32

—¿Dónde demonios te habías metido? ¿Qué te ha pasado, Gracie?

—Joyce —digo, entrando en la habitación del hotel, jadeante y cubierta de polvo y pintura—. No tengo tiempo para explicarlo.

Hago la maleta a toda prisa, cojo ropa para cambiarme y paso corriendo junto a papá, que está sentado en la cama, para ir al cuarto de baño.

—He intentado llamarte al teléfono de mano —dice papá levantando la voz.

—¿Ah, sí? No lo he oído sonar.

Me pongo los vaqueros, saltando sobre un pie mientras tiro de ellos hacia arriba y me lavo los dientes a la vez. Oigo su voz diciéndome algo que no llego a discernir.

—¡No te oigo, me estoy lavando los dientes! —exclamo.

Silencio mientras termino. En cuanto salgo de nuevo a la habitación, papá prosigue como si no hubiésemos estado cinco minutos en silencio:

—Claro, eso es porque, cuando he llamado, lo he oído sonar aquí, en la habitación. Estaba encima de tu almohada. Como uno de esos bombones que esas señoras tan amables dejan cuando hacen la cama.

—Oh. Vale.

Salto por encima de sus piernas para sentarme en el tocador y volver a maquillarme.

—Estaba preocupado por ti —dice en voz baja.

—No tenías por qué.

Voy a la pata coja con un solo zapato mientras busco el otro por todas partes.

—Así que he llamado a recepción para ver si sabían dónde estabas —añade.

—¿En serio?

Renuncio a encontrar el zapato y me concentro en ponerme los pendientes. Los dedos todavía me tiemblan por la adrenalina y no consigo que me respondan con normalidad, el cierre de un pendiente se me cae al suelo y me pongo a buscarlo a gatas.

—Luego he dado una vuelta por la calle y he entrado en todas las tiendas que sé que te gustan a preguntar si te habían visto —prosigue papá.

—No me digas —digo distraída, arrastrando las rodillas por el suelo.

—Pues sí.

—¡Ajá! ¡Ya lo tengo! —Lo encuentro junto a la papelera que hay debajo del tocador—. ¿Dónde demonios está mi zapato?

—Mientras volvía —continúa papá sin escucharme, y contengo mi enojo—, he encontrado a un policía y le he dicho que estaba muy preocupado, me ha acompañado de regreso al hotel y me ha dicho que te esperara aquí pero que llamara a este número si no volvías al cabo de veinticuatro horas.

—Vaya, qué amable de su parte. —Abro el armario, todavía buscando mi zapato, y veo que aún está lleno de ropa de papá—. ¡Papá! —exclamo—. Te has olvidado el otro traje. ¡Y el jersey bueno!

Le miro y me doy cuenta de que es la primera vez que lo hago desde que he entrado en la habitación; de pronto me fijo en lo pálido que está, en lo viejo que parece en esta fría e impersonal habitación de hotel. Sentado en el borde de la cama, vestido con su terno, la gorra a su lado encima de la colcha y la maleta hecha o medio hecha. En una mano lleva el retrato de mamá, en la otra la tarjeta que le ha dado el policía. Los dedos le tiemblan, tiene los ojos enrojecidos y la mirada asustada.

—Papá —digo mientras me va entrando el pánico—, ¿estás bien?

—Estaba preocupado —repite con la misma vocecilla dolida que he estado ignorando desde que entré en la habitación. Traga saliva—. No sabía dónde estabas.

—He ido a ver a un amigo —explico en voz baja, sentándome con él en la cama.

—Ya. Bueno, pues este amigo de aquí estaba preocupado.

Esboza una sonrisa. Una sonrisa débil, y me sobresalta verlo tan frágil. Parece un anciano. Ni rastro de su actitud habitual, de su carácter jovial. La sonrisa se esfuma y las manos temblorosas, normalmente firmes como una piedra, meten el retrato enmarcado de mamá y la tarjeta del policía en el bolsillo del abrigo.

Miro su maleta.

—¿La has hecho tú solo?

—Lo he intentado. Pensaba que lo llevaba todo. —Aparta la vista del armario, avergonzado.

—Vale, muy bien, echemos un vistazo y veamos qué tenemos.

Oigo mi propia voz y me doy cuenta de que le estoy hablando como si fuese un niño.

—¿No vamos mal de tiempo? —pregunta. Lo dice en voz tan baja que me da la impresión de que debería bajar la mía para no alterarlo más.

—No. —Los ojos se me llenan de lágrimas y hablo con más convicción de la que realmente siento—. Tenemos todo el tiempo del mundo, papá.

Aparto la vista y evito que se me salten las lágrimas mientras pongo su maleta encima de la cama y procuro no perder la compostura. Lo cotidiano, lo ordinario, lo mundano es lo que mantiene el motor en marcha. Qué extraordinario es lo ordinario en realidad, una herramienta que todos usamos para seguir adelante, una pauta para la cordura.

Cuando abro la maleta siento que voy a perder la calma otra vez pero sigo hablando; parezco una madre de serial televisivo de los años sesenta repitiendo el mantra de que todo va a las mil maravillas. Voy soltando «carambas» mientras arreglo la maleta, que está hecha un lío, aunque no debería sorprenderme, ya que papá no ha tenido que hacerse el equipaje en toda su vida. Pienso que lo que me molesta es la posibilidad de que a los setenta y cinco, después de diez años sin su esposa, simplemente no sepa cómo hacerlo, aunque quizás el motivo sean las horas que he estado desaparecida. Me subleva que mi padre, grande como un roble, firme como una roca, sea incapaz de hacer algo tan sencillo como esto. Permanece sentado en el borde de la cama, retorciendo la gorra con sus dedos nudosos, manchados de vejez como la piel de una jirafa, temblando en el aire como si tocara un instrumento de cuerda y controlara el vibrato que resuena en mi cabeza.

Ha intentado sin éxito doblar la ropa, que está apelotonada sin ningún orden como si la maleta la hubiese hecho un niño. Encuentro mi zapato envuelto en una toalla de baño; lo saco y me lo pongo sin decir nada, como si fuese lo más normal del mundo. Las toallas vuelven a donde les corresponde. Empiezo a doblarlo y guardarlo todo otra vez. La ropa interior sucia, los calcetines, los pijamas, los chalecos, el neceser. Me vuelvo para sacar la ropa del armario y respiro hondo.

—Tenemos todo el tiempo del mundo, papá —repito. Aunque esta vez lo digo por mi bien.

En el metro, camino del aeropuerto, papá no para de comprobar la hora y de revolverse en el asiento. Cada vez que el metro se detiene en una estación, empuja el asiento de delante con impaciencia como si así pudiera mover el tren.

—¿Te esperan en alguna parte? —le pregunto sonriendo.

—En el Club de los Lunes.

Me mira preocupado. No se lo ha perdido ni una sola semana, ni siquiera mientras estuve en el hospital.

—Pero hoy es lunes —le recuerdo.

—Es que no quisiera perder el vuelo. Quizá nos quedaremos aquí.

—Tranquilo, papá, creo que llegaremos a tiempo. —Hago un esfuerzo por disimular mi sonrisa—. Y hay más de un vuelo al día, ¿sabes?

—Bien. —Parece aliviado e incluso impresionado—. A lo mejor hasta llego a la misa vespertina. Oh, no van a creerse nada de lo que les cuente esta noche —dice entusiasmado—. Donal se quedará muerto cuando todos me escuchen a mí y no a él, para variar. —Se arrellana en el asiento y mira por la ventanilla mientras la negrura del túnel cobra velocidad. Mantiene la vista fija en el negro, sin ver su propio reflejo en el cristal, sino otro lugar y otra persona muy distantes, muy remotos. Mientras está en otro mundo, o en este mismo pero en otra época, saco el móvil y comienzo a planear el siguiente paso.

—Frankie, soy yo —digo al aparato—. Justin Hitchcock coge el primer avión de mañana a Dublín y necesito saber de inmediato qué estará haciendo.

—¿Cómo quieres que lo sepa, doctora Conway?

—Pensaba que tenías recursos.

—Y llevas razón, los tengo. Pero creía que la vidente eras tú.

—Está claro que vidente no soy, y no tengo ni idea de qué puede ir a hacer a Dublín.

—¿Estás perdiendo poderes?

—No tengo poderes.

—Lo que tú digas. Te llamo dentro de una hora.

Dos horas más tarde, justo cuando nos disponemos a embarcar, recibo una llamada de Frankie.

—Estará en la National Gallery mañana a las diez y media —dice—. Da una conferencia sobre un cuadro que se llama Mujer escribiendo una carta. Suena fascinante.

—Oh, y lo es, es uno de los mejores de Terborch, en mi opinión.

Silencio.

—Era un sarcasmo, ¿verdad? —caigo en la cuenta—. Vale, muy bien, ¿tu tío Tom sigue siendo el director de aquella empresa? —Sonrío maliciosamente y papá me mira con curiosidad.

—¿Qué estás planeando? —pregunta con recelo en cuanto cuelgo.

—Me estoy divirtiendo un poco.

—¿No tendrías que volver a trabajar? Ya han pasado semanas. Conor ha llamado a tu teléfono de mano mientras estabas fuera esta mañana; se me había olvidado decírtelo. Está en Japón pero se le oía claramente —dice impresionado, no sé si con Conor o con la compañía telefónica—. Quería saber por qué aún no has puesto el cartel de «se vende» en el jardín. Ha dicho que tú ibas a ocuparte de eso.

Parece preocupado, como si yo hubiese quebrantado una regla tan antigua como el mundo y ahora la casa fuera a explotar si no clavo un cartel de «se vende» en la tierra.

—No, no me he olvidado. —Me pone nerviosa la llamada de Conor—. La estoy vendiendo por mi cuenta. Mañana tengo la primera visita.

Me mira dubitativo y no le falta razón, porque estoy mintiendo descaradamente, aunque lo único que tengo que hacer es echar una ojeada a mis directorios y llamar a la lista de clientes que sé que andan buscando una propiedad similar. Se me ocurren un par en el acto.

—¿Tu empresa lo sabe? —pregunta entornando los ojos.

—Sí —sonrío forzadamente—. Pueden sacar las fotos y poner el cartel en cuestión de horas. Conozco a unas cuantas personas en el mundo de las inmobiliarias.

Pone los ojos en blanco y ambos miramos hacia otra parte, enfurruñados.

Mientras avanzamos lentamente por la cola de embarque, envío mensajes de texto a unos cuantos clientes a quienes enseñé propiedades antes de tomarme la baja para ver si están interesados en ver la casa. Luego telefoneo a mi fotógrafo de confianza para pedirle que saque las instantáneas de la casa. Cuando por fin nos sentamos en nuestros asientos del avión, ya he organizado la cuestión de las fotos y el cartel, que estarán listos hoy mismo, y he fijado una cita el día siguiente para enseñar la casa a un matrimonio. Como ambos son maestros del colegio del barrio, irán a verla durante la pausa del almuerzo. Al final de su texto aparece el consabido «Sentimos mucho lo ocurrido. Hemos pensado en ti. Hasta mañana, Linda».

Lo borro de inmediato.

Papá observa cómo muevo el pulgar por las teclas del móvil a toda velocidad.

—¿Escribes un libro?

No le hago caso.

—Cogerás artritis en el pulgar y no es nada divertido, te lo aseguro —agrega.

Pulso la tecla «enviar» y desconecto el teléfono.

—¿De verdad que no estabas mintiendo sobre lo de la casa? —pregunta.

—No —contesto, más confiada.

—Bueno, yo no sabía nada, ¿no? No sabía qué decirle a Conor.

Uno a cero a su favor.

—No pasa nada, papá, no tienes por qué verte envuelto en esto.

—Pero es que lo estoy.

Un tanto a mi favor.

—Bueno, no lo estarías si no hubieses contestado a mi teléfono —le digo.

Dos a uno.

—Llevabas toda la mañana desaparecida. ¿Qué se supone que tenía que hacer, ignorarlo?

Empate a dos.

—Está preocupado por ti, ¿sabes? Piensa que debería verte alguien. Un profesional.

Ventaja.

—Ah, ¿sí?

Cruzo los brazos, me vienen ganas de llamarlo de inmediato y largarle una perorata sobre todas las cosas que odio de él y que siempre me han fastidiado. Que se cortara las uñas de los pies en la cama, que cada mañana se sonara la nariz haciendo que temblara la casa, que fuera incapaz de dejar que la gente terminara las frases, que repitiera su estúpido truco con monedas en todas las fiestas, haciéndome fingir cada vez que lo encontraba la mar de divertido, que fuera incapaz de sentarse y hablar como un adulto sobre nuestros problemas, que siempre me dejara con la palabra en la boca cuando discutíamos… Papá interrumpe mi silenciosa tortura de Conor.

—Me ha dicho que le llamaste en plena noche y le hablaste en latín.

—¿En serio? —Me enciendo de ira—. ¿Y tú qué le has dicho?

Mira por la ventanilla mientras aceleramos por la pista.

—Le dije que hiciste muy bien de vikinga que habla italiano.

Sonríe y echo la cabeza hacia atrás para reír a mi vez.

Empate.

De repente me coge la mano.

—Gracias por todo esto, cielo —dice—. Lo he pasado en grande.

Me aprieta la mano y vuelve a mirar por la ventanilla mientras el verde de los campos que rodean la pista se desliza a toda mecha.

No me suelta la mano, de modo que apoyo la cabeza en su hombro y cierro los ojos.