22

—Bien pensado, no es mala idea. —Justin deja de seguir a la recepcionista por el pasillo mientras la adrenalina vuelve a adueñarse de su cuerpo—. Eso es exactamente lo que voy a hacer.

—¿Va a dejar sus dientes aquí? —dice ella secamente, con un marcado acento de Liverpool.

—No, me voy a Banqueting House —contesta Justin, dando un saltito de entusiasmo.

La recepcionista le mira de mala manera, aniquilando su entusiasmo.

—Me trae sin cuidado lo que le pase, esta vez no se va a escapar —le espeta—. Andando. El doctor Montgomery se enfadará mucho si vuelve a saltarse la visita.

Con un gesto, lo insta a seguir.

—Vale, vale, un momento. Ahora tengo los dientes bien. —Extiende las manos y encoge los hombros quitándole importancia al asunto—. Se me ha pasado. No me duele nada. Mire… —Gesticula ostensiblemente como si mordiera—. ¿Ve? En perfecto estado. Ni siquiera sé qué hago aquí. No siento nada.

—Tiene los ojos llorosos.

—Soy muy emotivo.

—Está delirando. Andando.

Pasa delante de él y lo conduce pasillo abajo.

El doctor Montgomery lo recibe en su despacho con un taladro en la mano.

—Hola, Clarisse —dice, y se parte el pecho de risa—. Es broma. ¿Intentaba escapar de mí otra vez, Justin?

—No. Bueno, sí. Bueno, no, no escapar, exactamente, pero es que me he dado cuenta de que tendría que estar en otra parte y…

Mientras se explica, el fornido doctor Montmogery y su igualmente forzuda enfermera se las arreglan para sentarlo en el sillón, y cuando termina de excusarse se da cuenta de que lleva puesta una bata y lo han recostado.

—Me temo que no he sacado nada en claro de lo que ha dicho, Justin —dice el doctor Montgomery alegremente. Justin suspira—. ¿No va a darme guerra hoy? —pregunta poniéndose los guantes de látex.

—Siempre y cuando no me pida que tosa.

El doctor Montgomery se ríe y Justin abre la boca a regañadientes.

La luz roja de la cámara se apaga y agarro a papá del brazo.

—Papá, tenemos que irnos enseguida —le apremio.

—Aún no —responde papá con un sonoro suspiro al estilo de David Attenborough—. Michael Aspel está allí. Puedo verle junto a la mesa de la porcelana; alto, encantador, más apuesto de lo que pensaba. Está buscando a alguien con quien hablar.

—Michael Aspel estará muy atareado presentando su programa de televisión. —Clavo las uñas en el brazo de papá—. No creo que hablar contigo ocupe un lugar destacado en su lista de prioridades.

Papá se muestra ligeramente herido, y no por mis uñas, precisamente. Levanta el mentón, el cual, después de tantos años, me consta que está unido a su orgullo por un hilo invisible. Se dispone a abordar a Michael Aspel, que está solo junto a la mesa de la porcelana con un dedo en la oreja.

—Debe de ser propenso a que se le acumule la cera, igual que yo —susurra papá—. Tendría que usar ese producto que me compraste. ¡Pop! Sale en un periquete.

—Lleva un auricular, papá. Está escuchando lo que le dicen desde la cabina de control.

—No, me parece que es un audífono. Vayamos a verle, y recuerda que tienes que levantar la voz y pronunciar las palabras claramente. Tengo experiencia en esto.

Le corto el paso y le lanzo la mirada más intimidatoria que puedo. Papá se apoya en la pierna izquierda y de inmediato queda prácticamente a la altura de mis ojos.

—Papá, si no nos vamos de aquí ahora mismo, acabaremos encerrados en una celda. Otra vez —le advierto.

Papá se ríe.

—Bah. No exageres, Gracie.

—Soy la puñetera Joyce —siseo.

—Muy bien, puñetera Joyce, no hace falta que te pongas nerviosa.

—No creo que entiendas la gravedad de nuestra situación. Acabamos de robar una papelera victoriana de mil setecientas libras en lo que antaño fue un palacio real y hemos hablado de ello en directo.

Papá me mira enarcando sus pobladas cejas hasta la mitad de la frente, y le veo los ojos por primera vez en mucho tiempo. Parecen alarmados, así como llorosos y amarillentos, y tomo nota mental de preguntarle al respecto después, cuando no estemos huyendo de la ley. O de la BBC.

La chica de producción a quien he seguido antes para encontrar a papá me hace señas con los ojos desde el otro extremo de la sala. El corazón me palpita de pánico y miro alrededor. Varias cabezas se vuelven hacia nosotros. Lo saben.

—Se acabó, tenemos que largarnos —digo—. Me parece que se han enterado.

—No hay para tanto. Lo devolvemos y listos. —Habla como si no hubiera para tanto—. Ni siquiera lo hemos sacado del edificio… Eso no es delito.

—De acuerdo, ahora o nunca. Cógela enseguida para que podamos devolverla y salgamos de aquí.

Busco con la mirada entre la gente para ver si algún hombre fornido se dirige hacia nosotros, haciendo crujir los nudillos y blandiendo un bate de béisbol. Sólo la chica de los auriculares, y estoy segura de que puedo enfrentarme a ella. Si no, papá puede arrearle en la cabeza con su macizo zapato ortopédico.

Papá coge la papelera de la mesa e intenta esconderla en el abrigo, pero el abrigo apenas cubre un tercio de ella. Le miro extrañada y renuncia a esconderla. Nos abrimos paso entre la gente, ignorando las felicitaciones y enhorabuenas de quienes parecen creer que nos ha tocado la lotería, y veo que la chica de los auriculares también se abre paso entre el gentío.

—Deprisa, papá, deprisa.

—Voy tan deprisa como puedo.

Llegamos a la puerta del vestíbulo, dejando a la gente atrás, y enfilamos hacia la entrada principal. Vuelvo la vista antes de cerrarla a mis espaldas y veo a la chica de los auriculares, que habla con expresión de urgencia por el micrófono. Echa a correr, pero queda atrapada entre dos hombres con monos marrones que llevan una barra con ruedas llena de ropa. Cojo la papelera de manos de papá y nos metemos prisa. Una vez abajo, recogemos nuestro equipaje en guardarropía y seguimos corriendo, arriba, abajo, arriba, abajo, hasta llegar al suelo de mármol del vestíbulo.

Justo cuando papá alcanza el gigantesco picaporte dorado de la puerta principal, oímos a nuestras espaldas:

—¡Alto! ¡Esperen!

Nos quedamos paralizados unos segundos hasta que poco a poco comenzamos a volvernos, intercambiando una mirada de pánico.

—Corre —le digo a papá sin voz, articulando para que me lea los labios.

Suspira con dramatismo, pone los ojos en blanco y se apoya en la pierna derecha, doblando la izquierda, como para recordarme lo mucho que le cuesta caminar, así que no digamos correr.

—¿Adónde van con tanta prisa? —pregunta el hombre, viniendo a nuestro encuentro.

Finalmente miramos al hombre de frente, dispuestos a defender nuestro honor.

—Ha sido ella —dice papá de inmediato, señalándome con el pulgar.

Me quedo boquiabierta.

—Me temo que han sido los dos —responde él, sonriendo—. Se han dejado puesto el micrófono y el transmisor. Valen una pasta. —Manipula la parte trasera de los pantalones de papá y suelta la batería—. Podrían haber tenido problemas, si se hubiesen dado a la fuga con esto —bromea.

Papá parece aliviado hasta que pregunto nerviosa:

—¿Han estado conectados todo el rato?

—A ver… —Estudia el aparato y pone el interruptor en posición «off»—. Pues sí, lo estaban.

—¿Quién ha podido oírnos?

—No se preocupe, no habrán emitido mientras estaban con el siguiente concursante.

Suspiro aliviada.

—Aunque cualquiera del equipo que llevara auriculares puede haberles oído —añade, y comienza a quitarme el mío. De repente, me veo en una situación de lo más embarazosa cuando al intentar soltar la batería de la cinturilla de mis pantalones me tira de la cremallera.

—¡Au! —aúllo, y mi voz retumba en el eco del vestíbulo.

—Perdón. —El técnico de sonido se sonroja mientras me arreglo la ropa—. Gajes del oficio.

—Anima esa cara, hijo —le dice papá sonriendo.

En cuanto el técnico regresa a la feria, ponemos la papelera en su sitio, junto a la puerta de entrada, y mientras nadie nos mira metemos dentro los paraguas rotos y salimos de la escena del crimen.

—Y bien, Justin, ¿alguna novedad? —pregunta el doctor Montgomery.

Justin, que está tumbado en el sillón con dos manos enguantadas y varios aparatos metidos en la boca, no sabe muy bien cómo contestar y decide pestañear una vez, tal como lo ha visto hacer en televisión. Entonces, como no está seguro de qué significa esa señal, parpadea dos veces más para acabar de enredar las cosas.

El doctor Montgomery no entiende su código y se echa a reír.

—¿Se le ha comido la lengua el gato? —Justin pone los ojos en blanco—. Cualquier día de éstos empezaré a ofenderme si la gente continúa ignorándome cuando le hago preguntas.

Vuelve a reírse y se inclina encima de Justin, ofreciéndole un magnífico plano de sus fosas nasales.

—Arrrgggh. —Justin se estremece cuando el instrumento frío le toca la parte dolorida.

—Detesto decir que se lo advertí —prosigue Montgomery—, pero sería mentira. La caries que no me dejó ver durante la última visita se ha infectado y ahora el tejido está inflamado.

Da unos cuantos golpecitos más.

—Aaah. —Justin suelta un grito sofocado desde lo más hondo de su garganta.

—Debería escribir un libro sobre lenguaje odontológico. La gente emite toda una gama de sonidos que sólo yo puedo comprender. ¿Qué opinas, Rita?

A Rita, la de los labios brillantes, le importa un bledo.

Justin gorjea improperios.

—Vamos, vamos. —La sonrisa del doctor Montgomery desaparece un instante—. No sea grosero.

Perplejo, Justin se concentra en el televisor colgado en la pared del rincón. El rótulo rojo de Sky News anuncia noticias de última hora, y aunque tiene el volumen bajado y está demasiado lejos para leer de qué noticia se trata, proporciona una bienvenida distracción de las pésimas bromas del doctor Montgomery, calmando su impulso de saltar del sillón y coger el primer taxi que vea para ir de cabeza a Banqueting House.

El locutor está delante de Westminster, pero como Justin no oye nada, no tiene ni idea de qué está contando. Estudia su rostro e intenta leerle los labios mientras el doctor Montgomery se aproxima a él con lo que parece una aguja. Los ojos se le abren al fijarse en algo que ve en la pantalla.

El doctor Montgomery sonríe sosteniendo la aguja delante del rostro de Justin.

—No se preocupe, Justin. Ya sé cuánto odia las agujas, pero hay que pincharle para adormecerle la encía. Necesita un empaste en otro diente si no quiere que le salga otro flemón. No le dolerá, sólo sentirá una pequeña molestia.

Justin abre más los ojos, fijos en el televisor, e intenta incorporarse. Por una vez, la aguja le trae sin cuidado. Incapaz de mover o cerrar la boca, comienza a emitir ruidos guturales.

—Vale, no tenga miedo —dice el doctor—. Sólo un momento más. Ya casi estoy.

Se inclina sobre Justin de nuevo, tapándole el televisor, y Justin se revuelve en el asiento para ver la pantalla.

—Por Dios, Justin, deje de moverse. La aguja no le matará, pero igual lo hago yo si no deja de retorcerse —amenaza Montgomery, riendo.

—Ted, me parece que quizá deberíamos parar —interviene la enfermera, y Justin le dedica una mirada agradecida.

—¿Le está dando alguna clase de ataque? —pregunta el doctor Montgomery a la enfermera. Acto seguido, levanta la voz y se dirige a Justin como si fuese duro de oído—: Digo que si le está dando alguna clase de ataque.

Justin pone los ojos en blanco y emite más sonidos guturales.

—¿La tele? ¿A qué se refiere? —El doctor Montgomery levanta la vista hacia la pantalla y por fin saca los dedos de la boca de Justin.

Montgomery y la enfermera miran las noticias mientras Justin observa el fondo de la imagen, donde Joyce y su padre se han metido en el ángulo de tiro de la cámara, quedando con el Big Ben detrás. Al parecer sin ser conscientes de ello, mantienen lo que parece una acalorada discusión, gesticulando mucho con las manos.

—Mira esos dos idiotas del fondo —dice riendo el doctor Montgomery.

De repente el padre deja su maleta a los pies de Joyce y se marcha hecho una furia, dejando a su hija sola y con dos maletas mientras levanta las manos en un gesto de frustración.

—¡Sí, gracias, muy maduro por tu parte! —le grito a papá, que se ha largado hecho una furia tras dejar su maleta a mis pies.

Ha tomado la dirección equivocada. Otra vez. No ha parado de equivocarse desde que hemos salido de Banqueting House, pero se niega a reconocerlo, igual que se niega a que cojamos un taxi para ir al hotel, ya que se ha impuesto la misión de ahorrar hasta el último penique.

Todavía alcanzo a verle, de manera que me siento sobre la maleta y aguardo a que se dé cuenta de que ha vuelto a equivocarse. Está anocheciendo y sólo deseo llegar al hotel para darme un baño. Suena mi teléfono.

—Hola, Kate.

Oigo una risa histérica al otro lado.

—¿Qué ocurre? —digo sonriendo—. Vaya, resulta agradable ver que alguien está de buen humor.

—Ay, Joyce —recobra el aliento y me la imagino enjugándose las lágrimas—. Eres la mejor dosis de medicina del mundo, te lo juro.

—¿Qué quieres decir? —Oigo las risas de sus hijos de fondo.

—Hazme un favor y levanta la mano derecha.

—¿Por qué?

—Hazlo y punto. Es un juego que me han enseñado los niños. —Ríe con picardía.

—Vale. —Suspiro y levanto la mano derecha.

Oigo que los niños se parten de risa.

—¡Dile que mueva el pie derecho! —grita Jayda al lado del teléfono.

—Vale. —Me río. Esto me está poniendo de mejor humor. Muevo el pie derecho y vuelven a reírse; incluso oigo al marido de Kate desternillándose en el fondo, cosa que de pronto me hace sentir incómoda—. Kate, ¿qué es todo esto exactamente?

Kate no puede contestar a causa de la risa.

—¡Dile que dé saltitos! —grita Eric.

—No —contesto irritada.

—Lo ha hecho por Jayda —comienza a quejarse y, como no quiero que llore, me pongo a dar saltitos.

Vuelven a reír como posesos.

—¿Por casualidad —resuella Kate entre risas— hay alguien por ahí que pueda darte la hora?

—¿A qué viene todo esto? —Frunzo el ceño, mirando en derredor. Aún sin entender la broma, veo el Big Ben a mi espalda, y al volverme hacia el otro lado veo el equipo de televisión a lo lejos. Dejo de saltar.

—¿Qué demonios está haciendo esa mujer? —El doctor Montgomery se acerca al televisor—. ¿Está bailando?

—¿Uuu han ii ha? —dice Justin, notando el efecto de la boca adormecida.

—Claro que la veo —contesta Montgomery—. Creo que está haciendo el Hokey Cokey. ¿Veis? La pierna izquierda dentro… —Empieza a cantar—. Pierna izquierda fuera. Dentro. Fuera. Dentro. Fuera y vuelta entera. —Baila por la consulta mientras Rita pone los ojos en blanco.

Justin, aliviado al comprobar que no es el único que ve a Joyce, se pone a dar saltos en el sillón, impaciente.

«¡Deprisa! Tengo que ir a por ella.»

El doctor Montgomery le echa una mirada llena de curiosidad, Justin se retrepa en el sillón y el dentista vuelve a llenarle la boca de instrumentos, desprendiéndole una nueva serie de gorjeos y ruidos con la garganta.

—No le servirá de nada explicármelo, Justin, no va a marcharse a ninguna parte hasta que haya acabado de ponerle el empaste. Tendrá que tomar antibióticos para el flemón y, en la próxima visita, o bien se lo extraigo o le aplicamos tratamiento de endodoncia. Según con qué humor me pille. —Ríe tontamente—. Y sea quien sea esa señorita Joyce, puede darle las gracias por haberle curado el miedo a las agujas. Ni siquiera se ha dado cuenta de que le he puesto la inyección.

—Aah haa uuu aaa aa ii a.

—Vaya, pues me alegro por usted, muchacho. Yo también he donado sangre alguna vez. Se queda uno la mar de satisfecho, ¿verdad?

—Aa. Uuu aaa iii uuuu.

El doctor Montgomery echa la cabeza hacia atrás y se ríe.

—No sea tonto, hombre. Nunca le dirán a quién le han puesto su sangre. Además, ya la estarán separando en los distintos componentes: plaquetas, glóbulos rojos y demás.

Justin gorjea otra vez y el dentista vuelve a reír.

—¿Qué tipo de muffin prefiere?

—Aa aa oo.

—Plátano. —Parece considerarlo—. Yo prefiero chocolate. Aspirador, Rita, por favor.

Una apabullada Rita mete el tubo en la boca de Justin.