12
—Estoy de vacaciones, tronco, ¿por qué me obligas a ir a un gimnasio?
Al camina dando saltitos al lado de Justin, esforzándose por seguir el ritmo de las grandes zancadas de su hermano.
—He quedado con Sarah la semana que viene —Justin sale con paso decidido de la estación de metro—, y tengo que volver a ponerme en forma.
—Yo no creo que no estés en forma —dice Al jadeando, y se seca las gotas de sudor que le perlan la frente.
—La nube del divorcio me ha impedido entrenar.
—¿La nube del divorcio?
—¿Nunca has oído hablar de ella? —Al, incapaz de hablar, menea la cabeza y la papada le tiembla como a un pavo—. La nube adopta la forma de tu cuerpo y lo envuelve bien prieto de modo que apenas puedes moverte, ni respirar, ni hacer ejercicio. Ni siquiera tener una cita y mucho menos acostarte con una mujer.
—Tu nube del divorcio se parece a la nube de mi matrimonio.
—Ya, bueno, pues esa nube se ha disipado. —Justin levanta la vista hacia el cielo gris de Londres, cierra los ojos un momento y aspira profundamente—. Ya va siendo hora de que vuelva a ponerme en acción. —Abre los ojos y se da de bruces contra una farola—. ¡Por Dios, Al! —Se dobla en dos con la cabeza entre las manos—. Gracias por el aviso.
Al farfulla unas palabras con la cara roja como un tomate; le cuesta tanto hablar que al final no dice palabra.
—Lo de menos es que yo tenga que entrenar, mira qué pinta tienes —añade Justin—. El médico ya te ha dicho que pierdas unos cuantos cientos de kilos.
—Veinte kilos… —jadeo— no son exactamente… —jadeo— unos cuantos cientos, y no te metas conmigo tú también. —Jadeo—. Bastante tengo con Doris. —Resoplido. Tos—. Está obsesionada con el régimen y apenas come. Le da miedo morderse una uña por si tiene demasiadas calorías.
—¿Las uñas de Doris son auténticas?
—Las uñas y el pelo son prácticamente lo único auténtico. Tengo que agarrarme a algo. —Al mira a su alrededor, aturullado.
—Demasiada información —dice Justin, sin haberle entendido bien—. Me cuesta creer que el pelo de Doris también sea auténtico.
—Pues lo es, excepto el color. Es morena. Italiana, por supuesto. Qué mareo.
—Sí, es un poco mareante. Toda esa cháchara sobre vidas anteriores a propósito de la mujer de la peluquería. —Justin ríe.
«¿Y cómo te lo explicas, entonces?»
—Quiero decir que yo estoy mareado. —Al lo fulmina con la mirada y alarga la mano para agarrarse a una barandilla cercana.
—Eh… Ya lo sé, era broma. Me parece que ya estamos llegando. ¿Crees que puedes aguantar otros cien metros o así?
—Según lo que signifique «o así» —le espeta Al.
—Viene a ser lo mismo que lo de la semana o así de vacaciones que tú y Doris estabais planeando. Parece que se ha convertido en un mes.
—Bueno, queríamos darte una sorpresa, y Doug es perfectamente capaz de encargarse de la tienda mientras yo esté fuera. El médico me aconsejó que me tomara las cosas con calma, Justin. Con el historial de afecciones cardíacas que tiene nuestra familia, es importante que descanse.
—¿Dijiste al médico que nuestra familia tiene un historial de afecciones cardíacas? —pregunta Justin.
—Pues sí. Papá murió de un infarto. ¿A quién piensas que me refería? —Justin guarda silencio—. Además, no lo lamentarás, Doris te dejará el apartamento tan bien arreglado que estarás encantado de habernos tenido aquí. ¿Sabes que montó la peluquería canina ella sólita? —Justin abre los ojos como platos—. Para que tú veas —prosigue Al orgulloso—. Oye, ¿cuántos seminarios de ésos tienes que dar en Dublín? Doris y yo podríamos acompañarte en uno de tus viajes allí, ya sabes, para ver la tierra de papá.
—Papá era de Cork.
—Vaya. ¿Sigue teniendo familia allí? Podríamos ir a rastrear nuestras raíces, ¿qué te parece?
—Que no es mala idea. —Justin piensa en su calendario—. Aún me quedan unos cuantos seminarios. Aunque seguramente no os quedaréis aquí tanto tiempo. —Mira a Al de reojo para ver cómo reacciona—. Y la semana que viene no podéis venir porque ya he combinado ese viaje con una cita con Sarah.
—¿Te pone muy cachondo esa chica?
El vocabulario de su hermano casi cuarentón nunca deja de asombrar a Justin.
—¿«Me pone muy cachondo esa chica»? —repite, divertido y confundido a la vez.
«Buena pregunta. Realmente no, pero me hace compañía. ¿Es una respuesta aceptable?»
—¿Te ligó con lo de «Quiero tu sangre»? —Al ríe entre dientes.
—Caray, aquello fue muy raro —declara Justin—. Además resulta que Sarah es una vampiresa de Transilvania. Hagamos una hora de gimnasia —dice cambiando de tema—. Dudo mucho de que «descansar» vaya a hacerte ningún bien. Para empezar, es lo que te ha hecho acabar como estás.
—¿Una hora? —Al por poco explota—. ¿Qué has planeado hacer en tu cita, ir de escalada?
—Sólo es un almuerzo.
Su hermano pone los ojos en blanco.
—¿Qué, tienes que perseguir y matar a tu comida? Además, cuando mañana te levantes de la cama después de tu primera sesión de gimnasia en un año, no podrás ni caminar, así que de follar ni te cuento.
Al despertarme oigo ruido de cazos y sartenes que llegan de abajo. Al principio creo que estoy en mi dormitorio, en mi casa, y tardo un momento en recordar. Y entonces lo recuerdo todo otra vez. Mi píldora matutina, como siempre difícil de tragar. No estoy segura de qué perspectiva prefiero, los momentos de olvido son una bendición.
Entre los pensamientos que daban vueltas en mi cabeza y el ruido de la cisterna a cada hora después de las visitas de papá al baño, anoche no dormí bien. Cuando por fin se durmió, sus ronquidos retumbaban en toda la casa.
Pese a las interrupciones, mis sueños siguen vividos en mi mente. Dan la sensación de ser reales, como recuerdos, aunque ¿quién sabe cuán reales son éstos, con todos los cambios que introduce la mente? Recuerdo que estaba en un parque, aunque creo que no era yo. Daba vueltas a una niña muy rubia que sostenía con los brazos mientras una mujer pelirroja nos miraba sonriente con una cámara en la mano. En el parque había muchas flores de colores y teníamos una cesta de picnic… Intento recordar la canción que he estado oyendo toda la noche, pero no lo consigo. En cambio oigo a papá cantando abajo El viejo triángulo[7], una vieja canción irlandesa que ha cantado en todas las fiestas de mi vida y seguramente en la mayoría de las suyas también. Se ponía de pie con los ojos cerrados y una jarra de cerveza en la mano, la pura imagen de la dicha, y cantaba la historia de cómo «se puso a tintinear el viejo triángulo».
Bajo las piernas de la cama y gimo al sentir un repentino dolor que comienza en las caderas, recorre los muslos y me baja hasta los músculos de las pantorrillas. Intento mover el resto del cuerpo, pero lo tengo paralizado por el dolor; los hombros, los bíceps, los tríceps, los músculos de la espalda y el torso. Me masajeo los músculos completamente confundida y tomo nota mental de ir al médico, no vaya a ser que se trate de algo que deba preocuparme. Estoy segura de que es mi corazón, bien reclamando más atención, o tan lleno de dolor que ha necesitado irradiarlo al resto del cuerpo para aliviarse un poco. Cada punzada muscular es una extensión del dolor que llevo dentro, aunque un médico me dirá que se debe a que duermo en una cama que tiene la misma edad que yo, fabricada antes de que la gente reivindicara un buen soporte nocturno para la espalda como si de un derecho se tratara.
Me pongo una bata y, despacio, más tiesa que una tabla, bajo la escalera haciendo lo posible por no doblar las piernas.
El olor a humo vuelve a flotar en el aire y al pasar ante la mesa del recibidor reparo en que el retrato de mamá ha desaparecido otra vez de su lugar. Algo me empuja a abrir el cajón de la mesa y ahí está, guardado boca abajo. Las lágrimas me asoman a los ojos, me enfurece ver escondido algo tan valioso para mí. Siempre ha significado mucho más que una foto para nosotros; representa su presencia en la casa, orgullo del lugar que nos saluda cuando entramos de la calle o cuando bajamos la escalera. Respiro profundamente y decido no decir nada por el momento, suponiendo que papá tendrá sus razones, aunque no se me ocurre ninguna aceptable. Vuelvo a cerrar el cajón y dejo el retrato donde lo ha puesto papá, y al hacerlo tengo la sensación de estar enterrándola otra vez.
Cuando entro renqueando en la cocina me encuentro con un caos de aúpa. Hay cazos y sartenes por doquier, trapos, cascaras de huevo y lo que parece el contenido de todos los armarios cubriendo las encimeras. Papá lleva un delantal con la imagen de una mujer en ropa interior roja y ligueros encima de su acostumbrado jersey, camisa y pantalón. Calza unas zapatillas del Manchester United en forma de grandes balones de fútbol.
—Buenos días, cielo. —Al verme se encarama en su pierna izquierda para darme un beso en la frente.
Caigo en la cuenta de que es la primera vez en años que alguien me prepara el desayuno, pero también de que es la primera vez que papá tiene a quien prepararle el desayuno. De repente, su canción, el desorden y el ruido de cazos y sartenes tienen todo el sentido del mundo. Está entusiasmado.
—¡Estoy haciendo gofres! —anuncia con acento americano.
—Vaya, qué bien.
—Eso es lo que dice el burro, ¿no?
—¿Qué burro?
—El de… —deja de remover lo que sea que haya en la sartén y cierra los ojos para pensar—, la historia con el hombre verde.
—¿El increíble Hulk?
—No.
—Ya. Pues no conozco a ningún otro hombre verde.
—Que sí, mujer, el de…
—¿El Brujo Malo del Oeste?
—¡No! ¡No salen burros en El Mago de Oz! Piensa en historias con burros.
—¿Es una narración bíblica?
—¿Había burros parlantes en la Biblia, Gracie? ¿Crees que Jesús comía gofres? Caray, lo entendimos todo mal: eran gofres lo que repartía en la cena para compartirlos con los muchachos, ¡no era pan, después de todo!
—Me llamo Joyce.
—No recuerdo a Jesús comiendo gofres, pero no importa, ya se lo preguntaré a la peña del Club de los Lunes. A lo mejor llevo toda la vida leyendo una Biblia equivocada. —Se ríe de su propia gracia.
Miro por encima de su hombro.
—Papá, ¡si no estás haciendo gofres!
Suspira exasperado.
—¿Acaso soy un burro? ¿Te parece que tengo aspecto de burro? Los burros comen gofres, yo preparo una buena fritada.
Observo cómo da vueltas a las salchichas, procurando que queden igual de doradas por todos los lados.
—Yo también tomaré salchichas —le digo.
—Pero si eres vegetarianista.
—Vegetariana. Y resulta que ya no lo soy.
—Claro que no, faltaría más. Sólo lo has sido desde que a los quince años viste aquel programa sobre las focas. Cuando mañana me levante me dirás que eres un hombre. Una vez lo vi en la tele. Una mujer, más o menos de tu misma edad, llevó a su marido a la tele para decirle en directo y con público que había decidido que quería cambiar…
Sin darle tiempo a continuar, le espeto de repente:
—El retrato de mamá no está en la mesa del recibidor.
Se queda inmóvil, una reacción de culpabilidad, y eso hace que me enfade un poco, como si me hubiese convencido a mí misma de que un misterioso movedor de fotografías nocturno había entrado en la casa para llevar a cabo esa vileza. Casi habría preferido que hubiese sido así.
—¿Por qué? —pregunto secamente.
Papá finge que está ocupado, haciendo ruido con los platos y cubiertos.
—¿Por qué qué? —responde—. ¿Por qué caminas así si puede saberse? —Mira con curiosidad mi manera de caminar.
—No lo sé —replico, y cruzo la cocina renqueando para sentarme a la mesa—. Igual me viene de familia.
—Ja, ja, ja —se rechifla y levanta los ojos al techo—, ¡mira qué espabilada! Anda, sé buena chica y pon la mesa.
No puedo evitar que me haga sonreír. De modo que pongo la mesa mientras papá prepara el desayuno y ambos renqueamos por la cocina fingiendo que todo es como siempre ha sido y siempre será. Un mundo sin fin.