VIIDaga

Las calles estaban llenas de cuerpos, pero Rhy se sentía completamente solo.

Solo, dejó su hogar.

Solo, se movía por las calles.

Solo, subió el puente de hielo que llevaba al palacio de Osaron.

Las puertas se abrieron de golpe ante su contacto, y Rhy se quedó quieto; parte de él esperaba encontrar una réplica nefasta de su propio palacio, pero en lugar de eso, encontró un espectro, un cuerpo esquelético ahuecado y llenado otra vez con algo menos sustancial. No había grandes pasillos ni escaleras que llevaran a otros pisos, ni salones de baile o balcones.

Solo un espacio cavernoso, los huesos de los estadios aún eran visibles aquí y allá debajo de la capa de sombra y magia.

Las columnas crecían desde el piso como árboles que brotaban hacia a un techo que daba paso aquí y allá al cielo abierto, un efecto que hacía que el palacio pareciera una obra maestra y una ruina al mismo tiempo.

Casi toda la luz provenía de ese techo roto, el resto desde adentro, un resplandor que bañaba cada superficie como un fuego atrapado detrás de vidrio grueso. Incluso esa luz tenue era tragada, tachada, por esa misma mancha negra que Rhy había visto expandirse por la ciudad, magia que anulaba la naturaleza.

Las botas de Rhy hicieron eco mientras se convencía a sí mismo de avanzar a través del enorme salón, hacia el magnífico trono que esperaba en el centro, tan natural y antinatural como el palacio que lo rodeaba. Etéreo y vacío.

El rey sombra estaba parado varios pasos al lado, examinando un cadáver.

El cadáver mismo estaba de pie, sujetado en alto por cintas de oscuridad que iban, como hilos de una marioneta, desde la cabeza y los brazos hacia el techo. Hilos que no solo sostenían en alto el cuerpo, sino que parecían estar cosiéndolo para volver a unirlo.

Era una mujer, hasta donde podía ver, y cuando Osaron hizo un movimiento rápido de los dedos, los hilos se tensaron para levantar su rostro hacia la luz acuosa. Tenía el cabello rojo —más rojo incluso que Kell— y le caía lacio contra las mejillas ahuecadas, y debajo de un ojo cerrado, se derramaba negro por su rostro como si estuviese llorando tinta.

Sin caparazón, Osaron mismo se veía tan espectral como su palacio, una imagen a medio formar de un hombre, la luz brillaba a través de él cada vez que se movía. Su capa ondeaba, impulsada por algún viento imaginario, y toda su forma se ondulaba y vibraba, como si no pudiera mantenerse a sí misma unida.

—¿Qué eres? —dijo el rey sombra y, pese a que miraba el cadáver, Rhy supo que las palabras estaban dirigidas a él.

Alucard le había advertido a Rhy sobre la voz de Osaron, la forma en que hacía eco por la cabeza de uno, serpenteaba a través de los pensamientos. Pero cuando habló, Rhy no escuchó nada salvo las palabras mismas sonando contra la piedra.

—Soy Rhy Maresh —respondió— y soy rey.

Los dedos sombra de Osaron se deslizaron de regreso a los lados. La mujer se desplomó un poco sobre los hilos.

Los reyes son como maleza en ese mundo. —Se dio vuelta y Rhy vio un rostro hecho de sombra en capas. Destellaba emociones, ahí y ya no y allí y ya no, irritación y diversión, furia y desdén—. ¿Ha venido este a rogar o a arrodillarse o a luchar?

—He venido a verte yo mismo —dijo Rhy—. A mostrarte la cara de esta ciudad. A hacerte saber que no tengo miedo. —Era una mentira, de hecho tenía miedo, pero ese miedo palidecía contra la pena, el enojo, la necesidad de actuar.

La criatura le echó una mirada larga, escrutadora.

Eres el que está vacío.

Rhy tembló.

—No estoy vacío.

El que está hueco.

—No estoy hueco.

El que está muerto.

—No estoy muerto.

El rey sombra avanzaba hacia él y Rhy luchó contra la necesidad urgente de retroceder.

Tu vida no es tu vida.

Osaron estiró una mano y entonces Rhy dio un paso atrás, o intentó, solo para encontrar que su bota estaba fijada al piso por una magia que no podía ver. El rey sombra llevó la mano al pecho de Rhy y los botones de su túnica se disolvieron, la tela se abrió para revelar los círculos concéntricos del sello cicatrizado sobre su corazón. Astillas de frío penetraron el aire entre sombra y piel.

Mi magia. —Osaron hizo un gesto, como si fuera a arrancar el sello, pero nada sucedió—. Y no mi magia.

Rhy dejó salir un respiro tembloroso.

—No tienes dominio sobre mí.

Una sonrisa bailó en los labios de Osaron y la oscuridad se ciñó alrededor de las botas de Rhy. El miedo se volvió más ruidoso entonces, pero Rhy luchó con fuerza para sofocarlo. No era un prisionero. Estaba ahí por elección. Llamando la atención de Osaron, su ira.

«Perdóname, Kell», pensó, alzando la vista hacia el rey sombra.

—Alguien me arrebató mi cuerpo una vez —dijo—. Tomó mi voluntad. Nunca más. No soy una marioneta y no hay nada que puedas hacerme.

Estás equivocado. —Los ojos de Osaron se iluminaron como los de un gato en la oscuridad—. Puedo hacerte sufrir.

Un frío le acuchilló las pantorrillas cuando las ataduras alrededor de sus tobillos se convirtieron en hielo. Contuvo la respiración cuando comenzó a extenderse, no hacia arriba por sus extremidades, sino alrededor de todo su cuerpo, como una cortina, una columna, que devoró primero su visión del rey sombra y la marioneta de la muerta, y luego el trono y finalmente toda la habitación, hasta que estuvo atrapado dentro de un armazón de hielo. Su superficie era tan lisa que podía ver su propio reflejo, distorsionado por la curvatura del hielo al engrosarse. Podía ver la sombra de la criatura del otro lado. Se imaginó a Osaron sonriendo.

—¿Dónde está el antari ahora? —Una mano fantasmal fue a descansar contra el hielo—. ¿Le enviamos un mensaje?

La columna de hielo vibró y luego, para horror de Rhy, comenzaron a crecer pinchos. Intentó retroceder, pero no había dónde ir.

Rhy se mordió para reprimir un grito cuando la primera punta le penetró la pierna.

El dolor estalló en él, ardiente y brillante, pero fugaz.

«No estoy vacío», se dijo a sí mismo cuando un segundo pincho le perforó el costado. Un gritó ahogado, cuando otra estaca se insertó en su hombro, deslizándose adentro y afuera del cuello con una facilidad terrible.

«No estoy hueco».

El aire se quedó atrapado en su pecho cuando el hielo punzó su pulmón, su espalda, su cadera, su muñeca.

«No estoy muerto».

Había visto a su madre atravesada, a su padre muerto por una docena de espadas de acero. Y no pudo salvarlos. Sus cuerpos eran suyos. Sus vidas, suyas.

Pero la de Rhy no lo era. Eso no era una debilidad, se daba cuenta ahora, sino una fortaleza. Podía sufrir, pero eso no lo quebraría.

«Soy Rhy Maresh», se dijo a sí mismo mientras la sangre manchaba el piso.

«Soy el rey de Arnes».

«Y soy indestructible».

Conjuro de luz
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