42

Estoy tumbada en la cama, mirando el techo, tratando de poner mi vida en orden. Papá sigue en el hospital, tenían que terminar de hacerle pruebas, pero mañana volverá a casa. Al verme sola me he visto obligada a pensar acerca de mi vida y he pasado por la desesperación, la culpabilidad, la tristeza, la ira, la soledad, la depresión y el cinismo hasta que por fin he hallado el camino a la esperanza. Igual que un adicto con mono, he recorrido los suelos de estas habitaciones, presa de cada emoción que se adueñaba de mí. He hablado sola en voz alta, he chillado, he gritado y he llorado.

Son las once y fuera la noche es oscura, fría y ventosa, típica de los meses de invierno, cuando suena el teléfono. Pensando que será papá, bajo corriendo, agarro el teléfono y me siento en el primer peldaño.

—¿Diga?

—Eras tú desde el principio.

Me quedo helada. El corazón se me dispara. Aparto el teléfono de la oreja e inspiro profundamente.

—¿Justin?

—Eras tú desde el principio, ¿verdad?

Me quedo callada.

—He visto la foto donde salís tú y tu padre con Bea —continúa—. Fue la noche que te contó lo de mi donación de sangre. Lo de que quería que me dieran las gracias. —Estornuda.

—Salud.

—¿Por qué no me dijiste nada? ¿Todas esas veces que te vi? ¿Me seguías o… o… qué está pasando, Joyce?

—¿Estás enfadado conmigo?

—¡No! Es decir, no lo sé. No lo entiendo. Estoy hecho un auténtico lío.

—Deja que te lo explique. —Inspiro profundamente y procuro que no me tiemble la voz, intento hablar a través de los latidos que ahora siento en la garganta—. No te seguí a ninguno de los sitios donde hemos coincidido, así que, por favor, no te inquietes. No soy una acosadora. Algo pasó, Justin. Algo pasó cuando me hicieron la transfusión y, sea lo que sea, cuando tu sangre entró en mi organismo, de repente me sentí conectada contigo. No hacía más que aparecer en lugares donde estabas tú, como la peluquería o el ballet. Y siempre por pura coincidencia. —Estoy hablando demasiado deprisa pero no puedo hacerlo más despacio—. Y entonces Bea me contó que habías donado sangre por las mismas fechas que me hicieron la transfusión y…

—¿Qué?

No estoy segura de qué quiere decir.

—¿Me estás diciendo que no sabes a ciencia cierta si fue mi sangre la que te pusieron en la transfusión? —inquiere Justin—. Lo digo porque yo no logré averiguarlo, nadie me lo quiso decir. ¿A ti te lo dijeron?

—No. Nadie me ha dicho nada. No ha sido necesario. Me…

—Joyce. —Se interrumpe y de inmediato me preocupa su tono de voz.

—No soy un bicho raro, Justin. Confía en mí. Nunca me había ocurrido lo que me ha ocurrido estas últimas semanas. —Le refiero la historia. Lo de adquirir sus habilidades, sus conocimientos, lo de compartir sus gustos.

Guarda silencio.

—Di algo, Justin.

—No sé qué decir. Me suena… raro.

—Es que lo es, pero es la verdad. Esto aún te sonará peor, pero tengo la sensación de haber adquirido algunos de tus recuerdos, también.

—¿En serio? —Su voz es fría, distante. Lo estoy perdiendo.

—Recuerdos del parque de Chicago, Bea bailando con su tutu encima de un mantel rojo a cuadros, la cesta de picnic, la botella de vino tinto. Las campanas de la catedral, la heladería, el balancín con Al, los aspersores, el…

—Alto, alto, alto. Para el carro. ¿Quién eres?

—¡Justin, soy yo!

—¿Quién te ha contado esas cosas?

—¡Nadie, simplemente las sé! —Me froto los ojos, cansada—. Ya sé que resulta estrafalario, Justin, en serio. Soy una persona decente, normal y corriente, tan cínica como se pueda ser, pero esto es mi vida y éstas son las cosas que me están ocurriendo. Si no me crees, pues lo siento: colgaré y seguiré con mi vida, pero tienes que saber que no es una broma ni una patraña ni ninguna clase de montaje.

Permanece callado un rato. Luego dice:

—Quiero creerte.

—¿Sientes que hay algo entre nosotros?

—Eso es lo que siento. —Habla muy despacio, como si sopesara cada letra de cada palabra—. Los recuerdos, gustos y aficiones y cualquier otra cosa mía que hayas mencionado son cosas que puedes haberme visto hacer u oído decir. No estoy diciendo que hagas esto a propósito, tal vez ni siquiera eres consciente, pero has leído mis libros; menciono muchas cosas personales en mis libros. Viste la foto del relicario de Bea, has estado en mis charlas, has leído mis artículos. Puede que en ellos haya revelado cosas sobre mí mismo, en realidad me consta que lo he hecho. ¿Cómo puedo saber que realmente has aprendido todo eso mediante una transfusión? ¿Cómo sé, y no te ofendas, que no eres una chiflada que se ha convencido a sí misma de una historia disparatada que ha leído en un libro o ha visto en una película? ¿Cómo quieres que lo sepa?

Suspiro. No tengo modo de convencerlo.

—Justin, ahora mismo no creo en nada, pero en esto sí.

—Lo siento, Joyce —se dispone a poner fin a la conversación.

—No, espera —le interrumpo—. ¿Esto es todo?

Silencio.

—¿Ni siquiera vas a intentar creerme? —insisto.

Da un hondo suspiro.

—Pensaba que eras otra persona, Joyce —dice al cabo—. No sé por qué, porque ni siquiera te conocía, pero pensaba que eras otra clase de persona. Esto… esto no lo entiendo. Me parece que esto… no está bien, Joyce.

Cada frase es una puñalada en el corazón y un puñetazo en la boca del estómago. Podría soportar que me dijera eso cualquier persona del mundo menos él. Cualquiera menos él.

—Has pasado por mucho, según parece —continúa—, tal vez deberías… hablar con alguien.

—¿Por qué no me crees? Por favor, Justin. Tiene que haber algo que pueda decir para convencerte. Algo que yo sepa y que no hayas escrito en un libro o en un artículo y que tampoco se lo hayas dicho a nadie en una charla o en clase… —Me quedo callada, pensando. No, no se me ocurre nada.

—Adiós, Joyce. Espero que te vaya bien, en serio.

—¡Un momento! ¡Espera! Hay una cosa. Una cosa que sólo tú puedes saber.

Hace una pausa.

—¿El qué?

Cierro los ojos apretando los párpados y tomo aire. Lo hago o no lo hago. Lo hago o no lo hago… Abro los ojos y lo suelto:

—Tu padre.

Silencio.

—¿Justin?

—¿Qué pasa con él? —Su voz es fría como un témpano.

—Sé lo que viste —digo en voz baja—. Por qué nunca pudiste contárselo a nadie.

—¿Qué demonios estás diciendo?

—Sé que estabas en la escalera, viéndole a través de la barandilla. Yo también le veo. Le veo cerrando la puerta con la botella y las pastillas. Luego veo los pies verdes en el suelo…

—¡Basta! —chilla, y me callo en seco.

Pero tengo que seguir intentándolo o nunca tendré ocasión de decir esto otra vez:

—Sé lo duro que tuvo que ser para ti de niño. Lo duro que fue guardar el secreto…

—Tú no sabes nada —dice fríamente—. Absolutamente nada. Por favor, mantente alejada de mí. No quiero volver a saber nada de ti.

—De acuerdo. —Mi voz es un susurro, pero sólo para mí, porque ya ha colgado.

Me quedo sentada en la escalera de la casa, oscura y vacía, y escucho el azote del viento contra el edificio.

Así pues, se acabó.