después de un momento—. No tengo ni idea de qué estás diciendo.
—Debe ser enloquecedor —dijo Alucard— saber que tengo un poder que tú no tienes.
Kell apretó los dientes, pero cuando habló, mantuvo un tono civilizado, suave.
—Creas o no, aprecio nuestras pequeñas diferencias. Además, quizá no sea capaz de ver el mundo como tú, pero aun así puedo reconocer a un tonto cuando lo veo.
Lila se rio por la nariz.
Rhy dejó salir un sonido exasperado.
—Suficiente —dijo y luego se dirigió a Kell—: ¿Qué tenía para decir nuestro prisionero?
Ante la mención de Holland, la cabeza de Alucard se levantó de golpe. Lila se sentó hacia adelante, con un destello en los ojos. Kell se bajó su trago, hizo una mueca y dijo:
—Será ejecutado por la mañana. En una exhibición pública.
Por un largo rato, nadie habló.
Y luego Lila alzó su copa.
—Bueno —dijo alegremente—, brindaré por eso.