33
Justin camina por el vestíbulo de llegadas del aeropuerto de Dublín con el teléfono pegado al oído, escuchando una vez más la respuesta del buzón de voz de Bea. Suspira y pone los ojos en blanco, ya empieza a estar harto de esa conducta tan infantil.
—Hola, cariño, soy yo. Papá. Otra vez. Oye, sé que estás enfadada conmigo, y que a tu edad todo es muy melodramático, pero si escuchas lo que tengo que decirte es probable que estés de acuerdo conmigo y que cuando seas mayor y canosa me lo agradezcas. Sólo quiero lo mejor para ti y no voy a colgar el teléfono hasta que te haya convencido…
Cuelga de inmediato.
Tras la barandilla que despeja la puerta de llegadas hay un hombre de traje oscuro que sostiene un gran letrero blanco con el apellido de Justin escrito en letras mayúsculas. Debajo está la palabra mágica: «GRACIAS.»
Esa palabra ha captado su atención en vallas publicitarias, periódicos, anuncios de radio y televisión todo el día y cada día desde que recibió la primera nota. Cada vez que la palabra salía de los labios de un transeúnte, reaccionaba siguiéndolo como si estuviera hipnotizado, como si contuviera un código secreto encriptado ex profeso para él. Flota en el aire como el aroma a hierba recién cortada en un día de verano; más que un olor, lleva con ella una sensación, un lugar, una estación del año, una felicidad, una celebración del cambio, del seguir adelante. Le transporta como el oír una vieja canción de juventud, cuando la nostalgia, como la marea, sube y te alcanza en la arena, tirando de ti hacia el agua cuando menos lo esperas, a menudo cuando menos lo deseas.
Esa palabra resuena sin cesar en su cabeza: «Gracias… gracias… gracias…» Cuanto más la oye y relee las breves notas, más extraña le resulta, como si estuviera viendo la secuencia de esas letras concretas por primera vez en su vida; como notas musicales, tan conocidas, tan simples pero que dispuestas de manera diferente se convierten en puras obras de arte.
Esa transformación de las cosas normales y corrientes en algo mágico; la creciente comprensión de que lo percibido no era lo único que había, le trajo el recuerdo de cuando era niño y pasaba largos ratos mirando su cara en el espejo. De pie sobre una banqueta para llegar a verse, cuanto más fijamente se miraba, más se deformaba su cara en otra que le era del todo desconocida. No era la cara que su mente se había empeñado en convencerle de que tenía, sino que veía su yo real: los ojos un poco más separados, un párpado un poco más bajo que el otro, una ventana de la nariz también ligeramente más baja, una comisura torcida hacia abajo, como si hubiera una línea que cruzara por la mitad de su cara y al dibujar esa línea todo hubiera sido arrastrado hacia abajo, como un cuchillo al cortar una tarta de chocolate pegajoso. La superficie, antes tersa, caía y colgaba. A primera vista no se notaba nada. Un atento análisis, antes de lavarse los dientes por la noche, revelaba que tenía la cara de un extraño.
Ahora se retira un paso de esa palabra, le da unas cuantas vueltas y la mira desde todos los ángulos. Como si fuese un cuadro en una galería, la propia palabra dicta la altura a la que debe ser expuesta, el ángulo desde el que hay que acercarse y la posición desde donde se contempla mejor. Ahora ha encontrado el ángulo correcto. Ahora ve el peso que tiene, como el de una paloma, y el mensaje que transmite, una ostra con su perla, una abeja defendiendo a su reina y su miel con el aguijón a punto. Transmite determinación, tiene la fuerza de la belleza y la pólvora. Más que una educada expresión repetida mil veces a diario, «gracias» ahora tiene significado.
Sin pensar más en Bea, cierra el teléfono y aborda al hombre que sostiene el letrero.
—Hola.
—¿Señor Hitchcock? —Las cejas del hombre de metro noventa son tan oscuras y pobladas que Justin apenas le ve los ojos.
—Sí —dice receloso—. ¿Este coche es para Justin Hitchcock?
El hombre consulta un trozo de papel que guarda en el bolsillo.
—Sí, así es, señor. ¿Sigue tratándose de usted o esto cambia las cosas?
—Sí —dice Justin despacio, como si lo meditase—. Ése soy yo.
—No parece usted muy seguro —dice el chófer, bajando el letrero—. ¿Adónde va esta mañana?
—¿No debería usted saberlo?
—Y lo sé. Pero la última vez que dejé subir a mi coche a un tipo tan inseguro como usted, llevé a un activista de los derechos de los animales directo a una reunión de la Asociación del Zorro. Tendría que haber visto la cara del presidente de la asociación. Se vio atrapado en el aeropuerto sin coche mientras el chiflado que recogí derramaba pintura roja por la sala de conferencias. Digamos que, en lo que a propina para mí se refiere, fue lo que podríamos llamar un día perdido.
—Bueno, no creo que los pobres sabuesos lo llamaran de ninguna manera —bromea Justin—, a no ser que se pusieran a aullar. —Levanta el mentón y se pone a aullar—: ¡Ouu-uuu!
El chófer le mira impávido y Justin se pone colorado.
—Bueno, voy a la National Gallery. —Pausa—. Soy pro National Gallery. Voy a hablar sobre pintura, no a convertir a la gente en telas como método para desahogar mi frustración. Aunque si mi ex esposa estuviera entre el público la perseguiría con una brocha. —Se ríe, y el chófer le contesta con una mirada impertérrita—. No esperaba que nadie viniera a recogerme —cotorrea Justin pisando los talones del chófer mientras salen del aeropuerto al nublado día de octubre—. Nadie de la Gallery me informó de que estaría usted aquí —insiste mientras recorren presurosos el acceso para peatones bajo los goterones que caen como paracaidistas del cielo.
—A mí no me avisaron del trabajo hasta anoche a última hora. Se supone que hoy tenía que haber ido al funeral de una tía de mi esposa. —Busca en sus bolsillos el tique de aparcamiento y lo mete en la máquina para validarlo.
—Vaya, lo siento. —Justin deja de sacudirse las bajas del cuerpo de paracaidistas de sus hombros y mira al chófer con apesadumbrado respeto.
—Yo también —dice el chófer—. Odio los funerales.
Curiosa respuesta.
—Bueno, no es el único que piensa así.
El chófer se detiene y se vuelve hacia Justin con expresión muy seria.
—Siempre me entra la risa —dice—. ¿Alguna vez le ha pasado?
Justin no está seguro de si debe tomarle en serio, pero el chófer no muestra el menor rastro de sonrisa. Entonces Justin recuerda el funeral de su padre y regresa a cuando tenía nueve años: las dos familias apiñadas en el cementerio, todos vestidos de negro de la cabeza a los pies como escarabajos en torno al sucio agujero excavado en la tierra donde habían metido el ataúd. La familia de su padre había venido desde Irlanda trayendo consigo una lluvia nada frecuente en el caluroso verano de Chicago. Su tía Emelda sujetaba el paraguas con una mano y con la otra le agarraba firmemente del hombro, mientras Al y su madre estaban a su lado debajo de otro paraguas. Su hermano había llevado con él un coche de bomberos con el que jugaba mientras el sacerdote hablaba sobre la vida de su padre, cosa que fastidiaba a Justin. En realidad, todo y todos fastidiaban a Justin ese día.
Odiaba que tía Emelda tuviera apoyada la mano en su hombro, aunque sabía que lo hacía con la mejor intención. La notaba pesada y tensa, como si estuviera reteniéndole, temerosa de que se le escapara, temerosa de que se escabullera por el gran hoyo en el que iban a meter a su padre.
Aquella mañana la había saludado, vestido con su mejor traje, tal como su madre le había pedido que hiciera, y ella le había respondido con su voz queda, tan baja que Justin tenía que arrimar el oído a sus labios para oírla. Tía Emelda había fingido ser vidente como hacía siempre que se encontraban al cabo de largas temporadas sin verse.
—Sé justo lo que quieres, soldadito —le había dicho con el marcado acento de Cork que Justin apenas entendía, por lo que nunca estaba seguro de si había entonado una canción o le estaba hablando.
Había hurgado en su enorme bolso hasta sacar un soldado con una sonrisa de plástico y un saludo de plástico, arrancándole deprisa el precio, con lo que también había arrancado el nombre del soldado antes de dárselo. Justin miró fijamente al Coronel Equis, que le saludaba con una mano y sostenía un arma de plástico con la otra, y enseguida desconfió de él. El arma de plástico se perdió en el inmenso montón de abrigos negros apilados junto a la puerta principal en cuanto abrió el paquete. Como de costumbre, los poderes paranormales de tía Emelda habían sintonizado con los deseos de algún otro niño de nueve años, pues Justin no había deseado aquel soldado de juguete ese día ni ningún otro, y no pudo dejar de imaginarse a otro niño de su edad que aguardaba en otra parte de la ciudad un soldado de plástico como regalo de cumpleaños y al que alguien le entregaba al padre de Justin sujeto por su mata de pelo negro azabache. No obstante, aceptó su considerado regalo con una sonrisa tan grande y sincera como la del Coronel Equis. Más tarde ese mismo día, de pie junto al hoyo abierto en el suelo, quizá por una vez tía Emelda le leyera la mente, dado que su mano lo agarró con más firmeza y sus uñas se clavaron en sus huesudos hombros como para retenerlo. Pues Justin había pensado en saltar a aquella fosa húmeda y oscura.
Pensó cómo sería estar en el mundo de allí abajo. Si lograra zafarse de la forzuda mano de su tía de Cork y saltar al hoyo sin que nadie se lo impidiera, quizá cuando la tierra se cerrara encima de ellos, como una alfombra de hierba que alguien desenrollara, estarían los dos juntos. Se preguntaba si tendrían su propio mundo particular bajo tierra. Su padre sería todo suyo, sin tener que compartirlo con su madre ni con Al, y podrían jugar y reír donde era más oscuro. A lo mejor a su padre no le gustaba la luz; a lo mejor lo único que quería era que la luz se marchara para que no le hiciera entornar los ojos y que su piel blanca no se quemara y le escociera como pasaba siempre que salía el sol. Cuando aquel sol caliente aparecía en el cielo, su padre se fastidiaba y tenía que sentarse en la sombra mientras él y su madre y Al jugaban fuera, su madre más morena cada día, su padre más pálido y más irritado por el calor. Tal vez lo único que quería era descansar un poco del verano para que el picor y la frustración de la luz se marcharan.
Mientras bajaban el ataúd al hoyo, su madre dio unos alaridos que hicieron que Al también se echara a llorar. Justin sabía que su hermano no lloraba porque extrañara a su padre, lloraba porque le daba miedo la reacción de su madre. Ésta había comenzado a llorar cuando los gimoteos de su abuela, la madre de su padre, se habían convertido en sonoros gemidos, y cuando Al rompió a llorar, partió el corazón de toda la congregación ver al pobre chiquillo hecho un mar de lágrimas. Incluso el hermano de su padre, Seamus, que siempre parecía dispuesto a reír, tenía el labio tembloroso y una vena que le sobresalía en el cuello como la de un forzudo, cosa que hizo que Justin pensara que había otra persona dentro de su tío, luchando por salir en cuanto se lo permitiera.
La gente nunca debería comenzar a llorar. Porque si comienzan… Justin tenía ganas de gritarles a todos que dejaran de ser tan estúpidos; que Al no estaba llorando a su padre. Quería decirles que en realidad su hermano apenas se enteraba de lo que estaba ocurriendo. Se había pasado todo el día concentrado en su coche de bomberos y de vez en cuando miraba a Justin con una cara tan llena de preguntas que éste tenía que apartar la mirada.
Unos hombres con trajes oscuros habían traído a hombros el ataúd de su padre. Hombres que no eran sus tíos ni amigos de su padre. No lloraban como todos los demás, aunque tampoco sonreían. No parecían aburridos, pero tampoco muy interesados. Daban la impresión de haber asistido al funeral de su padre cien veces, que no les afligía demasiado que hubiese vuelto a fallecer y que tampoco tenían inconveniente en hacer otro hoyo, llevarlo a hombros de nuevo y volverlo a enterrar. Observó mientras los hombres sin sonrisa arrojaban puñados de tierra encima del ataúd, haciendo un ruido de tambor contra la madera. Se preguntó si eso iba a despertar a su padre de su sueño veraniego. No lloraba como los demás porque estaba seguro de que su padre había huido de la luz. Su padre no volvería a sentarse a solas en la sombra.
Justin se da cuenta de que el chófer le está mirando fijamente. Ladea la cabeza como si aguardara la respuesta a una pregunta muy personal, como si le hubiese preguntado si alguna vez le ha salido un sarpullido.
—No —contesta Justin en voz baja, carraspeando y regresando de sus recuerdos al mundo de treinta y cinco años después. Viajar mentalmente por el tiempo; toda una experiencia.
—Estamos allí.
El chófer pulsa un botón de su llavero y se encienden las luces de un Mercedes Clase S.
Justin se queda boquiabierto.
—¿Sabe quién ha organizado todo esto? —pregunta.
—Ni idea. —El chófer le sostiene la puerta abierta—. Me limito a cumplir las órdenes de mi jefe. Aunque ha sido un poco inusual tener que escribir «gracias» en el letrero. ¿Tiene sentido para usted?
—Sí, sí que lo tiene pero… es complicado. ¿Podría preguntarle a su jefe quién paga este servicio?
Justin se sienta en el asiento trasero del coche y deja su maletín en el suelo a su lado.
—Puedo intentarlo —contesta el chófer.
—Se lo agradecería.
«¡Entonces te habré pillado!»
Justin se acomoda en el asiento de cuero, estira las piernas y cierra los ojos, casi incapaz de reprimir una sonrisa.
—Me llamo Thomas, por cierto —se presenta el chófer—. Estoy a su servicio todo el día, así que no tiene más que decirme adónde quiere que vayamos después.
—¿El día entero?
Justin casi se asfixia con la botella de agua fría que le estaba esperando en el apoyabrazos. Le salvó la vida a una persona rica. ¡Sí! Tendría que haberle dicho más cosas a Bea aparte de lo de los muffins y los periódicos. Una casa en el sur de Francia. Qué idiota fue al no pensarlo antes.
—¿No es su empresa la que ha organizado este servicio para usted? —pregunta Thomas.
—No. —Justin menea la cabeza—. Desde luego que no.
—A lo mejor tiene un hada madrina a la que no conoce —comenta Thomas, deliberadamente inexpresivo.
—Bueno, veamos de qué está hecha esta calabaza. —Ríe Justin.
—No podremos probarla a fondo con este tráfico —dice Thomas, sumándose al denso tráfico de Dublín empeorado por la mañana encapotada y lluviosa.
Justin pulsa el botón de la calefacción para los asientos, se retrepa y nota cómo se le van templando la espalda y el trasero. Se quita los zapatos, se repantinga y se relaja mientras observa los rostros desdichados de los que van en los autobuses mirando adormilados por las ventanas empañadas.
—Después de la Gallery, ¿le importaría llevarme a D’Olier Street? —le dice al chófer—. Tengo que visitar a una persona en la clínica de donaciones de sangre.
—Por supuesto, jefe.
El viento de octubre sopla racheado intentando desprender las últimas hojas de los árboles cercanos. Ellas se agarran con fuerza, como las niñeras en Mary Poppins cuando se sujetan a las farolas de Cherry Tree Lañe en un desesperado intento por impedir que el vendaval las aleje de la entrevista para el empleo en casa de los Banks. Las hojas, como mucha gente este otoño, todavía no están dispuestas a soltarse. Se aferran al ayer, impotentes ante el cambio de color pero, por Dios, presentando batalla antes de rendir el lugar que ha sido su hogar durante dos estaciones. Observo una hoja que se suelta y baila por el aire antes de caer al suelo. La recojo y la hago girar poco a poco sujetándola por el tallo. No me gusta el otoño; no me gusta presenciar la tenacidad con que todo se marchita al perder la batalla contra la naturaleza, el gran enemigo imposible de batir.
—Ahí llega el coche —comento a Kate.
Estamos delante de la National Gallery, detrás de los coches del otro lado de la calle, a la sombra de los árboles que se asoman por encima de la verja de Merrion Square.
—¿Has pagado eso? —dice Kate—. Estás loca de atar.
—Dime algo que no sepa. En realidad sólo he pagado la mitad. El chófer es el tío de Frankie; dirige la empresa. Si nos mira, haz como que no le conoces.
—No le conozco.
—Vaya, qué convincente.
—Joyce, no he visto a ese hombre en mi vida.
—Caray, eso está mejor.
—¿Hasta cuándo piensas seguir con esto, Joyce? Lo de Londres me pareció divertido pero, francamente, lo único que sabemos es que donó sangre.
—A mí.
—Eso no lo sabemos.
—Yo sí lo sé.
—No puedes saberlo.
—Sí puedo. Eso es lo más divertido.
Kate parece dudarlo y me mira con tanta compasión que la sangre me bulle en las venas.
—Kate, ayer tomé hinojo y carpaccio para cenar, y me pasé la noche cantando casi todas las letras del Ultimate Collection de Pavarotti.
—Sigo sin comprender por qué piensas que Justin Hitchcock es el hombre responsable de eso. ¿Te acuerdas de aquella película, Phenomenon? John Travolta se convertía en un genio de la noche a la mañana.
—Tenía un tumor cerebral que le aumentaba la capacidad de aprender —le recuerdo.
El Mercedes se detiene ante la verja de la Gallery. El chófer se apea y le abre la puerta a Justin, que aparece, maletín en mano, con una sonrisa de oreja a oreja, y me alegra constatar que el próximo pago mensual de mi hipoteca ha tenido un buen uso. Me preocuparé de eso, y de todos los demás asuntos pendientes de mi vida, cuando llegue el momento.
Todavía tiene el aura que percibí el primer día que le vi en la peluquería, una presencia que hace que mi estómago suba varios tramos de escaleras y luego trepe hasta la plataforma de salto de los diez metros en la final olímpica. Levanta la vista hacia la Gallery, echa un vistazo al parque y sonríe con esa poderosa mandíbula suya, una sonrisa que hace que mi estómago dé un bote, dos botes, tres botes antes de intentar la zambullida más difícil de todas, un triple salto mortal hacia atrás con uno, dos, tres giros y medio antes de entrar en el agua dándome un planchazo. Mi nada elegante zambullida demuestra que no estoy acostumbrada a tener los nervios destrozados. El chapuzón, aunque aterrador, ha sido bastante agradable y estoy dispuesta a repetirlo cuando se tercie.
Las hojas susurran al soplar otra ráfaga de brisa y creo imaginar que me trae el aroma de su loción para después del afeitado, la misma fragancia que en la peluquería. Tengo un breve flash de él cogiendo un paquete envuelto en papel verde esmeralda que relumbra bajo las luces del árbol de Navidad y las velas. Está atado con un gran lazo rojo y mis manos son momentáneamente las suyas mientras lo desata despacio y arranca con cuidado el celo del papel procurando no rasgarlo. Me choca la ternura con que trata el paquete, que ha sido envuelto con cariño, hasta que sus pensamientos pasan a ser los míos y descubro sus planes de aprovechar el papel para envolver los regalos que tiene guardados en el coche. Dentro hay un frasco de loción y un kit de afeitado. Un regalo de Navidad de Bea.
—Es guapo —susurra Kate—. Apoyo al cien por cien tu campaña de acoso, Joyce.
—No es una campaña de acoso —digo entre dientes—, y habría hecho lo mismo si hubiese sido feo.
—¿Puedo entrar a escuchar la conferencia? —pregunta Kate.
—¡No!
—¿Por qué no? No me ha visto nunca; no va a reconocerme. Por favor, Joyce, mi mejor amiga cree que está conectada con un perfecto desconocido. Lo menos que puedo hacer es entrar y escucharle para ver cómo es.
—¿Y qué pasa con Sam?
—¿Te importa cuidarlo un momento?
Me quedo de una pieza.
—Huy, olvídalo —se retracta inmediatamente—. Me lo llevo conmigo. Procuraré quedarme en el fondo y si molesta nos iremos.
—No, no, está bien. Puedo cuidar de él.
Trago saliva y me obligo a sonreír.
—¿Estás segura? —Parece poco convencida—. No me quedaré hasta el final. Sólo quiero ver cómo es.
—Estaremos bien. Anda, ve. —Le doy un empujoncito—. Ve y pásalo bien. Nosotros estaremos la mar de bien, ¿verdad?
Sam se mete un dedo del pie en la boca a modo de respuesta.
—Prometo no tardar —dice Kate. Se inclina sobre el cochecito para darle un beso a su hijo y luego cruza la calle a la carrera hacia la Gallery.
—Bueno… —Miro nerviosa en derredor—. Por fin solos, Sean.
Me mira con sus ojazos azules y los míos se llenan de lágrimas al instante.
Vuelvo a mirar a mi alrededor para asegurarme de que nadie me haya oído. Quería decir Sam.
Justin ocupa su sitio en el estrado del auditorio de la National Gallery. Una sala llena de rostros le mira con atención y se siente en su salsa. Una mujer joven llega tarde, entra en la sala, se disculpa y enseguida toma asiento entre el público.
—Buenos días, damas y caballeros, y muchas gracias por su asistencia en una mañana tan lluviosa. Estoy aquí para hablar sobre este cuadro: Mujer escribiendo una carta, de Terborch, artista barroco holandés del siglo XVII que fue en gran medida responsable de la popularización del tema de las cartas en la pintura. Este cuadro, bueno, no este cuadro solo, el género de la correspondencia en general es uno de mis favoritos, sobre todo en la época actual, cuando parece que las cartas personales casi se han extinguido.
«Casi, pero no del todo, pues hay alguien que me está enviando notas.»
Hace una pausa, se aparta del atril, da un paso hacia el público y mira a la concurrencia con la sospecha pintada en el rostro. Repasa las filas entornando los ojos, sabiendo que alguno de los presentes podría ser el misterioso escritor de notas.
Alguien tose, haciéndole salir de su trance. Está levemente aturullado, pero prosigue donde lo había dejado:
—En una época en que las cartas personales casi se han extinguido, esto nos recuerda cómo los grandes maestros de la Edad de Oro representaban la sutil gama de los sentimientos con un aspecto en apariencia tan simple de la vida cotidiana. Terborch no fue el único artista que pintó estas imágenes. Me sería imposible ahondar en el tema sin citar a Vermeer, Metsu y de Hooch, y sus pinturas de personas leyendo, escribiendo, recibiendo y despachando cartas, sobre quienes he escrito en mi libro La edad de oro de la pintura holandesa: Vermeer, Metsu y Terborch. Los cuadros de Terborch usan la escritura de cartas como eje en torno al cual giran complejos dramas psicológicos, y las suyas se cuentan entre las primeras obras que vinculan a los amantes mediante el tema de la carta.
Mientras habla, estudia a la mujer que ha llegado un poco tarde y a otra joven que está detrás de ella, preguntándose si están leyendo su discurso entre líneas. Por poco se echa a reír de sí mismo al caer en la cuenta de que da por sentado que, primero, la persona cuya vida salvó se encuentra en la sala; segundo, que será una mujer joven y, tercero, atractiva. Lo cual le lleva a preguntarse qué espera sacar exactamente del drama que está viviendo.
Entro en Merrion Square empujando el cochecito de Sam y en un abrir y cerrar de ojos nos transportamos del centro georgiano de la ciudad a otro mundo poblado por árboles ancianos y rebosante de colorido. Los ocres, rojos y amarillos del follaje otoñal alfombran el suelo y, con cada ráfaga de brisa, saltan en torno a nosotros como inquisitivos petirrojos. Elijo un banco junto a un camino tranquilo y doy la vuelta al cochecito de Sam para que quede de cara a mí. Se oyen chasquidos de ramas procedentes de los árboles que bordean el camino y el sonido de la gente en sus casas.
Observo un rato a Sam, que estira el cuello para ver las hojas que por encima de él se niegan a rendir su rama. Señala el cielo con un dedo diminuto y hace ruiditos.
—Árbol —le digo, lo cual le hace sonreír, y reconozco al instante la sonrisa de su madre.
La visión tiene el mismo efecto que una patada en la boca del estómago. Aguardo un momento para recobrar el aliento.
—Sam, mientras estamos aquí, hay algo de lo que tendríamos que hablar —prosigo carraspeando. Ensancha su sonrisa—. Tengo que pedirte perdón por una cosa. Últimamente no te he dedicado mucha atención, ¿verdad? El caso es… —Me callo y espero a que se aleje un hombre que pasa por el camino antes de proseguir—. El caso es —bajo la voz— que no soportaba mirarte… —Me callo de nuevo y Sam vuelve a sonreír—. Bueno, ya basta. —Me inclino sobre él, le quito la manta y aprieto el botón para soltar el cinturón de seguridad—. Ven aquí, conmigo. —Lo saco del cochecito y lo siento en mi regazo. Su cuerpo está tibio y lo estrecho contra mi pecho. Inhalo el dulce aroma de su cabeza, tiene el pelo ralo sedoso como el terciopelo, su cuerpo tan regordete y suave en mis brazos que me vienen ganas de estrujarlo—. El caso es —digo en voz baja encima de su cabeza— que me partía el corazón mirarte, acunarte como antes hacía, porque cada vez que te veía me acordaba de lo que he perdido. —Me mira y balbucea—. Aunque ¿cómo podía tener miedo de mirarte? —Le beso la nariz—. No tendría que haberla tomado contigo, pero tú no eres mío y eso resulta duro. —Me brotan las lágrimas y las dejo caer—. Quería tener un niño o una niña para que, igual que cuando tú sonríes, la gente le dijera: «oye, eres el vivo retrato de tu mamá», o a lo mejor que tuviera mi nariz o mis ojos, porque eso es lo que la gente me dice a mí. Dicen que me parezco a mi madre. Y me encanta oírlo, Sam, de verdad, porque la extraño y quiero que me la recuerden cada día de mi vida. Pero mirarte a ti era diferente. No quería que me recordaran cada día que había perdido a mi bebé.
—Ba-ba —dice Sam.
Gimoteo.
—Ba-ba se ha ido, Sam. Sean si era niño, Gracie si era niña.
Me sorbo la nariz.
Sam, poco interesado por mis lágrimas, mira hacia otra parte y estudia un pájaro. Lo señala con su dedo regordete.
—Pájaro —digo entre sollozos.
—Ba-ba —responde Sam.
Sonrío y me enjugo los ojos, que no me paran de llorar.
—Pero ahora no hay ningún Sean ni ninguna Grace. —Lo estrecho entre mis brazos y dejo que las lágrimas caigan, pues sé que no podrá contarle a nadie que he llorado.
El pájaro da unos saltitos y emprende el vuelo, desapareciendo en el cielo.
—Ba-ba ido —dice Sam, extendiendo los brazos con las palmas hacia arriba.
Lo veo volar a lo lejos, aún visible como una mota de polvo sobre el cielo azul pálido, y dejo de llorar.
—Ba-ba ido —repito.
—¿Qué vemos en este cuadro? —pregunta Justin. Se hace un silencio mientras todo el mundo contempla el cuadro proyectado—. Bien, primero digamos lo más obvio. Hay una mujer sentada a una mesa en un interior sosegado. Está escribiendo una carta. Vemos una pluma que se mueve por una hoja de papel. No sabemos qué está escribiendo pero su tierna sonrisa sugiere que está escribiendo a un ser amado o quizás a un amante. Inclina la cabeza hacia delante, mostrando la elegante curva del cuello…
Sam está de nuevo en su cochecito, dibujando círculos en un papel con su lápiz de cera azul, o mejor dicho aporreándolo y llenando el cochecito de metralla de cera. Mientras tanto saco mi pluma y una libreta del bolso, e imagino que estoy escuchando a Justin en el auditorio del otro lado de la calle. No necesito ver la tela de la Mujer escribiendo una carta porque la tengo grabada en la mente tras los años que Justin ha dedicado a estudiar dicha obra en la universidad y también luego, cuando preparaba su libro. Comienzo a escribir.
Como parte de una actividad de vinculación afectiva madre/hija, cuando tenía diecisiete años, durante mi etapa gótica, cuando tenía el pelo teñido de negro, la tez blanca y los labios rojos con un piercing, mamá nos apuntó a un curso de caligrafía en la escuela primaria del barrio. Cada miércoles a las siete de la tarde.
Mamá había leído en un libro bastante new-age, y con el que papá no estaba de acuerdo, que compartiendo actividades con tus hijos era más fácil que éstos se abrieran y explicaran cosas motu proprio sobre su vida, con lo cual no era preciso recurrir a las charlas formales cara a cara, casi al estilo interrogatorio, a las que papá estaba más acostumbrado.
Las clases dieron resultado y, aunque yo me quejara y rezongara cuando aprendía tan tediosa tarea, me abrí y se lo conté todo. Bueno, casi todo; el resto lo adivinó por intuición. Salí de esa experiencia con un amor, respeto y comprensión más profundos por ella como persona y como mujer, no sólo como madre. También salí con una buena caligrafía.
Resulta que cuando apoyo la pluma en el papel y cojo el ritmo fluido de los trazos tal como nos enseñaron, me veo de vuelta a aquellas clases, transportándome a las aulas donde me sentaba con mi madre.
Oigo su voz, huelo su perfume y rememoro nuestras conversaciones, a veces poco fluidas porque, teniendo yo diecisiete años, evitábamos entrar de pleno en lo personal, aunque lo hablábamos a nuestra manera, buscando el modo de llegar a cualquier asunto sin violentarnos. Estuvo acertada al elegir esa actividad para mí a los diecisiete. La caligrafía tenía ritmo, raíces en el estilo gótico, se escribía con el ímpetu del momento y definía una actitud. Aun siendo un estilo uniforme de escritura, cada persona tenía el suyo propio. Una lección que me enseñó que el conformismo quizá no significaba lo que yo creía, pues existen muchas maneras de expresarse en un mundo con límites sin necesidad de traspasarlos.
De repente levanto la vista de la página para mirar al pequeño.
—Trampantojo —le digo sonriente.
Sam deja de golpetear con su lápiz de cera y me mira con interés.
—¿Qué significa eso? —pregunta Kate.
—El trampantojo es una técnica pictórica realista para crear la ilusión óptica de que los objetos representados existen realmente en vez de estar pintados en dos dimensiones. El término proviene del francés, tromper significa «engañar» y l’oeil significa «ojo» —explica Justin al auditorio—. Trampantojo —repite, mirando a todas las caras del público.
«¿Dónde estás?»