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—¿Qué tal ha ido? —pregunta Thomas, el chófer, cuando Justin vuelve al coche después de su conferencia.

—Le he visto de pie al fondo de la sala. Dígamelo usted.

—Bueno, yo de arte no entiendo, pero desde luego usted es capaz de hablar mucho sobre una chica que escribe una carta.

Justin sonríe y coge otro botellín de agua. No tiene sed, pero está ahí y es gratis.

—¿Estaba buscando a alguien? —pregunta Thomas.

—¿A qué se refiere?

—Entre el público. Me he fijado en cómo miraba a los asistentes. ¿Una mujer, quizá? —Sonríe.

Justin sonríe a su vez y menea la cabeza.

—No tengo ni idea. Pensaría que estoy loco si se lo contara.

—Y bien, ¿qué piensas? —pregunto a Kate mientras paseamos por Merrion Square y me pone al corriente sobre la conferencia de Justin.

—¿Qué pienso? —repite, caminando despacio detrás del cochecito de Sam—. Pienso que no importa que ayer tomara eneldo y carpaccio para cenar porque parece un hombre encantador. Pienso que sean cuales sean tus razones para sentirte conectada o atraída por él, no tienen ninguna importancia. Tendrías que dejar de darle más vueltas al asunto y darte a conocer de una vez.

Meneo la cabeza.

—No puedo hacerlo.

—¿Por qué no? Parecía interesado cuando persiguió tu autobús por la calle, y también cuando te vio en el ballet. ¿Qué ha cambiado?

—No quiere nada conmigo.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.

—¿Cómo? Y no me digas que es por alguna paparrucha que has visto en las hojas de una taza de té.

—Ahora bebo café.

—Tú odias el café.

—Es obvio que él no.

Hace lo posible por no ser negativa, pero mira a otro lado.

—Está demasiado ocupado buscando a la mujer cuya vida salvó —explico—; ya no está interesado por mí. Tenía mis datos de contacto, Kate, pero no me llamó. Ni una vez. De hecho, llegó hasta el extremo de tirarlos a un contenedor, y no me preguntes cómo lo he sabido.

—Conociéndote, lo más probable es que estuvieras tumbada en el fondo.

Mantengo los labios cerrados. Kate suspira y pregunta:

—¿Hasta cuándo vas a seguir con esto?

Me encojo de hombros.

—No mucho más.

—¿Qué pasa con el trabajo? ¿Qué pasa con Conor?

—Conor y yo hemos terminado. No hay más que decir. Cuatro años de separación y luego nos divorciaremos. En cuanto al trabajo, ya les he dicho que vuelvo la semana que viene; ya tengo la agenda llena de citas; y en cuanto a la casa… ¡Mierda! —Me subo la manga para mirar la hora—. Tengo que irme. Enseño la casa dentro de una hora.

Un beso apresurado y corro hacia el autobús más cercano que vaya en dirección a mi casa.

—Muy bien, es aquí. —Justin mira por la ventanilla del coche al segundo piso, donde se encuentra el banco de sangre.

—¿Va a donar sangre? —pregunta Thomas.

—Ni hablar. Sólo vengo de visita. No debería tardar mucho. Si ve que viene algún coche de la policía, ponga el motor en marcha. —Sonríe, pero su sonrisa resulta poco convincente.

Hecho un manojo de nervios, pregunta por Sarah en recepción y le dicen que aguarde en la sala de espera. Se ve rodeado por hombres y mujeres vestidos de traje que, aprovechando la pausa del almuerzo, leen periódicos mientras esperan su turno.

Se aproxima un poco a la mujer que tiene al lado, que está hojeando una revista, se inclina encima de su hombro y le da un susto al susurrarle:

—¿Está segura de querer hacer esto?

Todos los presentes bajan sus respectivos periódicos y revistas para fulminarlo con la mirada. Justin tose y aparta la vista, fingiendo que lo ha dicho otra persona. En las paredes hay carteles que alientan a los que están esperando para donar, y también hay carteles de agradecimiento en los que aparecen niños, supervivientes de leucemia y otras enfermedades. Ya lleva media hora esperando y mira el reloj cada dos por tres, consciente de que tiene que coger un avión. Cuando el último donante lo deja solo en la sala aparece Sarah en la puerta.

—Justin. —Su tono no es glacial, severo ni de enfado. Está serena. Dolida. Eso es peor. Habría preferido que estuviera enfadada.

—Sarah.

Se levanta para saludarla, le da un torpe medio abrazo y un beso en la mejilla, que se convierte en dos, un cuestionable tercero que se malogra y casi se convierte en un beso en los labios. Ella se aparta, poniendo fin al absurdo saludo.

—No puedo quedarme mucho rato —declara Justin—, tengo que ir al aeropuerto a coger un avión, pero quería pasar a verte. ¿Podemos hablar un momento?

—Sí, claro. —Entra en la sala de espera y se sienta, con los brazos todavía cruzados.

—Vaya. —Justin mira alrededor—. ¿No tienes un despacho, u otro sitio?

—Aquí se está tranquilo y bien.

—¿Dónde está tu despacho?

Sarah entorna los ojos con recelo y Justin renuncia a seguir esa línea de interrogatorio.

—En realidad —prosigue tomando asiento a su lado— he venido a disculparme por cómo me comporté la última vez que nos vimos. Bueno, cada vez que nos vimos y cada vez después de eso. Lo siento de veras.

Sarah asiente, esperando algo más.

«¡Maldita sea, no se me ocurre nada más! Piensa, piensa. Lo sientes y…»

—No tenía intención de hacerte daño —añade—. Aquellos vikingos chiflados me trastornaron. En realidad, podría decirse que he estado trastornado por vikingos chiflados casi cada día del último mes o dos y… eh… —«¡Piensa!»— ¿Podría ir al lavabo? Si no te importa. Por favor.

Sarah se queda un poco perpleja antes de contestar:

—Claro, está al fondo del pasillo.

En el jardín, junto al cartel de «se vende» recién clavado. Linda y su marido Joe están con la nariz pegada a la ventana del salón. Me viene un sentimiento protector, pero enseguida se me pasa. El hogar no es un sitio cualquiera; este sitio no, en cualquier caso.

—¿Joyce? ¿Eres tú? —Linda se baja lentamente las gafas de sol.

Les dedico una gran sonrisa temblorosa mientras saco las llaves del bolsillo, a las que ya he quitado la del coche y la mariquita de peluche que identificaba el llavero de mamá. Incluso el juego de llaves ha perdido su corazón, su gracia; lo único que le queda es su función.

—Es el pelo. Estás muy cambiada —agrega.

—Hola, Linda. Hola, Joe. —Tiendo la mano para saludarlos, pero Linda tiene otros planes y no duda en darme un fuerte abrazo.

—Ay, no sabes cuánto lo siento. —Me estruja—. Pobrecita.

Un bonito gesto, tal vez, si la conociera de algo más que de enseñarle tres casas hace más de un mes, aunque entonces también hizo algo semejante, poniendo sus manos en mi vientre prácticamente liso en cuanto se enteró de que estaba encinta. Durante el único mes que tuve ocasión de hablar de mi estado, me resultó sumamente molesto que mi cuerpo de pronto fuese propiedad del resto de la gente.

Baja la voz hasta un susurro y pregunta mirándome el pelo:

—¿Esto te lo hicieron en el hospital?

—¿Eh? No. —Me río—. Me lo hicieron en la peluquería —dice alegremente mi Dama del Trauma, que acude presta a salvarme el día. Abro la puerta con la llave y dejo que entren delante.

—Oh —musita Linda excitada, mientras su marido sonríe y la coge de la mano.

Tengo un flashback de Conor y yo hace diez años, cuando vinimos a ver la casa que había abandonado una señora mayor después de vivir sola en ella durante veinte años. Entro en la casa detrás de mi yo juvenil y el de Conor y, de pronto, ellos son reales y yo soy el fantasma que recuerda lo que vimos y escucha nuestra conversación, reviviendo el momento otra vez.

El interior apestaba, había alfombras viejas, suelos crujientes, ventanas podridas y un papel pintado que se había pasado de moda no menos de tres veces. La casa estaba hecha un asco, era un pozo sin fondo, pero nos quedamos prendados en cuanto entramos donde Linda y su marido se encuentran ahora.

Lo teníamos todo por delante en aquel entonces, cuando Conor era el Conor a quien amaba y yo era mi viejo yo; una pareja perfecta. Luego Conor se convirtió en quien es ahora y yo me convertí en la Joyce a quien él ya no amaba. A medida que la casa fue volviéndose bonita, nuestra relación fue volviéndose fea. Podríamos haber pasado la primera noche en nuestro hogar tumbados sobre una alfombra llena de pelo de gato y habríamos sido felices, pero luego cada pequeño detalle que iba mal en nuestro matrimonio intentábamos arreglarlo comprando un sofá nueve, reparando las puertas, cambiando las ventanas que dejaban pasar el aire. Ojalá hubiésemos dedicado tanto tiempo y concentración a nosotros mismos; a la mejora personal en vez de a la mejora del hogar. No pensamos en poner remedio a las corrientes de aire de nuestro matrimonio; silbaban a través de grietas cada vez más grandes mientras ninguno de los dos prestaba atención, hasta que una mañana ambos nos despertamos con los pies fríos.

—Os enseñaré la planta baja pero, eh… —Levanto la vista hacia la puerta del cuarto del niño, que ya no vibra como lo hacía cuando regresé a casa recién salida del hospital. Sólo es una puerta, silenciosa y quieta. Hace lo que hacen las puertas. Nada—. Dejaré que inspeccionéis el piso de arriba por vuestra cuenta.

—¿Los dueños aún viven aquí? —pregunta Linda.

Miro en derredor.

—No. No, hace tiempo que se fueron.

Justin recorre el pasillo hacia el lavabo leyendo cada uno de los nombres que figuran en las puertas, buscando el despache de Sarah. No sabe por dónde empezar pero quizá si encontrara la carpeta sobre las donaciones de sangre recibidas en el Trinitv College a principios de otoño estaría más cerca de averiguar algo.

Finalmente ve su nombre en una puerta y llama con discreción. Como nadie contesta, entra y la cierra sin hacer ruido. Echa un vistazo rápido, hay montones de carpetas en los estantes. Se dirige de inmediato al archivador y se pone a revolverlo. Momentos después el picaporte gira. Suelta la carpeta que se disponía a abrir, se vuelve hacia la puerta y se queda paralizado. Sarah le mira escandalizada.

—¿Justin?

—¿Sarah?

—¿Qué haces en mi despacho?

«Eres un hombre cultivado, di algo inteligente.»

—Me he equivocado de puerta.

Sarah cruza los brazos.

—¿Por qué no me dices la verdad de una vez?

—Volvía del baño y he visto tu nombre en la puerta y se me ha ocurrido entrar a echar un vistazo para ver cómo era tu despacho. Tengo una teoría, ¿sabes?, y es que creo que un despacho dice mucho sobre cómo es una persona y he pensado que si vamos a tener un futuro jun…

—Nosotros no tenemos ningún futuro.

—Oh. Vaya. Pero si fuéramos a…

—No.

Justin inspecciona el escritorio y sus ojos se detienen en una fotografía de Sarah abrazando a una niña rubia y a un hombre. Posan muy felices en una playa.

Sarah sigue su mirada.

—Es mi hija, Molly. —Acto seguido aprieta los labios, enfadada consigo misma por haber hablado más de la cuenta.

—¿Tienes una hija? —Alarga la mano hacia el marco, se detiene antes de tocarlo y la mira pidiendo permiso.

Sarah afloja la presión de los labios y asiente.

—Es muy guapa —dice Justin cogiendo el retrato.

—En efecto.

—¿Qué edad tiene?

—Seis años.

—No sabía que tuvieras una hija.

—Hay muchas cosas que no sabes sobre mí. En ninguna de nuestras citas te has quedado el tiempo suficiente para hablar de algo que no fueras tú.

Justin se avergüenza, le cae el alma a los pies.

—Sarah, lo siento mucho.

—Eso ya lo has dicho, con mucha sinceridad, justo antes de entrar en mi despacho a hurgar entre mis cosas.

—No estaba hurgando…

Basta una mirada de Sarah para impedirle decir otra mentira. Le coge la fotografía de las manos con delicadeza, sus ademanes no son bruscos o agresivos. Está muy decepcionada; no es la primera vez que se lleva un chasco con un idiota como Justin.

—¿Y el hombre de la foto? —pregunta él.

Sarah la mira con tristeza y vuelve a ponerla en su sitio.

—Antes me habría encantado hablarte de él —dice en voz baja—. En realidad, recuerdo haberlo intentado al menos en dos ocasiones.

—Lo siento —repite Justin, sintiéndose tan avergonzado que casi no alcanza a ver por encima del escritorio—. Te escucho.

—Y también recuerdo que me has dicho que tenías que coger un avión.

—Es verdad. —Justin asiente y se dirige hacia la puerta—. De verdad que lo siento muchísimo. Estoy sumamente avergonzado y decepcionado de mí mismo. —Y se da cuenta de que realmente lo dice con el corazón en la mano—. Me están pasando cosas muy extrañas de un tiempo a esta parte.

—Y a quién no. Cada cual tiene que lidiar con su mierda, Justin. Te ruego que no me metas en la tuya.

—De acuerdo.

Asiente otra vez y le dedica otra avergonzada sonrisa de disculpa antes de salir del despacho, correr escaleras abajo y volver al coche sintiendo desprecio hacia sí mismo.