IIDaga

Ojka, la asesina…

Ojka, la mensajera…

Ojka, la antari

… ya no era Ojka.

«Mi rey», le había dicho a Holland tantas veces, pero su voz siempre había sido baja, sensual, y ahora resonaba por la sala y en su cabeza, familiar y extraña, tal como este lugar era familiar y extraño. Holland había enfrentado a Osaron en un eco de este palacio cuando el rey sombra no era nada más que vidrio y humo y la brasa agonizante de la magia.

Y ahora lo volvía a enfrentar, en este nuevo caparazón.

Ojka había tenido ojos amarillos una vez, pero ahora ambos brillaban negros. Tenía una corona apoyada en el cabello, un aro oscuro y sin peso que lanzaba puntas, como estalagmitas, hacia arriba en el aire sobre su cabeza. Su garganta estaba envuelta con cinta negra, su piel luminosa con poder y al mismo tiempo innegablemente muerta. No tomaba aire nunca y sus venas oscuras resaltaban en su piel, reseca, vacía.

Las únicas señales de vida, increíblemente, venían de esos ojos negros —los ojos de Osaron— que bailaban con luz y sombras que se arremolinaban.

Holland —dijo el rey sombra, y la furia ardió en él al escuchar que el monstruo formaba la palabra con los labios de Ojka.

—Te maté —reflexionó Lila, agazapada a la izquierda de Holland con los cuchillos listos.

La cara de Ojka se contorsionó entretenida.

La magia no muere.

—Suelta a mi hermano —exigió Kell, dando un paso más adelante que los otros dos antari, su voz arrogante incluso ahora.

—¿Por qué debería?

—No tiene poder —dijo Kell—. Nada que puedas usar, nada que puedas tomar.

Y sin embargo vive —reflexionó el cadáver—. Qué curioso. Toda vida tiene hilos. Entonces, ¿dónde están los de él?

El mentón de Ojka se alzó y el hielo que atravesaba el cuerpo de Rhy se separó como dedos, provocando un grito reprimido del príncipe. El color abandonó el rostro de Kell, que luchó contra un alarido en espejo; el dolor y la resistencia, en guerra en su garganta. El anillo vibró en los dedos de Holland cuando su poder compartido zumbó entre ellos, tratando de inclinarse hacia Kell en su sufrimiento.

Holland lo mantuvo firme.

Las manos de Ojka, delicadas pero fuertes, se levantaron, palmas arriba.

—¿Han venido finalmente a rogar, antari? ¿A arrodillarse? —Aquellos ojos arremolinados se dirigieron hacia Holland—. ¿A dejarme entrar?

—Nunca más —dijo Holland y era verdad, aunque el legador le pesaba en el bolsillo. Osaron tenía un talento para deslizarse por la mente de uno, de dar vuelta los pensamientos, pero Holland tenía más práctica que la mayoría en ocultar los suyos. Obligó a su mente a alejarse del dispositivo.

—Estamos acá para detenerte —dijo Lila.

Las manos de Ojka se cayeron a los lados.

—¿Detenerme? —dijo Osaron—. No pueden detener el tiempo. No pueden detener el cambio. Y no pueden detenerme a mí. Soy inevitable.

—Tú —dijo Lila— no eres más que un demonio que se hace pasar por un dios.

Y tú —dijo Osaron, tranquilamente— morirás despacio.

—Maté ese cuerpo una vez —contraatacó—, creo que puedo hacerlo de nuevo.

Holland aún estaba mirando fijo el cadáver de Ojka. Los moretones en su piel. La tela que le envolvía con fuerza la garganta. Como si Osaron sintiese el peso de esa mirada, giró su rostro robado hacia Holland.

—¿No te alegra ver a tu caballera?

La ira de Holland nunca había ardido. Estaba forjada fría y filosa, y las palabras fueron una piedra de afilar a lo largo de su borde. Ojka había sido leal, no a Osaron, sino a él. Le había servido. Había confiado en él. Lo había mirado y no había visto a un dios, sino a un rey. Y estaba muerta, como Alox, como Talya, como Vortalis.

—Ella no te dejó entrar.

Una inclinación de la cabeza. Una sonrisa vacía.

En la muerte, nadie puede rehusarse.

Holland sacó una cuchilla, una guadaña, tomada de un cuerpo en la explanada.

—Te sacaré de ese cuerpo —dijo—, incluso aunque tenga que rebanar un trozo por vez.

El fuego se encendió en los cuchillos de Lila.

La sangre caía desde los dedos de Kell.

Se habían ido moviendo lentamente alrededor del rey sombra, rodeándolo, enjaulándolo.

Tal como lo habían planeado.

Cenefa separación

—Nadie se ofrece —instruyó Kell—. No importa lo que diga o haga Osaron, no importa lo que prometa ni con qué amenace, nadie lo deja entrar.

Estaban sentados en la cocina de El Fantasma, el legador entre ellos.

—¿Entonces se supone que tan solo jugamos a tentarlo? —dijo Lila, haciendo girar una daga apoyada en punta contra la mesa de madera.

Holland comenzó a hablar, pero el barco se sacudió repentinamente y tuvo que detenerse, tragar saliva.

—Osaron desea lo que no tiene —dijo cuando la oleada de náuseas pasó—. El objetivo no es darle un cuerpo, sino forzarlo a necesitar uno.

—Espléndido —dijo Lila, mordaz—. Así que todo lo que tenemos que hacer es derrotar a una encarnación de la magia lo bastante fuerte como para arruinar mundos.

Kell le lanzó una mirada.

—¿Desde cuándo rehúyes una pelea?

—No estoy rehuyendo —espetó ella—, solo quiero estar segura de que podemos ganar.

—Ganamos siendo más fuertes —dijo Kell—. Y con los anillos, quizá lo seamos.

Quizá lo seamos —repitió Lila.

—Cada recipiente puede ser vaciado —dijo Holland, girando el anillo de amarre plateado alrededor de su dedo—. No se puede matar la magia, pero puede ser debilitada, y el poder de Osaron puede ser vasto, pero de ninguna manera es infinito. Cuando lo encontré en el Londres Negro, estaba reducido a una estatua, demasiado débil para mantener una forma movible.

—Hasta que le diste una —dijo Lila con dientes apretados.

—Exactamente —dijo Holland, ignorando el golpe.

—Osaron se ha estado alimentando de mi ciudad y su gente —agregó Kell—. Pero si el hechizo de Tieren funciona, debería estar quedándose sin fuentes.

Lila quitó su daga de la mesa.

—Lo que significa que debería estar bien listo para una pelea.

Holland asintió.

—Todo lo que tenemos que hacer es darle una. Debilitarlo. Hacer que se desespere.

—Y entonces, ¿qué?

Entonces —dijo Kell— y solo entonces, le damos un portador. —Kell señaló a Holland con la cabeza al decirlo, el legador colgaba del cuello del antari.

—¿Y si no te elige? —gruñó—. Es muy lindo y bueno que te ofrezcas, pero si me da a mí la oportunidad, la voy a tomar.

—Lila —comenzó a decir Kell, pero ella lo interrumpió.

—Tú también. No te hagas el que no.

El silencio se posó sobre ellos.

—Tienes razón —dijo finalmente Kell, y para sorpresa de Holland (aunque ya no debería haberlo sorprendido), Lila Bard sonrió. Era una sonrisa rígida y sin humor.

—Es una carrera, entonces —dijo ella—. Que gane el mejor antari.

Cenefa separación

Osaron se movía con una fracción de la elegancia de Ojka, pero el doble de velocidad. Las espadas gemelas brotaron de sus manos en columnas de humo y se volvieron reales, sus superficies brillaban al rebanar el aire donde Lila había estado un momento atrás.

Pero Lila ya volaba, tras impulsarse contra la columna más cercana, mientras Holland llamaba con voluntad una ráfaga de viento, que atravesó el salón con una fuerza deslumbrante, y las astillas de acero de Kell volaron sobre el viento como lluvia pesada.

Las manos de Ojka se levantaron, inmovilizaron el viento y el acero que iba dentro, mientras Lila caía en picada sobre el cadáver y tallaba un camino hacia abajo por la espalda.

Pero Osaron era demasiado rápido y el cuchillo de Lila apenas raspó el hombro de su portadora. De la herida salió una sombra, como vapor, que cosió la piel muerta para unirla.

No fue lo bastante rápido, antari —dijo, dándole un golpe de revés en la cara.

Lila cayó de costado, el cuchillo se escapó de su agarre incluso cuando rodó para quedar agazapada en posición de ataque. Hizo un movimiento rápido con los dedos y la cuchilla caída silbó en el aire para ir a enterrarse en la pierna de Ojka.

Osaron gruñó cuando más humo se derramó desde la herida, y Lila mostró una sonrisa fría.

—Eso lo aprendí de ella —dijo, y una nueva cuchilla apareció en sus dedos—, justo antes de rebanarle la garganta.

La boca de Ojka era un rugido.

Te haré…

Pero Holland ya se estaba moviendo, sobre su guadaña bailaba electricidad al rebanar el aire. Osaron giró y bloqueó el golpe con una espada y llevó la otra hacia el pecho de Holland. Este rotó para eludirlo, la cuchilla le raspó las costillas, mientras Kell atacaba por el otro lado con hielo enroscado alrededor del puño.

El hielo se hizo añicos contra la mejilla de Ojka y rebanó hasta el hueso. Antes de que la herida pudiera sanar, Lila estaba ahí, su filo resplandecía rojo con el calor.

Se movían como piezas de la misma arma. Bailaban como los cuchillos de Ojka —tiempo atrás cuando ella los había blandido—, cada tira y afloja transmitido por el vínculo entre ellos. Cuando Lila se movía, Holland percibía su recorrido. Cuando Holland amagaba, Kell sabía dónde atacar.

Eran borrones de movimiento, esquirlas de luz que bailaban alrededor de una espiral de oscuridad.

Y estaban ganando.

Conjuro de luz
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