18

—Fran está esperando fuera, papá. ¡Tenemos que irnos!

—Un momento, cielo, sólo quiero asegurarme de que todo esté bien.

—Todo está bien —se lo aseguro—. Ya lo has comprobado cinco veces.

—Nunca está de más un último repaso. Siempre andan dando noticias de televisores que funcionan mal y tostadoras que explotan y gente que vuelve de sus vacaciones y encuentra un montón de cenizas humeantes donde antes estaba su casa.

Comprueba los enchufes de la cocina por enésima vez. Fran vuelve a tocar el claxon.

—Juro que cualquier día de éstos voy a estrangular a esa mujer. ¡Que te den bocinazos a ti! —le grita como si fuera a oírle, y me echo a reír.

—Papá —le cojo la mano—, tenemos que irnos ya, en serio. A la casa no va a pasarle nada. Tus vecinos y amigos cuidarán de ella. Basta un ruidito en la calle para que se amorren a la ventana. Lo sabes de sobra.

Asiente y mira en derredor con ojos llorosos.

—Vamos a pasarlo muy bien, de verdad —lo tranquilizo—. ¿Qué te preocupa tanto?

—Me preocupa que ese maldito gato de peluche se meta en mi jardín para mearse en mis plantas. Me preocupa que la hiedra asfixie a mis pobres petunias y bocas de dragón, y que no haya nadie que vigile mis crisantemos. ¿Y si sopla viento y llueve mientras estamos fuera? No los he arrodrigado todavía y las flores pesan y se pueden romper. ¿Sabes cuánto tardó en arraigar el magnolio? Lo planté cuando eras una mocosa, mientras tu madre tomaba el sol en las piernas y se reía del señor Henderson, Dios lo tenga en su gloria, que la miraba a hurtadillas entre las cortinas desde la casa de al lado.

Observo cómo se balancea camino de la puerta. Vestido de domingo: traje con chaleco, camisa y corbata, zapatos superlustrosos y la gorra de tweed, por supuesto, sin la cual nunca se ha dejado ver fuera de casa. Es como si hubiera saltado de las fotos que hay en la pared junto a él. Se detiene ante la mesa del recibidor y alarga la mano para coger el retrato de mamá.

—¿Sabes que tu madre siempre me insistía en que fuera a Londres con ella? —pregunta.

Finge que limpia una mancha del cristal, pero en realidad acaricia el rostro de mamá con el dedo.

—Llévatela, papá.

—Ni hablar, qué tontería —niega con seguridad, pero me mira indeciso—. ¿No te parece?

—A mí me parece una gran idea. Nos vamos los tres y lo pasamos en grande.

Las lágrimas vuelven a asomarle a los ojos y con un simple gesto de asentimiento mete el marco de la foto en un bolsillo del abrigo y sale de la casa mientras Fran vuelve a tocar el claxon.

—¡Ya iba siendo hora, Fran! —le grita avanzando por el sendero del jardín—. Llegas tarde, hace siglos que te esperamos.

—He tocado la bocina, Henry. ¿No me habéis oído?

—¿Lo dices en serio? —Sube al coche—. Deberías apretar con más fuerza la próxima vez; no hemos oído nada desde dentro.

Cuando meto la llave en la cerradura el teléfono que está en el recibidor se pone a sonar. Miro la hora. Las siete de la mañana. ¿Quién demonios llama a las siete de la mañana?

El claxon de Fran suena otra vez, me vuelvo enfadada y veo a papá inclinado sobre el hombro de Fran, aporreando el volante con la mano.

—¡Ea!, ahora ya sabes cómo se hace, Fran. Así la próxima vez te oiremos. ¡Date prisa, cielo, tenemos que coger un avión! —Ríe a carcajadas.

Dejo que el teléfono siga sonando y corro al coche con las bolsas.

—No contestan. —Justin camina de un lado a otro de la sala de estar, presa del pánico. Marca el número otra vez—. ¿Por qué no me lo dijiste ayer, Bea?

Bea pone los ojos en blanco.

—Porque no sabía que fuese tan importante. La gente se equivoca de número cada dos por tres.

—Pero es que no se equivocó de número —insiste Justin.

Se para y da golpecitos impacientes con el pie mientras el teléfono suena.

—Eso fue exactamente lo que pasó —replica Bea.

«Contestador automático. ¡Maldita sea! ¿Dejo un mensaje?»

Cuelga y vuelve a marcar frenéticamente.

Harta de sus payasadas, Bea se sienta en un mueble de jardín que hay en la sala y contempla los plásticos que cubren el suelo así como el sinfín de muestras de colores que cubren las paredes.

—¿Cuándo va a terminar de arreglar esto Doris? —pregunta.

—Después de empezar —espeta Justin, marcando otra vez.

—Me silban los oídos —dice Doris con voz cantarina, asomándose a la puerta enfundada con un mono estampado de piel de leopardo—. Mirad qué encontré ayer, ¿no es adorable? —Se ríe—. ¡Hola, Bea! ¡Ay, corazón, qué contenta estoy de verte! —Corre a abrazar a su sobrina—. Estamos tan entusiasmados con tu actuación de esta noche… No te lo puedes imaginar. Mi pequeña Bea, ¡ya toda una mujer y actuando en la Royal Opera House! —exclama con un agudo chillido—. Ay, estamos tan orgullosos, ¿verdad, Al?

Al entra en la sala con una pata de pollo en la mano.

—Hummm hum.

Doris lo mira de arriba abajo indignada y vuelve a mirar a su sobrina.

—Ayer por la mañana llegó una cama para la habitación de invitados, así que ahora tendrás donde dormir cuando te quedes, ¿no te parece estupendo? —Fulmina a Justin con la mirada—. También he traído muestras de pintura y tela para que empecemos a planear el diseño de tu cuarto, aunque sólo voy a diseñarlo siguiendo las reglas Feng shui. En eso sí que no daré mi brazo a torcer.

Bea parece sorprendida.

—Caramba, qué bien.

—Di que sí. ¡Lo pasaremos bomba!

Justin lanza una mirada asesina a su hija.

—Eso es lo que te pasa por ocultar información —le dice.

—¿Qué información? ¿Qué está pasando? —pregunta Doris, atándose el pelo con un pañuelo rosa cereza que sujeta con un lazo en lo alto de la cabeza.

—Papá está que rabia —explica Bea.

—Ya le dije que fuera al dentista. Tiene un flemón, estoy convencida —asegura Doris con toda naturalidad.

—Yo también se lo dije —la secunda Bea.

—No, no es eso. Es la mujer —dice Justin con vehemencia—. ¿Os acordáis de aquella mujer que os dije?

—¿Sarah? —pregunta Al.

—¡No! —contesta Justin como si fuera la respuesta más absurda que pudieran haberle dado.

—¿Quién es capaz de seguirte? —pregunta Al encogiendo los hombros—. Desde luego, Sarah no, sobre todo cuando echas a correr a toda mecha detrás de un autobús y te olvidas de ella.

Justin se pone rojo de vergüenza.

—Le pedí disculpas.

—Se las pediste a su buzón de voz —apunta Al, riendo entre dientes—. Nunca más contestará a tus llamadas.

«Con toda la razón.»

—¿La mujer del déjà-vu? —suelta Doris, cayendo en la cuenta.

—Sí —dice Justin excitado—. Se llama Joyce y ayer llamó a Bea.

—Puede que no —tercia la joven—. Ayer llamó una mujer que se llamaba Joyce, pero creo que hay más de una Joyce en el mundo.

Sin hacerle caso Doris suelta otro grito ahogado.

—¿Cómo es posible? ¿Cómo sabes su nombre?

—Oí que la llamaban así en un autobús vikingo. Y ayer Bea recibió una llamada a su número de emergencia, que sólo tengo yo, de una mujer desde Irlanda. —Justin hace una pausa para dar más dramatismo al momento—: Y se llamaba Joyce. —Se hace el silencio. Justin asiente con la cabeza, sonriendo de manera cómplice—. Sí, lo sé, Doris. Da miedo, ¿eh?

Paralizada, Doris abre los ojos como platos.

—Y tanto si da. Excepto lo del autobús vikingo. —Se vuelve hacia Bea—. ¿Tienes dieciocho años y le has dado a tu padre un número de emergencia?

Justin suelta un gruñido de frustración y vuelve a marcar.

—Antes de que se mudara aquí —explica Bea ruborizándose—, mamá no le dejaba llamar a determinadas horas por la diferencia de hora. Total que me puse otro número. Técnicamente no es un número de emergencia, pero él es el único que lo tiene y cada vez que me llama parece que haya hecho algo malo.

—No es verdad —objeta Justin.

—Claro —contesta Bea con toda tranquilidad, hojeando una revista—, y yo no me voy a vivir con Peter.

—Ahí le has dado, porque va a ser que no —refunfuña Justin—. Peter se gana la vida recogiendo fresas.

—A mí me encantan las fresas —tercia Al, ofreciendo su apoyo—. Si no fuera por Petey, no podría comerlas.

—Peter es consultor de tecnologías de la información —dice Bea, levantando las manos confundida.

Doris elige el momento para meter cuchara y se vuelve hacia Justin.

—Oye, encanto, ya sabes que estoy a favor de todo ese asunto con la mujer del déjà-vu

—Joyce, se llama Joyce.

—Como se llame, pero lo único que has conseguido es una coincidencia. Y yo estoy muy a favor de las coincidencias, pero ésta es… bueno, es bastante tonta.

—Yo no he conseguido nada, Doris, y esa frase es una atrocidad en tantos niveles gramáticos que no te lo podrías creer —contesta Justin—. Pero he conseguido un nombre y ahora tengo un número. —Se arrodilla delante de Doris y le estruja la cara con las manos, apretándole las mejillas de tal manera que le sobresalen los labios—. ¡Y eso, Doris Hitchcock, significa que he conseguido algo!

—También te convierte en un acechador —agrega Bea entre dientes.

«Está saliendo de Dublín. Esperamos que haya disfrutado con su estancia.»

Papá echa hacia atrás sus orejas de goma y enarca las pobladas cejas.

—Dirás a toda la familia que he preguntado por ellos, ¿verdad, Fran? —dice con cierto nerviosismo.

—Por supuesto que sí, Henry. Vais a pasarlo muy bien. —Los ojos de Fran me sonríen de manera cómplice por el espejo retrovisor.

—Iré a verlos a todos en cuanto vuelva —añade papá, mirando atentamente un avión que desaparece en el cielo—. Ya está detrás de las nubes —dice, mirándome indeciso.

—La mejor parte. —Sonrío y parece calmarse un poco.

Fran aparca ante la terminal de salidas y nos apeamos del coche. La acera está llena de gente consciente de que sólo puede detenerse un momento; todo el mundo se da prisa en descargar las maletas, despedirse con abrazos o pagar a los taxistas mientras los agentes de tráfico ordenan a los conductores que vayan despejando el lugar. Papá se queda plantado, otra vez como una roca en medio de un arroyo, tratando de asimilar cuanto sucede alrededor, mientras saco nuestro equipaje del maletero. Cuando me reúno con ellos, papá sale finalmente del trance y dirige su atención a Fran, súbitamente interesado por una mujer con quien siempre anda a la greña. Antes de que ninguno diga nada, los sorprendo dándose un rápido abrazo, y a continuación hago lo propio con ella.

Una vez dentro, en el ajetreo y bullicio de uno de los aeropuertos con más tráfico de Europa, papá me agarra del brazo con una mano mientras con la otra arrastra la maleta de fin de semana que le he prestado. Me costó el día entero y parte de la noche convencerlo de que no tiene nada que ver con los carritos de tela escocesa que Fran y las demás ancianas del barrio usan para ir a la compra. Ahora mira a su alrededor y veo que se fija en los hombres que llevan maletas parecidas. Parece satisfecho, aunque un poco confundido, mientras nos dirigimos a los ordenadores de facturación.

—¿Qué estás haciendo? ¿Sacas libras esterlinas? —pregunta papá.

—No es un cajero, papá, da las tarjetas de embarque.

—¿No hablamos con una persona?

—No, la máquina lo hace por nosotros.

—Yo no me fiaría de esta cosa. —Mira por encima del hombro al hombre que tenemos al lado—. Disculpe, ¿le funciona bien su cosa?

—Scusi?

Papá se echa a reír.

Escusi-busi para usted también. —Me mira sonriente—. Escusi, ésta sí que es buena.

Mi dispiace tanto, signore, la prego di ignorarlo, è un vecchio sciocco e non sa cosa dice —me disculpo con el italiano, que parece algo más que desconcertado ante los comentarios de papá.

No tengo ni idea de lo que le he dicho pero me sonríe y sigue facturando.

—¿Hablas italiano? —Papá se muestra sorprendido, pero no tengo ocasión de contestarle porque me hace callar al oír un aviso por megafonía.

—Chisss, Gracie, podría ser para nosotros —dice—. Más vale que nos demos prisa.

—Aún faltan dos horas para nuestro vuelo.

—¿Por qué hemos venido tan temprano?

—Hay que hacerlo.

Estoy comenzando a cansarme, y cuanto más cansada estoy, más cortas son mis respuestas.

—¿Quién lo dice?

—Seguridad.

—¿Qué seguridad?

—Seguridad del aeropuerto. Es por ahí. —Señalo con la barbilla hacia los detectores de metales.

—¿Adónde vamos ahora? —pregunta en cuanto saco las tarjetas de embarque de la máquina.

—A facturar las maletas.

—¿No podemos llevarlas con nosotros?

—No.

—Hola —dice la señora que está detrás del mostrador, y coge mi pasaporte y el carné de papá.

—Hola —dice papá muy animado, y una sonrisa empalagosa se abre paso entre las arrugas de su rostro permanentemente malhumorado.

Pongo los ojos en blanco. Siempre engañando a las mujeres.

—¿Cuántas maletas van a facturar? —pregunta la señora.

—Dos.

—¿Han hecho ustedes mismos las maletas?

—Sí.

—No. —Papá me da un codazo y frunce el ceño—. Tú has hecho la mía, Gracie.

Suspiro.

—Sí, pero estabas conmigo, papá. La hicimos juntos.

—Eso no es lo que ella ha preguntado. —Se vuelve hacia la señora—. ¿Eso vale?

—Sí —contesta ella, y prosigue—: ¿Alguien les ha pedido que le llevaran algo en el avión?

—N…

—Sí —vuelve a interrumpirme papá—. Gracie metió un par de zapatos suyos en mi maleta porque no cabían en la suya. Sólo nos vamos por un par de días, ¿sabe?, y se ha traído tres pares. Tres.

—¿Llevan algo afilado o peligroso en su equipaje de mano: tijeras, pinzas, mecheros o algo por el estilo?

—No —respondo.

Papá se hace el loco y no contesta.

—Papá —le doy un codazo—, dile que no.

—No —dice por fin.

—Muy bien —asiento.

—Disfruten del viaje —dice la señora, y nos devuelve los documentos.

—Gracias. Lleva un pintalabios precioso —agrega papá antes de que me lo lleve de allí.

Respiro profundamente mientras nos acercamos al control de seguridad y procuro recordar que es la primera vez que papá está en un aeropuerto. Si nunca te han hecho esas preguntas antes, sobre todo si tienes setenta y cinco años, pueden parecer bastante extrañas.

—¿Estás contento? —le pregunto, tratando de disfrutar el momento.

—Loco de alegría, cielo.

Me doy por vencida y no digo nada más.

Cojo una bolsa de plástico transparente, meto dentro mi maquillaje y las pastillas de papá y enfilamos el laberinto de la cola de seguridad.

—Me siento como un ratón —comenta—. ¿Habrá un trozo de queso al final?

Suelta una risita jadeante y de pronto estamos ante los detectores de metales.

—Ahora haz lo que te manden —le indico, quitándome el cinturón y la chaqueta—. Y no causes problemas, ¿entendido?

—¿Problemas? ¿Por qué voy a causar problemas? ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué te quitas la ropa, Gracie?

Gruño por lo bajini.

—Señor, por favor, ¿puede quitarse los zapatos, el cinturón, el abrigo y la gorra? —dice uno de los guardias.

—¿Qué? —le contesta papá riendo.

—Que se quite los zapatos, el cinturón, el abrigo y la gorra.

—No pienso hacer eso. ¿Quiere que vaya por ahí en calcetines?

—Papá, haz lo que te pide —le digo.

—Si me quito el cinturón, se me caerán los pantalones —contesta enfadado.

—Te los sujetas con la mano —le espeto.

—Por Dios Todopoderoso —dice levantando la voz.

El joven guardia se vuelve hacia sus colegas.

—Papá, obedece —insisto con más firmeza. Detrás de nosotros se está formando una larga cola de irritados pasajeros más avezados que ya se han quitado los zapatos, el cinturón y el abrigo.

—Vacíe los bolsillos, por favor —interviene un guardia de más edad y aspecto más fiero.

Papá se muestra indeciso.

—Por Dios, papá, esto no es una broma —le digo—. Hazlo y punto.

—¿Puedo vaciarlos sin que ella esté mirando?

—No, hágalo aquí.

—No estoy mirando —digo, y me vuelvo, perpleja.

Papá vacía los bolsillos y oigo ruidos metálicos.

—Señor, le han advertido de que no podía traer estas cosas consigo.

Doy media vuelta y veo que el guardia de seguridad tiene un mechero y un cortaúñas en las manos. La cajetilla de cigarrillos está en la gaveta con el retrato de mamá, junto a un plátano.

—¡Papá!

—Usted no se meta, por favor —interviene el guardia.

—No le hable así a mi hija —protesta papá—. No sabía que no podía traerlo. Sólo dijeron tijeras, pinzas y agua y…

—De acuerdo, lo entendemos, señor, pero vamos a tener que quitárselo —dice el guardia con calma.

—Pero es mi encendedor bueno, ¡no pueden quitármelo! ¿Y qué haré sin mi cortaúñas?

—Compraremos uno nuevo —le digo entre dientes—. Ahora haz lo que te piden.

—Vale —les dirige un gesto grosero—, quédense esas malditas cosas.

—Señor, por favor, quítese la gorra, el chaquetón, los zapatos y el cinturón.

—Es un hombre mayor —le digo al guardia en voz baja para que no nos oiga la gente que se está acumulando detrás de nosotros—. Necesita una silla para quitarse los zapatos. Y no debería hacerlo porque son ortopédicos. ¿No podrían dejarle pasar?

—El aspecto de su zapato derecho nos obliga a comprobarlo —comienza a explicar el guardia, pero papá le oye y explota.

—¿Piensa que llevo una bomba en el zapato? Seguro, ¿qué clase de idiota haría algo así? ¿Cree que llevo una bomba plantada en la cabeza, debajo de la gorra, o metida en el cinturón? ¿De verdad piensa que mi plátano es un arma? —Agita el plátano apuntando al personal y haciendo onomatopeyas de disparos—. ¿Se han vuelto todos locos, aquí? Quizá llevo una granada debajo de la… —dice cogiendo la gorra, pero no tiene ocasión de terminar la frase porque se arma un lío tremendo: se llevan a papá a empellones delante de mis propios ojos; luego me conducen a una habitación desangelada y me ordenan que espere allí.