38

—¿Por qué demonios has hecho eso, Doris? —pregunta Justin mientras regresan caminando al hotel.

—Te has pasado semanas hablando sin parar sobre esta mujer y ahora por fin tienes una cita con ella. ¿Qué tiene eso de malo?

—¡Tengo planes para esta noche! No puedo dar plantón a esa persona.

—¡Ni siquiera sabes quién es!

—Eso no importa demasiado y considero que sigue siendo una grosería.

—Justin, en serio, escúchame. Todo este lío de los mensajes de agradecimiento podría ser cosa de alguien que te está gastando una broma cruel.

Justin entorna los ojos con recelo.

—¿Tú crees?

—Francamente, no lo sé —admite Doris.

—No tengo ni idea —dice Al, encogiéndose de hombros, y comienza a resollar.

Doris y Justin aflojan el paso.

—¿Prefieres arriesgarte a ir a un sitio donde no sabes qué ni a quién esperar? —pregunta ella—. ¿O ir a cenar con una chica guapa por la que te bebes los vientos y que no te has quitado de la cabeza durante semanas?

—Vamos, hombre —tercia Al—, ¿cuándo fue la última vez que alguien te hizo sentir algo así? Creo que ni siquiera Jennifer te puso como ahora.

Justin sonríe.

—Y bien, tronco, ¿qué va a ser? —concluye Al.

—Debería tomar algo para la acidez, señor Conway —oigo que Frankie le dice a papá en la cocina.

—¿Como qué? —pregunta él, disfrutando de la compañía de dos jovencitas.

—A Christian le pasa cada dos por tres —dice Kate, y oigo el eco de los balbuceos de Sam en la cocina.

Papá le contesta balbuceando a su vez, imitándolo.

—Ay, se llama… —Kate piensa—. Ahora no recuerdo cómo se llama.

—Te pasa lo mismo que a mí —le dice papá—. También tienes norrepumi.

—¿Qué es eso?

—No. Recuerdo. Una pu…

—¡Vale, ya bajo! —les grito por el hueco de la escalera.

—¡Yupi! —chilla Frankie.

—¡Adelante, tengo la cámara lista! —anuncia Kate.

Papá se pone a hacer como si tocara la trompeta mientras bajo la escalera y me echo a reír. No quito ojo al retrato de mamá, que está encima de la mesa del recibidor, mientras desciendo los peldaños, mirándola de hito en hito hasta que llego abajo. Al pasar por delante de ella le guiño el ojo.

En cuanto llego al recibidor y me vuelvo hacia la cocina, los tres se quedan mudos. Mi sonrisa se desvanece.

—¿Qué pasa?

—Oh, Joyce —susurra Frankie como si fuese algo malo—, ¡estás preciosa!

Suspiro aliviada y me reúno con ellos en la cocina.

—Date una vuelta para que te veamos —dice Kate filmando con la videocámara.

Giro sobre mí misma haciendo revolear mi nuevo vestido rojo y Sam aplaude con sus manos regordetas.

—¡Señor Conway, no ha dicho ni mu! —comenta Frankie dándole un ligero codazo—. ¿No está preciosa?

Las tres nos volvemos hacia papá, que está mudo, con los ojos arrasados en lágrimas. Asiente deprisa con la cabeza pero sin pronunciar palabra.

—Oh, papá. —Me acerco a él y lo abrazo—. No es más que un vestido.

—Estás muy guapa, cielo —consigue decir—. Ve a por él, chiquilla. —Me da un beso en la mejilla y se escabulle a la sala de estar, avergonzado por la emoción.

—Bien —dice Frankie sonriendo—, ¿ya has decidido si vas a la ópera o a cenar esta noche?

—Todavía no lo sé.

—Te ha invitado a cenar —dice Kate—. ¿Por qué piensas que preferirá ir a la ópera?

—Porque, en primer lugar, no me ha invitado él. Lo ha hecho su cuñada. Y yo no he aceptado. Lo has hecho tú. —Fulmino a Kate con la mirada—. Creo que lo está matando no saber a quién le ha salvado la vida. No parecía muy convencido al final, antes de salir de la tienda, ¿no creéis?

—Deja de darle tantas vueltas —dice Frankie—. Te ha invitado a salir, así que sales, y punto.

—Pero parecía que se sintiera culpable por no acudir a la cita en la ópera.

—No estoy tan segura —objeta Kate—. Yo diría que tenía muchas ganas de cenar contigo.

—Es una decisión peliaguda —resume Frankie—. No me gustaría estar en tu lugar.

—¿Por qué no aclaras las cosas confesándole que eres tú? —dice Kate.

—Se suponía que mi confesión iba a ser que me viera en la ópera —explico—. Y esta noche iba a ser la noche en que lo descubriría.

—Pues ve a la cena y dile que has sido tú todo el tiempo.

—¿Y si va a la ópera?

Seguimos hablando un rato sin llegar a ninguna parte y, cuando se van, discuto conmigo misma los pros y contras de ambas posibilidades hasta que la cabeza me da tantas vueltas que ya no puedo pensar más. Cuando llega el taxi, papá me acompaña a la puerta.

—No sé de qué hablabais tan enfrascadas pero sé que tienes que tomar una decisión sobre algo. ¿Ya lo has hecho? —pregunta papá con ternura.

—No lo sé, papá. —Trago saliva—. No sé cuál es la decisión acertada.

—Claro que lo sabes. Tú siempre eliges tu propio camino, cielo. Siempre lo has hecho.

—¿Qué quieres decir?

Mira hacia el jardín.

—¿Ves ese sendero de ahí? —pregunta.

—¿El camino de entrada?

Niega con la cabeza y señala un sendero de hierba pisoteada que cruza el césped dejando entrever la tierra de debajo.

—Tú hiciste ese sendero —afirma.

—¿Qué? —Estoy confundida.

—Cuando eras niña —sonríe—. En el mundo de la jardinería los llamamos «líneas de deseo». Son caminos y senderos que la gente hace por su cuenta. Tú siempre has evitado los caminos que otras personas han abierto para ti, cielo. Siempre has ido por tu propio camino, aunque al final llegues al mismo punto que todos los demás. Nunca has seguido la ruta oficial. —Ríe para sus adentros—. No, desde luego que no. En eso se nota que eres hija de tu madre, siempre recortando en las esquinas, creando senderos espontáneos, mientras que yo seguía las rutas fijadas y recorría el camino más largo. —Sonríe al rememorarlo.

Ambos estudiamos la breve cinta gastada de hierba pisoteada que cruza el jardín hasta el camino de entrada.

—Líneas de deseo —repito, viéndome de niña, de adolescente, de adulta, atajando por esa parte cada vez—. Supongo que el deseo no es lineal. No existe un camino directo para llegar a lo que deseas.

—¿Ahora ya sabes lo que vas a hacer? —pregunta al ver que el taxi llega.

Sonrío y le doy un beso en la frente.

—Sí, lo sé.