3
—¿Por qué dan tanta risa los pedos, Bea? —preguntó Justin al teléfono.
—Vaya, hola, papá.
—¿Ésa es manera de saludar?
—¡Oh, recórcholis! Caramba, papá, qué alegría que me llames. Hace ya, ¿cuánto? ¿Tres horas desde la última vez que llamaste?
—¡Ya te vale! No hace falta que finjas conmigo. ¿Tu querida madre ya ha vuelto de otra jornada de su nueva vida?
—Sí, está en casa.
—¿Y ha traído consigo al encantador Laurence? —No puede reprimir el sarcasmo y se odia por ello, pero como no quiere retirarlo y es incapaz de disculparse, hace lo que hace siempre, que es seguir adelante, con lo cual sólo consigue empeorarlo—. Laurence —dice arrastrando las palabras—. Laurence de A-hernia inguinal.
—Oh, mira que eres tonto. ¿Alguna vez dejarás de hablar de su entrepierna? —Bea suspira aburrida.
Justin aparta de una patada la áspera manta del hotel barato de Dublín donde está alojado.
—Va en serio, Bea, compruébalo cuando vuelvas a verle. Esos pantalones son demasiado ceñidos para lo que tiene ahí abajo. Tendría que haber un nombre para eso. Algo-titis.
«Huevo-titis.»
—Sólo hay cuatro canales en este sitio de mala muerte —prosigue Justin—, y uno en un idioma que ni siquiera entiendo. Parece que estén carraspeando después de uno de esos espantosos coq-au-vins de tu madre. ¿Sabes qué? En mi maravilloso hogar de Chicago tenía más de doscientos canales.
«Verga-titis. Gilipolla-titis… ¡Ja!»
—¡De los que no mirabas ninguno!
—Pero uno podía decidir no ver esos deplorables canales de bricolaje o musicales con mujeres desnudas bailando por ahí.
—Me hago cargo de cómo debe de ser pasar por tan tremendo trastorno, papá. Habrá sido muy traumático para ti, que ya eres casi adulto, mientras yo, con dieciséis años, me amoldaba con toda la calma del mundo al radical cambio de vida de mis padres y la mudanza de Chicago a Londres.
—Ahora tienes dos casas y regalos por partida doble, ¿qué más quieres? —refunfuña Justin—. Y fue idea tuya.
—¡Mi idea fue estudiar danza en Londres, no que vuestro matrimonio se acabara!
—Ah, estudiar danza. Pensaba que habías dicho: «Rompe de una vez, idiota.» Es culpa mía. ¿Crees que deberíamos regresar a Chicago y volver a juntarnos?
—¡Quia!
Justin percibe la sonrisa en su voz y sabe que todo va bien.
—Oye, ¿piensas que iba a quedarme en Chicago mientras tú estabas en esta parte tan remota del mundo?
—Ahora mismo ni siquiera estás en el mismo país. —Ríe ella.
—Irlanda sólo es un viaje de trabajo. Estaré de vuelta en Londres dentro de unos días. De verdad, Bea, no preferiría estar en ningún otro lugar.
«Aunque un Four Seasons no estaría mal.»
—Estoy pensando en irme a vivir con Peter —dice Bea con desparpajo.
—Dime, ¿por qué dan tanta risa los pedos? —pregunta él otra vez, sin hacerle caso—. O sea, ¿qué tiene el ruido del aire expelido para que consiga que la gente pierda todo el interés por algunas de las obras maestras más increíbles que se hayan creado jamás?
—Deduzco que no quieres hablar de que a lo mejor me voy a vivir con Peter.
—Eres una cría. Tú y Peter podéis mudaros a la casita de juguete que todavía tengo guardada. La montaré en la sala de estar. Resultará muy íntimo y agradable.
—Tengo dieciocho. Ya no soy una niña. Llevo dos años viviendo sola y lejos de casa.
—Un año, sola. Tu madre me dejó a mí solo el segundo año para irse contigo, ¿recuerdas?
—Tú y mamá os conocisteis con mi edad.
—Y no vivimos felices y comimos perdices por siempre jamás. Deja de imitarnos y escribe tu propio cuento de hadas.
—Lo haría si mi sobreprotector padre dejara de meter la cuchara con su versión de la historia. —Bea suspira y lleva la conversación a terreno más firme—: ¿Por qué se ríen de los pedos tus alumnos, a todo esto? Creía que tu seminario era excepcional, sólo para estudiantes de posgrado que han decidido escoger tu aburrida asignatura. Aunque no acierto a comprender cómo es posible que alguien quiera hacer eso. Tus conferencias sobre Peter son de lo más aburrido, y eso que le amo.
«¡Amor! Ignóralo y olvidará lo que ha dicho.»
—No te sería tan difícil comprenderlo si me escucharas cuando hablo —dice él—. Aparte de las clases de posgrado, me pidieron que también hablara a los estudiantes de primero a lo largo del curso, acuerdo que quizá lamente el resto de mi vida, aunque eso da igual. Acabo de empezar y tengo asuntos mucho más urgentes, estoy planeando una exposición en la Gallery sobre pintura holandesa del siglo XVII. Deberías ir a verla.
—No, gracias.
—Vaya, espero que mis alumnos de posgrado valoren más mi pericia durante los próximos meses.
—¿Sabes qué? Quizá tus alumnos se hayan reído con el pedo, pero apuesto que al menos una cuarta parte ha donado sangre.
—Sólo lo han hecho porque les dijeron que les darían un Kit-Kat gratis después —vocifera Justin, hurgando en el mini-bar insuficientemente lleno—. ¿Estás enfadada conmigo porque no he donado sangre?
—Pienso que eres un gilipollas por haberle dado el plantón a esa mujer.
—No uses la palabra «gilipollas», Bea. Además, ¿quién te ha dicho que le di el plantón?
—El tío Al.
—El tío Al es un gilipollas. ¿Y sabes otra cosa, cariño? ¿Sabes qué ha dicho la buena de la doctora sobre la donación de sangre? —Forcejea con la envoltura transparente de una caja de Pringles.
—¿Qué?
—Que la donación es anónima para el receptor. ¿Qué me dices? Anónima. ¿Qué sentido tiene salvar la vida de una persona si ni siquiera sabrá que has sido tú quien la ha salvado?
—¡Papá!
—¿Qué? Vamos, Bea. Miente y dime que no te gustaría recibir un ramo de flores por haberle salvado la vida a una persona.
Bea protesta, pero él continúa:
—O una cestita de esos… como-se-llamen muffins que tanto te gustan, de coco.
—Canela. —Ríe ella, dándose por vencida.
—Una cestita de muffins de canela en tu puerta con una nota que diga: «Gracias, Bea, por salvarme la vida. Cuando necesites cualquier cosa, como que te recojan la ropa del tinte, o que te lleven el diario y un café cada mañana a tu casa, un coche con chófer para tu uso particular, asientos de primera fila en la ópera…» En fin, la lista podría ser muy larga.
Tras renunciar a seguir tirando de la envoltura transparente, coge un sacacorchos y perfora la tapa.
—Podría ser como una de esas cosas chinas —prosigue—. Ya sabes, alguien te salva la vida y estás en deuda con esa persona para siempre. Estaría bien que te siguiera todo el día, atrapando los pianos que caen desde las ventanas y evitando que te aplasten la cabeza, cosas de ese estilo.
Su hija procura serenarse.
—Espero que lo digas en broma —dice.
—Claro que lo digo en broma —responde Justin con una mueca—. El piano seguramente le mataría y eso sería injusto.
Por fin consigue sacar la tapa de las Pringles y lanza el sacacorchos a la otra punta de la habitación, donde se estrella contra un vaso encima del minibar y lo hace añicos.
—¿Qué ha sido eso? —pregunta Bea.
—Limpieza general —le miente su padre—. Piensas que soy un egoísta, ¿verdad?
—Papá, has desmontado tu vida, has renunciado a un empleo fantástico y a un buen apartamento para volar miles de kilómetros hasta otro país, sólo para estar cerca de mí. ¿Cómo quieres que piense que eres un egoísta?
Justin sonríe y se mete una Pringle en la boca.
—Pero si lo de la cestita de muffins no iba en broma —prosigue su hija—, eres un egoísta de tomo y lomo. Y si la Semana Sangre por la Vida fuera en mi universidad, yo habría participado. Aunque aún estás a tiempo de arreglar las cosas con esa mujer.
—Es que tengo la sensación de que me están obligando a hacerlo. Mañana tenía previsto ir a cortarme el pelo, no a que me clavaran agujas en las venas.
—No des sangre si no quieres, no me importa. Pero si lo haces recuerda que una agujita no va a matarte. En realidad, puede que ocurra lo contrario, quizá salves una vida y, nunca se sabe, esa persona podría seguirte el resto de tu vida dejando cestitas de muffins en tu puerta y atrapando pianos al vuelo antes de que te aplasten la cabeza. ¿Y verdad que eso no estaría mal?