39

Me apeo del taxi en Stephen’s Green y de inmediato veo el gentío que se dirige al Gaiety Theatre, todos vestidos con sus mejores galas para asistir a la producción de la Ópera Nacional de Irlanda. Es la primera vez que voy a la ópera, sólo he visto una por televisión, y mi corazón, cansado de un cuerpo que no le sigue el ritmo, palpita para escapar de mi pecho y correr hacia el edificio por su cuenta. Estoy hecha un manojo de nervios ante la expectativa de que la última parte de mi plan va a cumplirse; en toda mi vida no había abrigado tantas esperanzas. Me aterra que Justin se enfade cuando vea que soy yo, aunque ¿por qué tendría que enfadarse? Le he dado cien mil vueltas en la cabeza y según parece no consigo llegar a ninguna conclusión racional.

Me quedo plantada a medio camino entre el Hotel Shelbourne y el Gaiety Theatre, separados entre sí por unos trescientos metros. Miro a uno y otro, cierro los ojos y no me importa lo tonta que pueda parecer en medio de la calle atestada de gente en esta noche de sábado. Aguardo a sentir el tirón que me indique hacia dónde ir. A la derecha está el Shelbourne. A la izquierda, el Gaiety. El corazón me palpita en el pecho.

Giro a la izquierda y enfilo con aire resuelto hacia el teatro. Una vez dentro del animado vestíbulo, compro un programa y me dirijo a mi butaca. No hay tiempo para tomar algo antes de la función; si llega pronto y no me ve, nunca me lo perdonaría a mí misma. Localidades de primera fila; recuerdo que no di crédito a mi suerte cuando las encontré, aunque llamé en cuanto se pusieron a la venta las entradas para asegurarme los mejores asientos.

Ocupo mi butaca de terciopelo rojo, envuelta en mi vestido rojo, el bolso en el regazo, los zapatos que me ha prestado Kate relucientes en el suelo delante de mí. Tengo a la orquesta justo enfrente, los músicos afinan y ensayan vestidos de negro en su averno de sonidos fabulosos.

La atmósfera es mágica, las galerías parecen derramarse desde los laterales. Un hervidero de personas excitadas, la orquesta afinando en su afán por alcanzar la perfección, cientos de cuerpos moviéndose de aquí para allá, palcos y tribunas como panales, el aire cargado de perfumes y lociones, pura miel.

Miro a mi derecha a la butaca vacía y me estremezco de excitación.

Una voz por megafonía anuncia que la función comenzará dentro de cinco minutos, y que quienes lleguen tarde no podrán entrar en la sala hasta que haya una pausa pero que podrán seguir la representación a través de las pantallas hasta que los acomodadores les indiquen el momento apropiado para entrar.

«Corre, Justin, corre», suplico, agitando nerviosa las piernas.

Justin camina a grandes zancadas subiendo por Kildare Street desde su hotel. Acaba de darse una ducha, pero ya vuelve a notar la piel húmeda, la camisa se le pega a la espalda y tiene la frente perlada de sudor. Se detiene al llegar a lo alto de la calle. El Hotel Shelbourne está justo a su lado; el Gaiety Theatre a doscientos metros a su derecha.

Cierra los ojos y respira hondo varias veces. Inspira el aire fresco de octubre de la ciudad de Dublín.

«Hacia dónde voy. Hacia dónde voy…»

La función ha comenzado y no logro apartar la vista de la puerta que queda a mi derecha. A mi lado hay una butaca vacía cuya mera presencia me hace un nudo en la garganta. Mientras sobre el escenario una mujer canta con mucha emoción, para gran fastidio de mis vecinos del palco no puedo evitar volver la cabeza para mirar hacia la puerta. A pesar del anuncio por megafonía, unas pocas personas han sido autorizadas a entrar y se han apresurado a ocupar su localidad. Si Justin no entra ahora, quizá no pueda sentarse hasta después del intermedio. Me identifico con la mujer que canta ante mí por el mero hecho de que, después de tanto tiempo, que una puerta y un acomodador sean lo único que nos separa es una ópera en sí.

Me vuelvo una vez más y el corazón me da un vuelco cuando la puerta se abre.

Justin abre la puerta y, en cuanto entra en la sala, todos los rostros se vuelven para mirarle. Busca deprisa a Joyce entre la gente, con el corazón en la boca, las manos sudorosas y temblorosas.

El maître se aproxima.

—Bienvenido, señor. ¿Qué se le ofrece?

—Buenas noches. He reservado una mesa para dos, a nombre de Hitchcock. —Mira en derredor con nerviosismo, saca un pañuelo del bolsillo y se seca la frente—. ¿Ya ha llegado ella?

—No, señor, usted es el primero en llegar. ¿Quiere que lo acompañe a la mesa o prefiere tomar algo primero?

—La mesa, por favor. —Si llega y ve que no está en la mesa, no se lo perdonará nunca.

Lo conducen a una mesa para dos en medio del comedor. Se sienta en la silla que le retiran y acto seguido una sucesión de camareros acude para servirle agua, ponerle la servilleta en el regazo y dejar una cesta con panecillos.

—Señor, ¿quiere ver la carta o prefiere aguardar a que llegue su acompañante?

—Aguardaré, gracias.

Mira hacia la puerta y aprovecha el momento a solas para serenarse.

Ya ha transcurrido más de una hora. En varias ocasiones ha entrado gente que el acomodador ha acompañado a su sitio, pero ninguna de esas personas era Justin. La butaca contigua sigue vacía y fría. La mujer que está sentada al otro lado le echa un vistazo de vez en cuando y también a mí, que estoy medio vuelta hacia atrás, con el ojo puesto obsesivamente en la puerta, y me sonríe con educación, compadeciéndome. Se me saltan las lágrimas, sintiéndome tremendamente sola en una sala llena de gente, llena de música, llena de canto. Baja el telón para el intermedio, se encienden las luces y todo el mundo se levanta para salir al bar, a fumar o a estirar las piernas.

Me quedo sentada y aguardo.

Cuanto más sola me siento, más esperanzas abriga mi corazón. Aún puede venir. Aún es posible que sienta que esto es importante para él y para mí. Cenar con una mujer a quien ha visto una vez o una velada con una persona cuya vida ha contribuido a salvar, una persona que ha hecho exactamente lo que él deseaba y que le ha dado las gracias haciendo cuanto él había pedido.

Quizá no haya sido bastante.

—¿Quiere que le traiga la carta, señor?

—Eh… —Justin mira el reloj. Joyce lleva media hora de retraso y se le cae el alma a los pies, pero no pierde la esperanza—. Se le ha hecho un poco tarde, como ve —explica.

—Por supuesto, señor.

—Tráigame la carta de vinos, por favor.

—Enseguida, señor.

El amante es arrancado de los brazos de la mujer y ella suplica que lo suelten. Llora, da alaridos y grita cantando, y mi vecina de fila se sorbe la nariz. Las lágrimas también asoman a mis ojos al recordar la expresión de orgullo de papá cuando me vio con el vestido rojo.

—Ve a por él —me dijo.

Bueno, pues no lo he hecho. He perdido a otro. Me ha dado plantón un hombre que ha preferido cenar conmigo. Por disparatado que resulte, lo veo más claro que el agua. Quería que estuviera aquí. Quería que la conexión que yo sentía, la conexión que él causaba, fuera lo que nos reuniera, no un encuentro casual en unos grandes almacenes unas pocas horas antes. Me parece voluble por su parte que me haya elegido descartando algo mucho más importante.

Aunque quizá lo estoy contemplando desde un punto de vista equivocado. Quizá debería alegrarme de que eligiera cenar conmigo. Miro el reloj. Quizás esté en el restaurante ahora mismo, y yo estoy aquí, de modo que él está solo, lleva solo más de una hora. Si es así, ¿por qué no deja correr la cita conmigo y se desplaza unos cientos de metros en busca de su cita misteriosa? A no ser que haya venido. A no ser que haya echado un vistazo desde la puerta, haya visto que era yo y se haya negado a entrar. Estoy tan aturdida por las ideas que se agolpan en mi cabeza que desconecto de la función hecha un lío, completamente acorralada por las dudas.

De repente, la ópera ha terminado. Las butacas están vacías, el telón ha caído sobre el escenario, las luces encendidas. Salgo al aire frío de la noche. La ciudad bulle de actividad, está llena de gente que disfruta de la noche del sábado. Las lágrimas se enfrían en mi piel cuando las alcanza la brisa.

Justin sirve el resto de su segunda botella de vino en la copa y al dejarla en la mesa da un golpe sin querer. A estas alturas ha perdido toda coordinación, apenas puede ver la hora en su reloj de pulsera pero sabe que ha pasado más tiempo del razonable para que Joyce aparezca.

Le han dado plantón.

La única mujer por quien ha sentido algún interés desde que se divorció. Sin contar a la pobre Sarah. Él nunca contó a la pobre Sarah.

«Soy una persona horrible.»

—Lamento molestarle, señor —dice el maître cortésmente—, pero hemos recibido una llamada de su hermano Al.

Justin asiente.

—Quería que le diéramos el mensaje de que sigue vivo y que espera que usted… eh, bueno, esté disfrutando de la velada.

—¿Vivo?

—Sí, señor, ha dicho que usted lo entendería ya que son las doce en punto. ¿Su cumpleaños?

—¿Las doce?

—Sí, señor. También lamento decirle que estamos cerrando. ¿Tendría la amabilidad de saldar la cuenta?

Justin levanta la vista hacia él con cara de sueño e intenta asentir, pero en vez de eso ladea la cabeza.

—Me han dado plantón —dice con voz pastosa.

—Lo lamento, señor.

—Oh, no lo lamente. Me lo merezco. Yo he dado plantón a una persona que ni siquiera conocía.

—Vaya. Ya veo.

—Pero ha sido muy amable conmigo. Muy, muy amable. Me regaló muffins y café, y un coche con chófer, y yo me he portado fatal con él o ella. —Se interrumpe de golpe.

«¡A lo mejor aún está abierto!»

—Tenga. —Le tiende la tarjeta de crédito—. Puede que aún llegue a tiempo.

Paseo por las calles tranquilas del barrio y me arrebujo con la chaqueta de punto. Le he pedido al taxista que me dejara en la esquina para poder tomar un poco el aire y aclarar mis ideas antes de regresar a casa. Además no quiero que papá vea que he llorado. Seguro que está sentado en su sillón como solía hacer cuando yo era más joven, alerta y ansioso por saber qué ha pasado, aunque fingirá que está dormido en cuanto oiga la llave en la cerradura.

Paso por delante de mi antigua casa. Hace apenas unos días conseguí venderla, no a los impacientes Linda y Joe, que averiguaron que se trataba de mi casa y les dio miedo que mi mala suerte fuera un mal augurio para ellos y su futuro hijo o, peor aún, que la escalera que provocó mi caída pudiera ser demasiado peligrosa para Linda durante su embarazo. He reparado en que nadie asume la responsabilidad de sus actos. No fue la escalera, fui yo. Iba con prisa. Fue culpa mía. Así de simple. Es algo que me costará mucho perdonarme, ya que nunca lo podré olvidar.

Tal vez haya ido con prisa a lo largo de toda mi vida, lanzándome de cabeza a las cosas sin meditarlas previamente, corriendo a lo largo de los días sin reparar en los minutos. Tampoco es que cuando aflojaba la marcha y planeaba las cosas obtuviera resultados mucho más positivos. Mamá y papá lo habían planeado todo para su vida entera: las vacaciones de verano, un hijo, sus ahorros, las salidas nocturnas… Todo se hacía con arreglo a lo previsto. La partida prematura de mamá fue la única cosa que no habían negociado. Un accidente que hizo que todo se fuera al garete.

Conor y yo dimos el primer golpe directo a los árboles y metimos la pelota en el hoyo con un golpe más de los fijados en el par: el batacazo.

El dinero de la casa vamos a repartirlo a medias entre los dos. Tendré que ponerme a buscar un sitio más pequeño, más barato. No tengo ni idea de qué va a hacer él, y me resulta curioso constatarlo.

Paro delante de nuestra antigua casa y levanto la vista hacia los ladrillos rojos, hacia la puerta por cuya elección de color discutimos tanto, las flores que tanto estudiamos antes de plantar… Ya ha dejado de ser mía, pero los recuerdos sí lo son: los recuerdos no se venden. El edificio que antaño albergó mis sueños ahora pertenece a otros, tal como perteneció a otras personas antes que a nosotros, y me hace feliz desprenderme de ella. Feliz de que aquél fuese otro tiempo y de poder comenzar de nuevo, de cero, aunque llevando las cicatrices de ese antes. Representan heridas que se han curado.

Es medianoche cuando regreso a casa de mi padre y detrás de las ventanas todo está a oscuras. No hay una sola luz encendida, cosa inusual, ya que por lo general deja la luz del porche encendida, sobre todo si yo he salido.

Abro el bolso para sacar las llaves y veo mi móvil, que emite señales para avisar de que ha recibido diez llamadas, ocho de ellas desde casa. Lo tenía puesto en silencio en la ópera y, como sabía que Justin no tiene mi número, no se me ha ocurrido mirarlo. Por fin doy con las llaves, pero la mano me tiembla cuando intento meter la llave en la cerradura. Se me caen al suelo y el ruido resuena en la calle silenciosa y oscura. Me pongo de rodillas sin preocuparme por mi vestido nuevo y busco por el suelo a tientas. Finalmente las encuentro y entro a la casa como una exhalación, encendiendo todas las luces.

—¿Papá? —llamo desde el recibidor. El retrato de mamá está en el suelo, debajo de la mesa. Lo recojo y lo pongo de nuevo en su sitio, procurando no perder la calma aunque mi corazón está teniendo ideas propias.

No hay respuesta.

Entro en la cocina y acciono el interruptor. Una taza llena de té encima de la mesa. Una tostada con mermelada, con la marca de un único mordisco.

—¿Papá? —digo levantando más la voz; entro en la sala de estar y enciendo la luz.

Sus pastillas están desparramadas por el suelo, todos los frascos abiertos y vaciados, todos los colores mezclados.

Ahora me entra el pánico, corro de regreso a la cocina, atravieso el recibidor y subo la escalera, enciendo todas las luces mientras grito a pleno pulmón:

—¡Papá! ¡Papá! ¿Dónde éstas? ¡Papá, soy yo, Joyce! ¡Papá!

Las lágrimas me resbalan por la cara; apenas puedo hablar. No está en su dormitorio ni en el cuarto de baño, no está en mi dormitorio ni en ninguna otra parte. Hago una pausa en el descansillo, procurando escuchar el silencio para oír si me está llamando, pero lo único que oigo es el latido de mi corazón en los oídos y en la garganta.

—¡Papá! —chillo, respirando agitadamente, pues el nudo de la garganta amenaza con asfixiarme. No queda ningún otro sitio donde buscar. Me pongo a abrir armarios, miro debajo de su cama… Finalmente agarro una almohada de su cama, la estrecho entre mis brazos y la empapo en lágrimas. Me asomo al jardín por la ventana de atrás: ni rastro de él.

Las rodillas no me sostienen de pie, tengo la cabeza demasiado embotada para pensar. Salgo al descansillo, me dejo caer en el primer escalón y trato de imaginarme dónde puede estar.

Entonces pienso en las pastillas derramadas por el suelo y doy el alarido más fuerte que he dado en mi vida.

—¡¡¡Papáaa!!!

Me contesta el silencio y nunca me he sentido tan sola. Más sola que en la ópera, más sola que en un matrimonio desgraciado, más sola que cuando mamá se murió. Completa y absolutamente sola, pues me han arrebatado a la última persona que tengo en mi vida.

Entonces:

—¿Joyce? —Una voz me llama desde la puerta de la calle, que he dejado abierta—. Joyce, soy Fran.

Y ahí está, en bata y zapatillas, con su hijo mayor detrás de ella con una linterna en la mano.

—Papá se ha ido —digo con voz temblorosa.

—Está en el hospital, he intentado llamarte…

—¿Cómo? ¿Por qué? —Me levanto y corro escaleras abajo.

—Ha creído que sufría otro infarto…

—Tengo que ir. Tengo que ir con él. —Busco a toda prisa las llaves del coche—. ¿En cuál está?

—Joyce, cálmate, cielo, cálmate. —Viene hasta mí y me da un abrazo—. Yo te llevo.