III
Lila se estaba quedando sin cuchillos.
Osaron había transformado tres de ellos en cenizas, dos en arena y el sexto —el que le había ganado a Lenos— se había esfumado por completo. Solo le quedaba uno —el cuchillo que había birlado de la tienda de Fletcher en su primer día en el Londres Rojo— y no le entusiasmaba perderlo.
Le caía sangre en el ojo bueno, pero no le importaba. Salía humo del cuerpo de Ojka en decenas de lugares mientras Kell y Holland y el demonio chocaban. Habían dejado su marca.
Pero no era suficiente.
Osaron aún estaba de pie.
Lila se pasó un dedo por la mejilla ensangrentada y se arrodilló para presionar la mano contra la piedra, pero cuando intentó llamarla, esta se resistió. La superficie vibró con magia, pero sonó hueca.
Porque, claro, no era real.
Una cosa de fantasía, muerta por dentro, tal como…
El piso comenzó a ablandarse y ella dio un salto atrás el instante previo a que se volviera brea. Otra de las trampas de Osaron.
Estaba harta de jugar con las reglas del rey sombra.
Rodeada por un palacio que solo él podía controlar a voluntad.
La mirada de Lila barrió la sala y luego subió, más allá de las paredes, al lugar donde el cielo brillaba. Se le ocurrió una idea.
Lila se estiró con toda su fuerza —y parte de la de Holland, parte de la de Kell— y tiró, no del aire, sino del Isle.
«No puedes ejercer tu voluntad sobre el océano», le había dicho Alucard una vez.
Pero nunca dijo nada sobre un río.
La sangre se deslizó por la garganta de Lila mientras ella se presionaba el pañuelo contra la nariz.
Alucard estaba sentado frente a ella, con el mentón en una mano.
—Honestamente no estoy seguro de cómo has vivido tanto tiempo.
Lila se encogió de hombros, la voz apagada por la tela.
—Soy difícil de matar.
El capitán se puso de pie.
—Terca no es lo mismo que infalible —dijo mientras se servía un trago—, te he dicho tres veces que no puedes mover el maldito océano, sin importar con cuánta fuerza lo intentes.
—Quizá tú no estés tratando con suficiente fuerza —murmuró ella.
Alucard negó con la cabeza.
—Todo tiene una escala, Bard. No puedes ejercer tu voluntad sobre el cielo, no puedes mover el mar, no puedes correr un continente entero bajo tus pies. Las corrientes de viento, los cuencos de agua, las porciones de tierra, esa es la amplitud del alcance de un mago. Esa es la circunferencia de su poder.
Y entonces, sin advertencia alguna, le lanzó la botella de vino a la cabeza.
Ella fue lo suficientemente rápida para atraparla, pero por lo justo, dejando caer la tela de su nariz sangrienta.
—¿Qué demonios, Emery? —estalló ella.
—¿Puedes cerrar la mano alrededor de la botella?
Ella miró el recipiente, envolvió el vidrio con los dedos, las yemas a un suspiro de tocarse.
—Tu mano es tu mano —dijo Alucard con simpleza—. Tiene límites. También los tiene tu poder. Puede sostener cierta medida y sin importar cuánto intentes estirar los dedos alrededor de ese vidrio, nunca se tocarán.
Ella se encogió de hombros, hizo girar la botella en su mano y la estrelló contra la mesa.
—¿Y ahora? —dijo.
Alucard Emery gruñó. Se pellizcó el caballete de la nariz como hacía cuando ella se comportaba particularmente enfurecedora. A ella se le había dado por contar el número de veces al día que podía provocar que lo hiciera.
Su récord actual era siete.
Lila se sentó hacia adelante en su silla. La nariz le había dejado de sangrar aunque aún podía sentir el gusto a cobre en la lengua. Llamó los pedazos de vidrio roto con la voluntad para que se elevaran en el aire entre ellos, donde formaron una nube con la forma vaga de una botella.
—Eres un mago brillante —dijo—, pero hay algo que no entiendes.
Él se desplomó de nuevo en su asiento.
—¿Qué?
Lila sonrió.
—El truco para ganar una pelea no es la fuerza, sino la estrategia.
Alucard levantó las cejas.
—¿Quién dijo algo sobre peleas?
Ella lo ignoró.
—Y estrategia es solo una palabra sofisticada para un tipo especial de sentido común, la habilidad de ver opciones, de hacerlas cuando no hay ninguna. No se trata de saber las reglas.
Dejó caer la mano y la botella volvió a desarmarse en una lluvia de vidrio.
—Se trata de saber cómo romperlas.