43

—La próxima vez tendríamos que ir en coche, Gracie —dice papá mientras avanzamos calle abajo al regreso de nuestro paseo por el jardín botánico. Le cojo del brazo y me adapto a su balanceo. Arriba y abajo, arriba y abajo. Es un movimiento tranquilizador.

—No, tienes que hacer ejercicio, papá.

—¡Eso lo dirás por ti! —masculla—. ¿Qué tal, Sean? Un día de perros, ¿eh? —grita a través de la calle al anciano con el andador.

—Espantoso —contesta Sean a voz en cuello.

—Y bien, ¿qué te ha parecido el apartamento? —Saco el tema por tercera vez en el último rato—. Esta vez no puedes esquivarlo.

—No estoy esquivando nada, cielo. ¿Qué tal, Patsy? ¿Qué tal, Suki? —Se para y se agacha para dar unas palmadas al perro salchicha—. Mira que eres guapo —le dice, y reanudamos la marcha—. Odio a ese mequetrefe. Ladra toda la noche cuando su ama no está en casa —murmura entre dientes, calándose la gorra hasta los ojos cuando nos alcanza una racha de viento—. Dios Todopoderoso, no vamos a llegar a ninguna parte, con este viento es como si estuviéramos en una rueda de andar.

Me río.

—Vamos, papá, ¿te gusta el apartamento o no?

—No estoy seguro. Me ha parecido espantosamente pequeño y he visto entrar a un tipo muy curioso en el piso de al lado. Creo que no me ha gustado su traza.

—A mí me ha resultado simpático.

—Claro, cómo no. —Pone los ojos en blanco y sacude la cabeza—. Se diría que ahora te conformarías con cualquier hombre.

—¡Papá! —Me río.

—Buenas tardes, Graham. Un día de perros, ¿verdad? —dice a un vecino que nos cruzamos.

—Espantoso, Henry —contesta Graham, metiéndose las manos en los bolsillos.

—En fin, no creo que debas coger ese apartamento, Gracie. Quédate aquí un poco más hasta que salga otro mejor. No tiene sentido coger el primero que ves.

—Hemos visto diez apartamentos y ninguno te ha gustado.

—¿Quién va a vivir en él, tú o yo? —pregunta. Arriba y abajo. Arriba y abajo.

—Yo.

—Pues entonces, ¿qué más te da?

—Valoro tu opinión.

—Lo haces a tu… ¡Hola, Kathleen!

—No puedes retenerme en casa para siempre, y lo sabes.

—No hay para siempre que valga, cielo. A ti no hay quien te convenza. Eres la hija adulta más cabezota que uno podría tener.

—¿Puedo ir al Club de los Lunes esta noche?

—¿Otra vez?

—Tengo que terminar mi partida de ajedrez con Larry.

—Larry no hace más que situar sus peones de modo que tengas que inclinarte para poder verte el escote. Esa partida no va a terminar nunca. —Pone los ojos en blanco.

—¡Papá!

—¿Qué? Te hace falta más vida social y pasar menos rato con tipos como Larry y como yo.

—Me gusta pasar el rato contigo.

Sonríe para sus adentros, complacido de oírme decir eso.

Damos la vuelta en casa de papá y subimos el breve sendero del jardín hacia la puerta.

Al ver lo que hay en el umbral me paro en seco.

Una cestita de muffins con un envoltorio de plástico atado con un lazo rosa. Miro a papá, que pasa por encima y abre la puerta. Su comportamiento, como si no ocurriese nada fuera de lo normal, hace que dude de mis ojos. ¿Me lo he imaginado?

—¡Papá! ¿Qué estás haciendo? —Confundida, miro detrás de mí, pero no veo a nadie.

Papá me guiña el ojo, parece triste un momento, pero enseguida me sonríe radiante antes de cerrarme la puerta en las narices.

Cojo el sobre que está pegado al plástico y con dedos temblorosos saco la tarjeta que hay dentro.

Gracias

—Perdóname, Joyce. —Oigo una voz a mis espaldas que casi me para el corazón y doy media vuelta.

Ahí está, de pie en la verja del jardín, un ramo de flores en sus manos enguantadas, con la expresión más apesadumbrada que quepa imaginar. Va envuelto en una bufanda y un abrigo de invierno, la punta de la nariz y las mejillas rojas de frío, sus ojos verdes brillan en el día gris. Es como una visión; me corta la respiración sólo verle, su proximidad resulta casi insoportable.

—Justin… —empiezo, pero me quedo sin habla.

—¿Crees que podrás perdonar a un idiota como yo? —Da un paso al frente y se queda al final del jardín, junto a la verja.

No sé qué decir. Ha pasado un mes. ¿Por qué ahora?

—Por teléfono, pusiste el dedo en la llaga —prosigue, y carraspea—. Nadie sabe lo de mi padre. O mejor dicho, nadie lo sabía. No sé cómo lo hiciste.

—Ya te lo dije.

—No lo entiendo.

—Yo tampoco.

—Pero tampoco entiendo la mayoría de las cosas normales que ocurren a diario. No entiendo qué ve mi hija en su novio. No entiendo cómo ha hecho mi hermano para desafiar las leyes de la ciencia y no convertirse en una patata frita. No entiendo cómo hace Doris para abrir un cartón de leche con unas uñas tan largas. No entiendo por qué no derribé tu puerta hace un mes para decirte lo que sentía… No entiendo un montón de cosas simples, así que no sé por qué esto tendría que ser diferente.

No pierdo detalle de su cara, su pelo rizado cubierto por un sombrero de lana, la sonrisa nerviosa que asoma a sus labios. Él me estudia a su vez y me estremezco, pero no de frío. Ya no lo siento. Alguien ha caldeado el mundo entero para mí. Qué amable. Doy gracias más allá de las nubes.

Unas arrugas surcan su frente mientras me mira.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—Nada. Sólo que me recuerdas mucho a alguien ahora mismo. No tiene importancia. —Carraspea, sonríe e intenta retomar el hilo de lo que estaba diciendo.

—Eloise Parker —adivino, y su sonrisa se desvanece.

—¿Cómo demonios lo sabes?

—Era tu vecina y estuviste loco por ella durante años. A los cinco años decidiste hacer algo al respecto, cogiste unas flores de tu jardín y las llevaste a su casa. Ella abrió la puerta antes de que hubieras recorrido el sendero de entrada y salió con un abrigo azul y una bufanda negra —digo, arrebujándome con mi abrigo.

—¿Y luego qué? —pregunta, asombrado.

—Luego nada. —Me encojo de hombros—. Las dejaste caer al suelo y te rajaste.

Menea despacio la cabeza y sonríe.

—¿Cómo es posible…? —Encojo los hombros—. ¿Qué más sabes sobre Eloise Parker? —pregunta entornando los ojos.

Sonrío y miro hacia otra parte.

—Perdiste la virginidad con ella a los dieciséis años, en su dormitorio, mientras sus padres estaban de crucero.

Pone los ojos en blanco y baja el ramo de flores, que queda bocabajo.

—Vamos a ver, esto no es justo —dice—. No tienes derecho a saber esas cosas sobre mí.

Me río.

—Te bautizaron Joyce Bridget Conway —contrataca—, pero dices a todo el mundo que tu segundo nombre es Angeline.

Me quedo boquiabierta.

—De niña tenías un perro que se llamaba Bunny —añade enarcando una ceja con petulancia. Entorno los ojos—. Te emborrachaste con poteen cuando tenías… —cierra los ojos y piensa— quince años. Con tus amigas Kate y Frankie.

Avanza un paso con cada dato que me da y ese olor, ese olor suyo que he soñado tener cerca se va aproximando.

—Tu primer beso fue a los diez años con Jason Hardy, a quien todos llamaban Jason Hard-On[18] —añade, y me echo a reír—. No eres la única que está autorizada a saber cosas. —Da otro paso y ya no puede acercarse más. Sus zapatos, la tela gruesa de su abrigo, cada parte de él me está tocando.

Mi corazón sale al trampolín y se inscribe en un maratón de saltos. Espero que Justin no lo oiga gritar de alegría.

—¿Quién te ha contado todo eso? —Mis palabras tocan su rostro en una fría vaharada de aliento.

—Llegar hasta aquí ha conllevado una gran operación —sonríe—. Muy grande. Tus amigas me sometieron a una batería de pruebas para demostrar que lo lamentaba lo bastante como para que me considerasen digno de venir a verte.

Me río, asombrada de que Kate y Frankie por fin hayan sido capaces de estar de acuerdo en algo, y más aún de que hayan sido capaces de guardar un secreto de semejante magnitud.

Silencio. Estamos tan cerca que si miro hacia arriba mi nariz tocará la suya, de modo que sigo con la vista baja.

—Todavía te da miedo dormir a oscuras —susurra, tomando mi barbilla y levantándola para que sólo pueda verle a él—. A no ser que haya alguien contigo —agrega con un amago de sonrisa.

—Copiaste en tu primer examen de la universidad —susurro.

—Antes odiabas el arte. —Me besa la frente.

—Mientes cuando dices que eres un fan de la Mona Lisa. —Cierro los ojos.

—Tuviste un amigo invisible que se llamaba Horatio hasta los cinco años.

Me da un beso en la nariz y me dispongo a replicar, pero sus labios tocan los míos tan suavemente que las palabras se rinden, desvaneciéndose antes de llegar a mi boca y deslizándose de regreso al banco de memoria de donde han salido.

Soy levemente consciente de que Fran sale de su casa y me dice algo; de un coche que pasa y toca la bocina, pero todo se desdibuja en lontananza mientras me pierdo en el momento con Justin, mientras creo un nuevo recuerdo para él, para mí.

—¿Me perdonas? —dice al apartarse.

—No tengo elección. Lo llevo en la sangre. —Sonrío, y él se ríe. Miro las flores en sus manos, que se han aplastado entre nosotros—. ¿Vas a dejarlas caer al suelo y rajarte?

—En realidad, no son para ti. —Las mejillas se le ponen aún más coloradas—. Son para alguien del banco de sangre con quien debo disculparme. Esperaba que quisieras acompañarme, ayudarme a explicarle la razón de mi alocada conducta, y quizás ella pueda explicarnos unas cuantas cosas a cambio.

Me vuelvo hacia la casa y veo a papá espiando detrás de la cortina. Le miro de manera inquisitiva. Levanta los pulgares en señal de aprobación y se me saltan las lágrimas.

—¿Él también estaba metido en esto…? —pregunto a Justin.

—Me llamó idiota y tonto del bote. —Hace una mueca y acabo riéndome.

Le envío un beso a papá y comienzo a caminar despacio. Noto que me está observando, y también noto los ojos de mamá, mientras bajo por el sendero del jardín y acorto por el césped, siguiendo la línea de deseo que tracé de niña, hasta la acera que conduce lejos de la casa donde me crié.

Aunque, esta vez, no estoy sola.