6
Observo a los tres niños que juegan en el suelo de la habitación del hospital; manitas y piececitos, mofletes regordetes y labios carnosos: los rostros de sus padres claramente grabados en los suyos. Verlos me parte el corazón y me encoge el estómago. Las lágrimas asoman de nuevo a mis ojos y tengo que apartar la mirada.
—¿Te importa que coja unas uvas? —gorjea mi padre. Es como un pequeño canario columpiándose en una jaula contigua a la mía.
—Coge las que quieras. Oye, papá, deberías irte a casa y comer como es debido. Tienes que reponer fuerzas.
Coge un plátano.
—Potasio. —Sonríe y mueve los brazos vigorosamente—. Esta noche iré a casa corriendo.
—¿Cómo viniste hasta aquí?
De pronto se me ocurre pensar que no ha estado en la ciudad en años. Todo empezó a ir demasiado deprisa para él, los edificios surgían como hongos donde no había nada, las calles cambiaban de nombre y sentido. Setenta y cinco años de edad, viudo desde hace diez. Ahora tiene su propia rutina, contento sin salir de su barrio, charlando con los vecinos, misa cada miércoles y domingo, Club de los Lunes cada lunes (salvo si es festivo y lo pasan al martes), carnicería el martes, crucigramas, puzles y programas de televisión durante el día, su jardín el resto del tiempo.
—Me trajo en coche Fran, la vecina —contesta y deja en su sitio el plátano, aún riendo de la broma de ir corriendo hasta casa, y se mete otra uva en la boca—. Por poco me mata dos o tres veces. Suficiente para hacerme saber que Dios existe, si es que alguna vez lo he dudado. Había pedido uva sin pepitas; ésta no es sin pepitas. —Frunce el ceño y devuelve con sus manos llenas de manchas el racimo a la mesita de noche. Luego se saca las pepitas de la boca y busca una papelera.
—¿Todavía crees en tu Dios, papá?
Me sale con más crueldad de la que quiero, pero es que la ira me tiene desquiciada.
—Pues claro que creo, Joyce. —Como siempre, sin ofenderse. Envuelve las pepitas con su pañuelo y se lo vuelve a meter en el bolsillo—. Los designios del Señor son inescrutables. A menudo no podemos explicarlos ni entenderlos, aceptarlos ni soportarlos. Comprendo que ahora dudes de Él; todos lo hacemos a veces. Cuando tu madre murió, yo… —Se calla y deja la frase a medias como siempre, es lo más lejos que irá en su deslealtad a su Dios, lo máximo que dirá sobre la pérdida de su esposa—. Pero esta vez Dios ha atendido a mis plegarias. Anoche me escuchó cuando oyó mi llamada. Me dijo: «Descuida, Henry. —De pronto ha adoptado un marcado acento de Cavan, el acento que tenía de niño antes de mudarse a Dublín durante la adolescencia—. Te oigo alto y claro. Lo tengo todo controlado, así que no te preocupes. Te echaré una mano, no es ninguna molestia.» Y te salvó. Salvó la vida a mi niña y siempre le estaré agradecido, por más que nos apene la defunción de otro ser.
No sé cómo contestar a eso, pero me ablando.
Arrastra su silla más cerca de la cama haciéndola chirriar por el suelo.
—Y creo en la otra vida —prosigue en voz más baja—. Eso sí. Creo en el paraíso del cielo, ahí arriba, en las nubes, y que todos los que han estado aquí, ahora están allí. Hasta los pecadores, porque Dios a todos perdona, eso es lo que creo.
—¿Todos? —Contengo el llanto. No quiero verter lágrimas. Sé que si empiezo ahora no podré parar nunca—. ¿Y qué pasa con mi bebé? ¿Mi bebé también está allí, papá?
Parece afligido. No habíamos hablado mucho sobre mi embarazo. Al principio todos estábamos preocupados, él más que nadie. Hace sólo unos días nos peleamos cuando le pedí que guardara nuestra cama de invitados en su garaje. Había comenzado a preparar el cuarto del niño, ya ves… Dios mío, el cuarto del niño. Acababa de sacar la cama extra y un montón de trastos. Ya había comprado la cuna. Un amarillo precioso para las paredes, «Buttercup Dream», con una cenefa de patitos.
Faltaban cinco meses. Algunas personas, mi padre incluido, pensaban que era prematuro preparar el cuarto del niño a los cuatro meses de embarazo, pero yo llevaba seis años esperando un bebé, este bebé. No tenía nada de prematuro.
—Ay, cielo, ya sabes que no lo sé… —contesta finalmente.
—Iba a ponerle Sean si era niño —me oigo decir en voz alta. Llevo todo el día diciéndome estas cosas, una y otra vez, y aquí están, saliéndome en lugar de las lágrimas.
—Vaya, es un nombre bonito. Sean.
—Grace si era niña. Por mamá. Le habría gustado.
Aprieta la mandíbula y mira hacia otro lado. Cualquiera que no le conociera pensaría que se ha enfadado, pero me consta que no es el caso. Sé que la emoción se le acumula en la mandíbula como si fuera un depósito, guardándola a buen recaudo hasta que sea absolutamente imposible contenerla, hasta uno de esos raros momentos en que los muros se rompan y las emociones salgan a borbotones.
—Por alguna razón pensaba que era un niño. No sé por qué, pero lo sentía así. Puede que me equivocara. Iba a ponerle Sean —repito.
Papá asiente.
—Está muy bien. Es un nombre bonito.
—Solía hablarle. Le cantaba. Me pregunto si me oía.
Mi voz suena distante. Me siento como si hablara desde el tronco hueco de un árbol donde estoy escondida.
Se hace el silencio mientras imagino un futuro en el que nunca estará el pequeño Sean imaginario. Un futuro en el que le canto cada noche, un futuro de piel de melocotón y salpicaduras a la hora del baño, pataletas y paseos en bicicleta, castillos de arena y berrinches por culpa del fútbol. La ira por una vida añorada —no, peor, una vida perdida— anula mis pensamientos.
—Me pregunto si se enteró —murmuro.
—¿Si se enteró de qué, cielo?
—De lo que estaba pasando. De que iba a desaparecer. ¿Pensaría que yo quería que se fuera? Espero que no me culpe. Yo era todo lo que él tenía y…
Me callo. Estoy a un tris de ponerme a gritar aterrorizada, por eso tengo que callarme. Si doy rienda suelta a las lágrimas, sé que nunca pararán.
—¿Dónde está ahora, papá? —añado—. ¿Cómo puedes morir cuando ni siquiera has nacido?
—Ay, cielo. —Me coge la mano y la estrecha entre las suyas.
—Dime.
Esta vez piensa en ello un buen rato. Me acaricia el pelo, con mano firme me aparta los mechones de la cara y los remete detrás de las orejas. No me lo había hecho desde que era una niña pequeña.
—Pienso que está en el cielo, cariño. Bueno, en realidad no es que lo piense, es que lo sé. Está allí arriba con tu madre, sentado en su regazo mientras ella juega a la canasta con Pauline, desplumándola y riendo socarronamente. Están los tres allí. —Levanta la vista al techo y hace un gesto admonitorio con el dedo—. Haznos el favor de cuidar del pequeño Sean, Gracie, ¿me oyes? Le estará contando todo acerca de ti, le hablará de cuando eras un bebé, del día que diste tus primeros pasos, del día que te salió el primer diente. Le hablará de tu primer día de colegio y de tu último día de colegio y de todos los días que hubo entre esos dos, y él lo sabrá todo sobre ti, de manera que cuando entres por la puerta de allá arriba, como una mujer mucho más vieja de lo que yo soy ahora, levantará la vista de la partida y dirá: «Vaya, aquí está ella en persona: mi madre.» Te reconocerá al instante.
Un nudo en mi garganta, tan grande que apenas puedo tragar, me impide darle las gracias como quiero, pero quizá lo vea en mis ojos, ya que asiente con aire comprensivo y vuelve a dirigir su atención al televisor mientras miro por la ventana sin ver nada.
—Aquí hay una capilla muy bonita, cielo —agrega—. A lo mejor deberías visitarla, cuando te encuentres mejor. No tienes que decir nada, a Él no le importará. Sólo siéntate y piensa. A mí me ayuda.
Pienso que es el último sitio del mundo donde quiero estar.
—Es un lugar agradable —prosigue papá, leyendo mis pensamientos. Me observa y casi puedo oírle rezar para que salte de la cama y coja el rosario que ha dejado en la mesita de noche.
—Es un edificio rococó, ¿sabes? —digo de pronto, y no tengo ni idea de lo que estoy diciendo.
—¿El qué? —Papá frunce el ceño y sus ojos desaparecen bajo las cejas como dos caracoles que se metieran en sus conchas—. ¿Este hospital?
Me concentro.
—¿De qué estábamos hablando?
Ahora es él quien se concentra.
—De los Maltesers —responde—. ¡No!
Se queda callado un momento y luego se pone a contestar como si se tratara de una ronda de preguntas rápidas en un concurso de televisión:
—¡Plátanos! No. ¡El cielo! No. ¡La capilla! Estábamos hablando de la capilla. —Exhibe una sonrisa de un millón de dólares, exultante por haber logrado recordar la conversación que manteníamos hace menos de un minuto. Y sigue adelante—: Y entonces has dicho que es un edificio destartalado. Aunque a decir verdad a mí me pareció que estaba muy bien. Un poco viejo, eso sí, pero no es tan malo ser un poco viejo y destartalado.
Me guiña el ojo.
—La capilla es un edificio rococó, no destartalado —le corrijo, sintiéndome como una profesora—. Es famosa por el intrincado estuco que adorna el techo. Es obra del estucador francés Barthelemy Cramillion.
—¿En serio, cielo? ¿Y cuándo lo hizo?
Arrima su silla a la cama. Lo que más le gusta del mundo es que le cuenten historias.
—En 1762. —Tan exacto. Tan aleatorio. Tan natural. Tan inexplicable que yo lo sepa.
—¿Tanto hace? No sabía que este hospital llevase tanto tiempo aquí.
—Lo construyeron en 1757 —explico frunciendo el ceño. ¿Por qué demonios lo sé? Pero no puedo parar, es como si mi boca funcionara con piloto automático, completamente desconectada de mi cerebro—. Lo diseñó el mismo hombre que hizo la Leinster House. Se llamaba Richard Cassells. Uno de los arquitectos más famosos de su época.
—Esto sí que me suena —miente papá—. Si me hubieses dicho que era cosa de Dick, lo habría sabido al instante. —Se ríe entre dientes.
—La idea fue de Bartholomew Mosse —continúo, y no sé de dónde vienen las palabras, no sé de dónde sale tanta erudición. No se me ocurre de dónde la saco. Tengo una sensación de déjà-vu: estas palabras me resultan familiares, pero no las he oído o dicho antes. Pienso que tal vez me lo estoy inventando, aunque en el fondo me consta que lo que digo es verdad. Una sensación muy grata se adueña de mi cuerpo—. En 1745 adquirió un pequeño teatro, el New Booth, y lo convirtió en el primer hospital de maternidad de Dublín.
—¿Y estaba aquí mismo, el teatro?
—No, estaba en George’s Lañe. Aquí sólo había campos. Pero con el tiempo se quedó pequeño y compró los campos que había en este lugar, consultó con Richard Cassells, y en 1757, el nuevo hospital de maternidad, que ahora se conoce como la Rotonda, fue inaugurado por lord Lieutenant. El ocho de diciembre, si no recuerdo mal.
Papá está confundido.
—No sabía que te interesaras por estas cosas, Joyce. ¿Cómo es que sabes todo eso?
Frunzo el entrecejo. Yo tampoco sabía que las supiera. De repente me invade un sentimiento de frustración y niego con la cabeza enérgicamente.
—Quiero cortarme el pelo —digo enfadada, soplándome el flequillo de la frente—. Quiero marcharme de aquí.
—Muy bien, cielo —responde papá con calma—. Pronto podrás irte.