IV
El cielo era una sábana de azul intenso, tirante detrás del sol. Se extendía, sin nubes y despejado, salvo por una sola ave negra y blanca que planeaba en lo alto. Al cruzar la esfera de luz, el pájaro se transformó en una bandada, que se abrió como un prisma cuando encuentra el sol.
Holland estiró el cuello, fascinado por la exhibición, pero cada vez que trataba de contar cuántos eran, la vista se le iba de foco, fatigada por la luz veteada.
No sabía dónde estaba.
Cómo había llegado aquí.
Estaba parado en un patio, los muros altos cubiertos de vides que arrojaban flores de un púrpura suntuoso —una tonalidad imposible—, pero sus pétalos eran sólidos, suaves. El aire se sentía como la cúspide del verano, un indicio de calor, el dulce aroma de los capullos y la tierra arada, lo que le decía dónde no estaba, dónde no podía estar.
Y sin embargo…
—¿Holland? —llamó una voz que no había escuchado en años. En una eternidad. Se dio vuelta, buscando la fuente, y encontró un hueco en la pared del patio, un umbral sin puerta.
Lo atravesó y el patio se esfumó; el muro, sólido detrás de él, y el estrecho camino adelante lleno de gente, sus ropas blancas pero sus rostros llenos de color. Conocía este lugar… era en el Kosik, la peor parte de la ciudad.
Y sin embargo…
Un par de ojos verdes fangosos se abrieron camino hacia él, destellando desde una sombra al final de la callejuela.
—¿Alox? —llamó él, avanzando hacia su hermano, cuando un grito lo hizo darse vuelta.
Una niña pequeña pasó corriendo, solo para ser alzada por los brazos de un hombre. Volvió a soltar un chillido cuando el sujeto la hizo dar vueltas. No era un grito en absoluto.
Una risa breve, encantada.
Un anciano tiró de la manga de Holland y dijo:
—Está viniendo el rey. —Y Holland quiso preguntarle qué quería decir, pero Alox se escabullía, así que Holland se apresuró a seguirlo por la calle, al doblar una esquina y…
Su hermano ya no estaba.
Como tampoco el camino estrecho.
De golpe, Holland estaba en el medio de un mercado ajetreado, los puestos rebosantes de frutas de colores brillantes y pan recién horneado.
Conocía este lugar. Era la Gran Plaza, donde tantos habían sido degollados a lo largo de los años, su sangre devuelta a la tierra furiosa.
Y sin embargo.
—¡Hol!
Se dio vuelta otra vez, buscando la voz, y vio el extremo de una trenza de color miel desapareciendo entre la multitud. El giro de una falda.
—¿Talya?
Había tres bailando en el extremo de la plaza. Las otras dos bailarinas vestidas de blanco, mientras Talya era una flor de rojo.
Se abrió paso a los empujones por el mercado hacia ella, pero cuando llegó al borde de la muchedumbre, las bailarinas ya no estaban ahí.
La voz de Talya susurró a su oído.
—El rey está viniendo.
Pero cuando se giró hacia ella, una vez más, ella ya no estaba. Tampoco el mercado ni la ciudad.
Todo ello se había esfumado, llevándose el ajetreo y el ruido, el mundo se sumergió nuevamente en el silencio, roto solo por el susurro de las hojas, el graznido lejano de los pájaros.
Holland estaba parado en el medio del Bosque Plateado.
Los troncos y las ramas aún destellaban con su brillo metálico, pero el suelo bajo sus botas era rico y oscuro, las hojas arriba eran de un verde deslumbrante.
El arroyo serpenteaba por el bosquecillo, el agua descongelada, y un hombre agachado a la orilla para pasar los dedos a través de esta, una corona posada en la hierba a su lado.
—Vortalis —dijo Holland.
El hombre se puso de pie, giró hacia Holland y sonrió. Comenzó a hablar, pero sus palabras fueron tragadas por un viento fuerte y repentino.
Atravesó los árboles, agitando las ramas y quitando las hojas. Estas comenzaron a caer como lluvia, cubriendo el mundo de verde. A través del diluvio, Holland vio los puños apretados de Alox, los labios separados de Talya, los ojos bailarines de Vortalis. Ahí y ya no, ahí y ya no, y cada vez que daba un paso hacia uno, las hojas los tragaban, dejando solo sus voces en eco por los árboles a su alrededor.
—El rey está viniendo —exclamó su hermano.
—El rey está viniendo —cantó su amada.
—El rey está viniendo —dijo su amigo.
Vortalis reapareció, caminando bajo la lluvia de hojas. Estiró la mano, palma hacia arriba.
Holland aún se estiraba hacia esta cuando se despertó.
Holland supo dónde estaba por el lujo de la habitación, rojo y dorado salpicados como pintura en cada superficie.
El palacio real Maresh.
A un mundo de distancia.
Era tarde, las cortinas estaban cerradas, la lámpara al lado de su cama sin encender.
Holland buscó distraídamente su magia, hasta que recordó que no estaba ahí. La comprensión lo golpeó como pérdida, dejándolo sin aire. Se quedó mirándose las manos, sondeando las profundidades de su poder —el lugar donde siempre había estado su poder, donde debería estar— sin encontrar nada. Ninguna vibración. Ningún calor.
Una exhalación temblorosa, la única señal externa de pena.
Se sentía hueco. Estaba hueco.
Detrás de las puertas se movían cuerpos.
El paso del peso de un lado a otro, el sutil clanc de una armadura al moverse, al asentarse.
Vacilante, Holland se incorporó, desenterrando su cuerpo de las mantas gruesas de la cama, la aglomeración de almohadas. La irritación se revolvió en él. ¿Quién podía dormir de semejante forma?
Era más amable, quizá, que una celda en la prisión.
No tan amable como una muerte rápida.
El acto de levantarse le tomó demasiado esfuerzo, o quizá simplemente quedaba muy poco para dar; estaba sin aliento para cuando sus pies encontraron el piso.
Holland se inclinó hacia atrás contra la cama, su mirada viajó por la habitación oscurecida, encontró un sofá, una mesa, un espejo. Vio su reflejo ahí y se quedó duro.
Su pelo, antes carbón —luego, brevemente, negro vibrante—, ahora era una mata blanca. Un velo de hielo, repentino como una nevada. Emparejado con su piel pálida, lo dejaban casi incoloro.
Excepto por sus ojos.
Sus ojos, que habían marcado su poder por tanto tiempo, definido su vida. Sus ojos, que lo habían hecho un blanco, un desafío, un rey.
Sus ojos, ambos, ahora era de un verde vívido casi como las hojas.