21

Correteo tras la chica de los auriculares, camino de la sala verde, donde encuentro a papá sentado en un sillón de maquillaje de cara a un espejo iluminado por bombillas, con pañuelos de papel remetidos en el cuello de la camisa, platito y taza en la mano, mientras le empolvan la protuberante nariz para los primeros planos.

—Caramba, ya estás aquí, cielo —dice presuntuosamente—. Atención todos, ésta es mi hija y será ella quien nos lo cuente todo sobre el bonito objeto que he traído y que ha llamado la atención de Michael Aspel. —Ríe entre dientes y toma un sorbo de té—. Allí hay Jaffa Cakes, si te apetece comer uno.

Menudo diablillo.

Miro los rostros interesados de la concurrencia, que me saludan asintiendo, y me obligo a sonreír.

Justin se revuelve incómodo sobre su silla en la sala de espera del dentista, con un dolor punzante en la mejilla hinchada, apretujado entre dos matronas que conversan sobre una conocida suya que se llama Rebecca, que a su juicio debería abandonar a un hombre que se llama Timothy.

«¡Cállense, cállense, cállense!»

El televisor de los años setenta que hay en un rincón, cubierto por un tapete de puntilla y flores artificiales, anuncia que el Antiques Roadshow está a punto de comenzar.

Justin refunfuña.

—¿A alguien le importa que cambie de canal?

—Lo estoy mirando —dice un niño que no puede tener más de siete años.

—¡Qué bonito! —Justin le sonríe con aversión y acto seguido mira a su madre buscando respaldo.

Pero ella se encoge de hombros.

—Lo está mirando.

Justin suelta un gruñido de frustración.

—Disculpen. —Justin finalmente interrumpe a las mujeres que tiene a derecha e izquierda—. ¿Alguna de ustedes quiere cambiarme la silla para que puedan seguir hablando con más intimidad?

—No, no te preocupes, encanto, no tiene nada de íntimo nuestra conversación, créeme. Escucha cuanto quieras —le dice una de las señoras.

—No estaba escuchando. Sus labios estaban prácticamente pegados a mi oreja, y no estoy seguro de que a Charlie, Graham y Rebecca les gustara demasiado eso, si nos vieran. —Vuelve a mirar al frente.

—Huy, Ethel —ríe una de ellas—, cree que estamos hablando de personas de verdad.

«Qué tonto soy.»

Vuelve a dirigir su atención al televisor del rincón, al que las otras seis personas de la sala de espera no le quitan el ojo.

«Bienvenidos a nuestro primer Antiques Roadshow en directo…»

Justin suspira ostensiblemente otra vez.

El niño le mira entornando los ojos y sube el volumen con el mando a distancia, que no suelta ni por casualidad.

«… y que emitimos desde Banqueting House, Londres.»

«Hombre, ahí he estado yo. Un buen ejemplo de corintio y jónico mezclados formando un conjunto armonioso.»

«… Desde las nueve y media de la mañana han pasado por aquí más de dos mil personas, hasta que hace un momento se han cerrado las puertas. Ahora vamos a mostrarles las mejores piezas para que ustedes las vean desde casa. Nuestros primeros invitados vienen de…»

Ethel se inclina hacia su amiga apoyando un codo en el muslo de Justin.

—Pues, lo que te decía, Margaret… —prosigue.

Justin se concentra en el televisor para no agarrarlas por la cabeza.

«Veamos, ¿qué tenemos aquí? —pregunta Michael Aspel—. Diría que se trata de una papelera de diseño.» La cámara ofrece un primer plano del objeto que hay encima de la mesa.

El corazón de Justin comienza a palpitar.

—¿Quiere que lo cambie, señor? —El niño se pone a cambiar canales a toda velocidad.

—¡No! —grita Justin, interfiriendo en la conversación de Margaret y Ethel. Alargando los brazos como si así pudiera impedir que las ondas cambiaran el canal, da un salto y cae de rodillas en la alfombra, delante del televisor. Margaret y Ethel se han quedado estupefactas—. ¡Vuelve, vuelve, vuelve! —le grita Justin al niño.

El niño mira a su madre haciendo pucheros.

—No hace falta que le grite —dice la madre, abrazando al niño con ademán protector.

Justin le arrebata el mando a distancia y se pone a cambiar canales como un poseso hasta que se detiene en un primer plano de Joyce. Sus ojos miran con aire vacilante a izquierda y derecha, como si acabara de entrar en la jaula de un tigre de Bengala a la hora de comer.

En el Centro de Servicios Financieros de Dublín, Frankie corre por las oficinas buscando un televisor. Encuentra uno, pero está rodeado por docenas de trajes estudiando las cifras que corren por la pantalla.

—¡Perdón! ¡Tengo que pasar! —grita, abriéndose paso a empellones. En cuanto alcanza el aparato se pone a pulsar botones haciendo caso omiso de las quejas de las personas que la rodean.

—Será sólo un momento —se excusa—, el mercado no se hundirá en los dos minutos que va a durar esto.

Por fin encuentra a Joyce y a Henry en directo en la BBC.

Suelta un grito ahogado y se tapa la boca con las manos, para acto seguido echarse a reír.

—¡A por ellos, Joyce! —dice agitando el puño ante la pantalla.

El personal que tenía alrededor enseguida se marcha en busca de otra pantalla, excepto un hombre, que parece complacido con el cambio de canal y decide quedarse a mirar.

—Vaya, es una buena pieza —comenta, apoyándose contra un escritorio y cruzando los brazos.

«Em… —está diciendo Joyce—, bueno, lo encontramos… quiero decir, lo pusimos, pusimos este bonito… extraordinario… eh, cubo de madera, fuera de la casa. Bueno, fuera no —se retracta nada más ver la reacción del tasador—. Dentro. Lo pusimos dentro del porche para que estuviera protegido de las inclemencias del tiempo. Para los paraguas.»

«Sí, y quizá fuera concebido para darle ese uso —dice la experta—. ¿Cómo llegó a sus manos?»

Joyce abre y cierra la boca durante unos segundos hasta que su padre interviene. Está de pie con las manos entrelazadas encima de la barriga. Levanta la barbilla, los ojos le brillan, ignora a la experta y adopta un acento pijo para contestar directamente a Michael Aspel, a quien se dirige como si fuera un amigo de toda la vida:

«Verás, Michael, esto es un regalo de mi tatarabuelo Joseph Conway, que era granjero en Tipperary. Él se lo dio a mi abuelo Shay, que también era granjero. Mi abuelo se lo regaló a mi padre, Paddy-Joe, que también fue granjero en Cavan y cuando él falleció, pasó a mí.»

«Entiendo —contesta la experta—, ¿y tiene idea de dónde lo sacó su tatarabuelo?»

«Seguramente se lo robó a los británicos», bromea Henry, y es el único que ríe. Joyce le da un codazo a su padre, Frankie suelta un resoplido y, en el suelo de la sala de espera de un dentista de Londres, Justin echa la cabeza hacia atrás riendo a carcajadas.

«Bueno, se lo pregunto porque este objeto que ha traído es fabuloso —añade la experta—. Es un raro ejemplar de jardinera vertical de época victoriana que debe de datar de mediados del siglo XIX

«Me encanta la jardinería, Michael —dice Henry interrumpiendo a la experta—, ¿a usted también?»

Michael le sonríe educadamente y la experta prosigue:

«Tiene cuatro maravillosas placas estilo Selva Negra talladas a mano, montadas en un armazón de madera de ébano.»

—¿Country English o French décor, qué te parece? —le pregunta a Frankie su colega, pero ésta no le escucha y sigue concentrada en Joyce.

«Dentro tiene lo que parece un forro de zinc grabado y pintado con motivos decorativos, en perfecto estado —prosigue la experta—. Aquí vemos que dos lados presentan motivos florales y que los otros son figurativos: una cabeza de león en éste y un grifo en este otro. Desde luego, se trata de una pieza magnífica y absolutamente maravillosa para tenerla en la puerta principal.»

«Vale unas cuantas libras, ¿verdad?», pregunta Henry, olvidando el acento pijo.

«Ya llegaremos a esa parte —dice la experta—. Aunque está en buenas condiciones, parece que había tenido pies, probablemente de madera. Los lados no presentan grietas ni están alabeados, conserva el forro extraíble original de zinc decorado y las anillas de sujeción están intactas. Tomando todo esto en consideración, ¿cuánto diría usted que vale?»

—¡Frankie! —Frankie oye a su jefe llamándola desde la otra punta de la oficina—. ¿Qué es eso de que andas enredando con los monitores?

Frankie se levanta, da media vuelta y, mientras tapa el televisor con su cuerpo, intenta cambiar de canal.

—Vaya —protesta su colega, chasqueando la lengua—. Justo cuando iban a dar el precio. Es la mejor parte.

—Apártate —dice el jefe frunciendo el ceño.

Frankie se aparta para mostrar las cifras de la bolsa corriendo a través de la pantalla. A continuación sonríe radiante enseñando los dientes y sale pitando hacia su escritorio.

En la sala de espera del dentista, Justin está pegado al televisor, incapaz de apartar la vista de Joyce.

—¿Es amiga tuya, encanto? —le pregunta Ethel.

Justin estudia el rostro de Joyce y sonríe.

—En efecto. Se llama Joyce.

Margaret y Ethel se deshacen en exclamaciones de júbilo y emoción.

En la pantalla, el padre de Joyce —o al menos quien Justin supone que es el padre de Joyce— se vuelve hacia su hija y se encoge de hombros.

«¿Tú qué opinas, cielo? ¿Cuánta guita por la cosita?», le pregunta.

Joyce sonríe forzadamente.

«La verdad es que no tengo ni idea de cuánto puede valer.»

«¿Qué les parecería una suma entre mil quinientas y mil setecientas libras?», pregunta la experta.

«¿Libras esterlinas?», pregunta a su vez el anciano, estupefacto.

Justin se ríe. La cámara hace un zoom sobre los rostros de Joyce y su padre. Ambos están asombrados, tan patidifusos, de hecho, que los dos se han quedado sin habla.

«Vaya, esto sí que es una reacción impresionante —comenta Michael riendo—. Una buena noticia en esta mesa, pasemos a la mesa de la porcelana para ver si alguno de nuestros coleccionistas londinenses ha tenido tanta suerte…»

—Justin Hitchcock —anuncia la recepcionista de la consulta, sobresaltando a Justin.

La sala de espera permanece unos segundos en silencio, mientras los pacientes se miran entre sí.

—Justin —repite la recepcionista, levantando la voz.

—Debe de ser él, el del suelo —dice Ethel, y le da una pata-dita—. ¡Yuju! ¿Eres Justin?

—Alguien está enamorado, tralarí, tralará —canturrea Margaret mientras Ethel tira besos al aire.

—Louise —dice Ethel a la recepcionista—, ¿por qué no entro yo mientras este joven se va corriendo a Banqueting House para ver a esa señorita? —Estira la pierna izquierda haciendo muecas de dolor.

Justin se levanta y se sacude los pelos de alfombra de los pantalones.

—No sé qué esperan ustedes dos aquí, a su edad —les suelta—. Deberían dejar los dientes y volver cuando el dentista haya acabado con ellos.

Cuando sale de la sala de espera, un ejemplar atrasado de Homes and Gardens le golpea la cabeza.