14
—Buenas tardes a todos, soy Olaf el Blanco, ¡bienvenidos a bordo del Viking Splash Bus! Históricamente conocido como DUKW, o por el mote más afectuoso de Duck[9], estamos sentados en la versión anfibia del vehículo que General Motors fabricó durante la Segunda Guerra Mundial. Diseñado para resistir desembarcos en playas con olas de cinco metros así como llevar carga y tropas de los barcos a la costa, actualmente se usan como vehículos de rescate y recuperación de pecios en Estados Unidos, Reino Unido y otras partes del mundo.
—¿Podemos bajarnos? —le susurro al oído a papá, pero me aparta de un manotazo, cautivado por el relato del guía, que sigue explicando.
—Este vehículo en concreto pesa siete toneladas, mide diez metros de longitud y dos y medio de anchura. Tiene seis ruedas y puede funcionar con tracción trasera o tracción a las seis ruedas. Como pueden ver, se ha reacondicionado con asientos cómodos, techo y paneles laterales deslizantes para protegerles de los elementos, ya que, como todos ustedes saben, después de ver los lugares de interés de la ciudad, ¡nos zambulliremos en el agua para terminar con un fantástico viaje por la zona portuaria de Grand Canal!
Los pasajeros gritan y aplauden con entusiasmo y papá me mira abriendo mucho los ojos, como si fuese un chiquillo.
—No me extraña que costara veinte euros —comenta—. Un autobús que se mete en el agua. ¿Un autobús? ¿En el agua? Nunca he visto nada parecido. Aguarda a que se lo cuente a los muchachos del Club de los Lunes. Por una vez, el bocazas de Donal no tendrá nada con que superar esta historia.
Vuelve a prestar atención al guía del recorrido turístico, que, igual que los demás ocupantes del autobús, luce un casco vikingo con cuernos. Papá coge dos, se pone uno en la cabeza y me pasa el otro, que tiene dos trenzas rubias pegadas a los lados.
—Olaf, te presento a Heidi —dice, mientras me pongo el casco y me vuelvo hacia él.
—Durante el recorrido veremos las famosas catedrales de San Patricio y Christchurch, el Trinity College, los edificios del Gobierno, el Dublín georgiano…
—Vaya, esto te va a encantar —dice papá dándome un codazo.
—… y, por supuesto, ¡el Dublín vikingo!
Los pasajeros vuelven a rugir, papá incluido, y no puedo evitar reírme.
—No entiendo por qué festejamos a una horda de brutos que se dedicó a violar y saquear el país —digo por lo bajo.
—Oh, vamos, ¿por qué no alegras esa cara y te diviertes un poco? —responde papá.
—¿Y qué hacemos cuando vemos a un Duck rival por el camino? —pregunta el guía turístico.
Se oye una mezcla de abucheos y rugidos.
—¡Muy bien, en marcha! —exclama Olaf rebosando entusiasmo.
Justin busca frenéticamente entre lao cabezas rapadas de un grupo de Haré Krishnas que han comenzado a desfilar junto a él, tapándole la vista de la mujer del abrigo rojo. Un mar de túnicas anaranjadas le sonríe alegremente tocando campanillas y panderetas, y tiene que dar saltos intentando ver Merrion Row.
De pronto aparece delante de él un mimo ataviado con leotardos negros, la cara pintada de blanco, labios rojos y un sombrero a rayas. Se quedan cara a cara, cada cual aguardando a que el otro haga algo. Justin suplica al cielo que el mimo se aburra y se marche, pero no lo hace. En lugar de eso, el mimo cuadra los hombros, pone cara de pocos amigos, separa las piernas, apoya las manos en las caderas y agita los dedos como si llevara pistoleras.
Sin levantar la voz, Justin se dirige a él cortésmente:
—Eh, no estoy de humor para esto, en serio. ¿Te importaría jugar con otro, por favor?
Adoptando una expresión apenada, el mimo se pone a tocar un violín invisible.
Justin oye risas y se da cuenta de que tiene público.
«Fantástico.»
—Sí, muy gracioso. De acuerdo, ya basta.
Haciendo caso omiso de las payasadas, Justin se aleja del corrillo y prosigue con su búsqueda del abrigo rojo por Merrion Row.
El mimo aparece a su lado otra vez, se lleva la mano a la frente y escruta la lejanía como si se tratara del mar. El grupo de espectadores le sigue, gimoteando la mar de contento. Un matrimonio de ancianos japoneses saca una fotografía.
—Oye, imbécil, ¿tengo pinta de estar divirtiéndome? —le espeta Justin al mimo.
Con labios de ventrílocuo, un bronco acento dublinés responde:
—Oye, imbécil, ¿crees que me importa una mierda?
—Con que éstas tenemos, ¿eh? De acuerdo. No sé muy bien si pretendes imitar a Marcel Marceau o al payaso Coco, pero tu farsa de espectáculo callejero es un insulto para ambos. Puede que esta gente encuentre divertidos los números que has robado del repertorio de Marceau, pero yo no. A diferencia de mí, no saben que ignoras que Marceau usaba estos números para relatar una historia o bosquejar un tema o un personaje. No se limitaba a plantarse en una calle cualquiera intentando salir de una caja que nadie podía ver. Tu falta de creatividad y técnica es una afrenta para los mimos de todo el mundo.
El mimo pestañea y se pone a caminar contra un vendaval invisible.
—¡Estoy aquí! —grita una voz más allá del gentío.
«¡Ahí está! ¡Me ha reconocido!»
Justin avanza paso a paso, poniéndose de puntillas, tratando de ver el abrigo rojo.
La muchedumbre se aparta y abre paso a Sarah, que contempla entusiasmada la escena.
El mimo imita la evidente decepción de Justin, poniendo cara de desesperanza y encorvando la espalda de modo que los brazos le cuelgan hasta casi rozar el suelo con las manos.
—Oooh —se lamenta el público, y Sarah pone cara de circunstancias.
Justin, nervioso, sonríe para disimular el chasco que acaba de llevarse. Se abre paso entre la gente, saluda a Sarah brevemente y se la lleva de allí mientras los espectadores aplauden y algunos echan monedas dentro de una caja.
—¿No crees que has sido un poco grosero? Igual tendrías que haberle dado unas monedas —dice Sarah, volviéndose para lanzar una mirada de disculpa al mimo, que sacude los hombros como si llorara desconsoladamente.
—Creo que el grosero ha sido el caballero de los leotardos.
Con aire distraído, Justin sigue buscando el abrigo rojo mientras se dirigen al restaurante donde tienen previsto almorzar, compromiso que Justin ahora querría cancelar.
«Dile que te encuentras mal. No. Es médico, te hará un montón de preguntas. Dile que lamentablemente te has equivocado y que tienes que dar una clase enseguida. ¡Díselo, díselo!»
Pero en vez de eso sigue caminando a su lado con la mente tan activa como el monte Santa Helena, mirando a todas partes como un adicto buscando una dosis. En el sótano del restaurante los conducen a una mesa tranquila en un rincón y Justin se sitúa de cara a la puerta.
«¡Grita “Fuego” y echa a correr!»
Sarah se aparta el abrigo de los hombros, dejando al descubierto un buen trozo de carne, y acerca su silla a la de Justin.
Qué casualidad que se haya vuelto a tropezar, casi literalmente, con la mujer de la peluquería. Aunque tal vez no sea para tanto; Dublín es una ciudad pequeña. Desde que está aquí ha constatado que todo el mundo conoce a casi todo el mundo, o a alguien que es pariente de alguien que otro alguien conoció una vez. Pero la mujer… Tendría que dejar de llamarla así. Tendría que ponerle nombre.
«Angelina.»
—¿Qué estás pensando? —Sarah se inclina sobre la mesa y le mira fijamente.
«O Lucille.»
—Café. Estoy pensando en café. Tomaré un café solo, por favor —dice a la camarera que les está preparando la mesa. Mira el nombre que figura en la etiqueta de su uniforme. «Jessica.» No, su mujer no es una Jessica.
—¿No vas a comer nada? —pregunta Sarah, decepcionada y confundida.
—No, no puedo quedarme tanto como esperaba. Tengo que volver a la facultad antes de lo previsto. —La pierna le baila debajo de la mesa y los golpecitos hacen vibrar los cubiertos.
La camarera y Sarah le miran con extrañeza.
—Oh, vaya. —Sarah estudia la carta—. Pues yo tomaré una ensalada del chef y una copa de blanco de la casa, por favor —dice a la camarera y, acto seguido, a Justin—: Si no como algo, desfallezco; espero que no te importe.
—No hay ningún problema… —contesta Justin mostrando una amplia sonrisa.
«Aunque has pedido la ensalada más grande de toda la puñetera carta. ¿Qué tal Susan, como nombre? ¿Parece una Susan mi mujer? ¿Mi mujer? ¿Qué demonios me está pasando?»
—Ahora estamos entrando a Dawson Street, que lleva el nombre de Joshua Dawson, el hombre que también diseñó Grafton, Anne y Henry Streets. A su derecha verán Mansión House, residencia oficial del Lord Mayor de Dublín.
Todos los cascos vikingos con cuernos giran a la derecha; videocámaras, cámaras digitales y móviles asoman por las ventanillas abiertas.
—¿Crees que los vikingos hacían esto en su época, papá? ¿Acribillar con sus cámaras edificios que ni siquiera se habían construido? —le digo susurrando.
—Venga, cierra el pico —contesta en voz alta, y el guía turístico, escandalizado, deja de hablar.
»Usted no —aclara papá haciéndole una seña—. Ella. —Me señala, y el autobús entero me mira.
—A su derecha verán Saint Anne’s Church, diseñada por Isaac Wells en 1707, cuyo interior se remonta a mediados del siglo XVII —prosigue Olaf dirigiéndose a la robusta tripulación de treinta vikingos que lleva a bordo.
—En realidad la fachada románica no se añadió hasta 1868, y la diseñó Thomas Newenham Deane —le susurro a papá.
—Vaya —responde papá abriendo los ojos—. Eso no lo sabía.
Yo también abro los ojos.
—Ni yo —digo.
Papá ríe entre dientes.
—Ahora estamos en Nassau Street —continúa el Olaf—, dentro de un momento pasaremos por Grafton Street, a su izquierda.
Papá comienza a cantar a voz en cuello:
—«Grafton Street es un paraíso…»
La mujer americana que tenemos delante se vuelve con una sonrisa radiante.
—¿Sabe esa canción? —pregunta—. Mi padre solía cantarla. Era de Irlanda. Oh, me encantaría oírla otra vez; ¿la cantaría para nosotros?
Un coro de «Oh, sí, por favor…» nos envuelve.
Acostumbrado a cantar en público, el hombre que cada semana canta en el Club de los Lunes se pone a cantar y el autobús entero se le une, balanceándose de un lado a otro. La voz de papá sale por las ventanillas abiertas del autobús y llega a los oídos de los transeúntes.
Saco otra fotografía mental de papá sentado a mi lado, cantando con los ojos cerrados y dos cuernos en lo alto de la cabeza.
Justin observa con creciente impaciencia cómo Sarah come desganada su ensalada. El tenedor pincha juguetonamente un trozo de pollo; queda agarrado, se cae, vuelve a sujetarse y se las arregla para no caer mientras ella mueve el tenedor por el plato, dando vuelta a las hojas de lechuga para ver qué hay debajo. Finalmente clava el tenedor en un trozo de tomate y, mientras se lo lleva a la boca, el mismo trozo de pollo se vuelve a caer. Es la tercera vez que le ocurre.
—¿Seguro que no tienes hambre, Justin? —pregunta—. Pareces estudiar este plato con mucho interés.
Sarah sonríe y vuelve a mover el tenedor lleno de comida, tirando trozos de cebolla roja y queso cheddar al plato. Es como si cada vez diera un paso adelante y dos atrás.
—Sí, claro, no me importaría comer un poco de ensalada.
Ha tenido tiempo de pedir y tomarse un cuenco de sopa mientras ella cargaba cinco veces el tenedor.
—¿Quieres que te la dé yo? —flirtea Sarah, moviendo el tenedor en círculos hacia la boca de Justin.
—Bueno, me gustaría que me dieras un bocado más completo, para empezar.
Sarah ensarta otros trocitos de ensalada.
—Más —dice Justin, con un ojo puesto en su reloj de pulsera. Cuanta más comida se meta en la boca, antes habrá terminado esta situación tan frustrante. Sabe que su mujer, «Verónica», lo más probable es que se haya marchado hace rato, pero estar sentado en ese sitio, viendo cómo Sarah juguetea con su comida gastando más calorías de las que ingiere, no le servirá para confirmarlo.
—Muy bien, aquí llega el avión —dice Sarah como si estuviera dando de comer a un niño.
—Más. —Al menos la mitad de la comida ha caído del tenedor durante el «despegue».
—¿Más? ¿Cómo quieres que quepa más comida en el tenedor, y menos aún en tu boca?
—Dame, que te lo enseño. —Justin le coge el tenedor de la mano y pincha toda la ensalada que puede. Pollo, maíz, lechuga, remolacha, cebolla, tomate, queso…—. Y ahora, si la señorita piloto tiene la bondad de hacerlo aterrizar…
Sarah ríe tontamente.
—Esto no te va a caber en la boca.
—Tengo una boca bastante grande.
Sarah le acerca el tenedor, sin dejar de reír, y logra metérselo en la boca. Justin mastica con cierta dificultad y, cuando termina de tragar, mira un momento su reloj y acto seguido el plato de Sarah.
—Muy bien, ahora tú —le dice.
«Qué jodido eres, Justin.»
—Ni hablar —repone Sarah riendo.
—Venga, mujer.
Justin junta tanta comida como puede, incluyendo el trozo de pollo que ya se ha caído cuatro veces y «vuela» hasta su boca abierta.
Sarah ríe al intentar que le quepa todo. Pese a que casi no puede respirar, masticar, tragar o sonreír, procura seguir estando mona. Durante casi un minuto es incapaz de hablar porque intenta masticar manteniendo la compostura en la medida de lo posible. Jugos, aderezo y comida le chorrean por el mentón y, cuando por fin traga, sus labios con el carmín corrido le sonríen para mostrarle un gran trozo de ensalada atascado entre dos dientes.
—Ha sido muy divertido —dice.
«Helena. Como Helena de Troya, tan guapa que dio pie a una guerra.»
—¿Ha terminado? ¿Le retiro el plato? —pregunta la camarera.
Sarah comienza a contestar que no, pero Justin la interrumpe.
—Sí, ya estamos, gracias —dice, evitando la mirada de Sarah.
—En realidad no he terminado, gracias —apostilla Sarah severamente. La camarera le devuelve el plato.
Justin agita la pierna debajo de la mesa con creciente impaciencia.
«Salma. Sexy Salma.»
Un silencio incómodo.
—Perdona, Salma, no era mi intención ser grosero…
—Sarah.
—¿Qué?
—Que me llamo Sarah.
—Ya lo sé. Es sólo que…
—Me has llamado Salma.
—Oh. ¿Qué? ¿Quién es Salma? Dios. Perdona. Ni siquiera conozco a ninguna Salma, de verdad.
Sarah se pone a comer deprisa, dando a entender que tiene ganas de perderlo de vista.
Justin dice en voz más baja:
—Sólo es que tengo que regresar a la facultad…
—Antes de lo previsto. Ya me lo has dicho.
Le dedica una sonrisa forzada que desaparece en cuanto vuelve a mirar su plato. Ahora ensarta la comida con determinación. Se acabó el recreo. Es hora de comer. Se llena la boca de comida en vez de palabras.
Justin se avergüenza en su fuero interno, sabiendo que su conducta es inusitadamente grosera.
«Di lo que realmente piensas, gilipollas.»
La mira fijamente: una cara bonita, un cuerpo estupendo, una mujer inteligente. Enfundada en un elegante traje chaqueta, piernas largas, labios grandes. Dedos finos y delicados, manicura francesa impecable, el bolso a juego con los zapatos. Profesional, segura de sí misma, inteligente. No hay absolutamente nada malo en esta mujer. El único problema es la locura del propio Justin, la sensación de que una parte de él está en otro lugar. Una parte de él tan cercana que casi se siente impulsado a salir corriendo y atraparla. Ahora mismo, echar a correr parece una buena idea, pero el problema es que no sabe qué o a quién desea atrapar. En una ciudad de un millón de habitantes, no puede contar con salir del restaurante y encontrar a la misma mujer plantada en la acera. ¿Y merece la pena abandonar a la hermosa mujer que está sentada a su lado, sólo para perseguir una buena idea?
Deja de sacudir la pierna y se arrellana en la silla. Ya no está sentado en el borde del asiento, a punto de salir disparado hacia la puerta en cuanto ella deje los cubiertos sobre el plato.
—Sarah —suspira, y esta vez dice lo que realmente quiere decir—, lo siento mucho.
Ella deja de meterse comida en la boca y levanta la vista hacia él, mastica deprisa, se seca los labios con la servilleta y traga. Su expresión se dulcifica.
—Vale.
Amontona los restos de comida del plato y se encoge de hombros.
—No pretendo que nos casemos, Justin —dice.
—Ya lo sé, ya lo sé.
—Sólo es un almuerzo.
—Lo sé.
—¿O debería decir un café por si mencionar lo anterior te hace salir disparado hacia la salida de emergencia gritando «fuego»?
Ve que tiene la copa vacía y se pone a recoger migas imaginarias.
Justin alarga el brazo para cogerle la mano y hacer que deje de toquetear el mantel.
—Lo siento —se disculpa.
—Vale —repite Sarah.
La atmósfera se aligera, la tensión desaparece y la camarera por fin retira el plato.
—Supongo que deberíamos pedir la cuenta… —empieza ella.
—¿Siempre has querido ser médico?
—Vaya. —Sarah hace una pausa a medio abrir su monedero—. Contigo nunca hay términos medios, ¿verdad? —Pero está sonriendo.
—Perdona. —Justin menea la cabeza—. Tomemos un café antes de irnos. Con un poco de suerte podré impedir que ésta sea la peor cita de tu vida.
—No lo es —contesta Sarah negando con la cabeza—. Aunque es la segunda por poco. Casi se convierte en la peor, pero lo has arreglado al preguntarme lo de ser médico.
Justin sonríe.
—Pues dime. ¿Ha sido así?
—Desde que James Goldin me intervino cuando estaba en párvulos —asiente ella—. ¿Cómo lo llamáis vosotros, jardín de infancia? Da igual, tenía cinco años y me salvó la vida.
—Caray. Es muy poca edad para una intervención seria. Debió de causarte una profunda impresión.
—Muy profunda. Estaba en el patio después del almuerzo, me caí jugando a la rayuela y me herí una rodilla. El resto de mis amigos discutía si había que amputar, pero James Goldin vino corriendo y sin más dilación me hizo el boca a boca. El dolor desapareció en el acto. Y entonces lo supe.
—¿Que querías ser médico?
—Que quería casarme con James Goldin.
Justin sonríe.
—¿Y lo hiciste?
—Qué va. Pero me convertí en médico.
—Se te da bien.
—Sí, claro, y a ti te consta porque te he clavado una aguja para que donaras sangre —sonríe—. A propósito, ¿todo en orden a ese respecto?
—El brazo me pica un poco, pero no es nada.
—¿Te pica? No debería picarte, déjamelo ver.
Justin se dispone a arremangarse, pero se detiene.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dice retorciéndose en el asiento—. ¿Hay algún modo de saber adónde fue a parar mi sangre?
—¿Adónde? ¿Te refieres a qué hospital?
—Bueno, sí, o incluso mejor, ¿sabes a quién se la dieron?
Sarah niega con la cabeza.
—Lo bonito de esto es que es completamente anónimo.
—Pero alguien, en algún sitio, lo sabrá, ¿no? Constará en los archivos del hospital o incluso en los archivos de tu oficina…
—Por supuesto. Los productos de un banco de sangre siempre son trazables individualmente. Se documenta todo el proceso de donación, pruebas, separación en componentes, almacenamiento y administración al receptor pero…
—Detesto esa palabra.
—Lamentablemente para ti, no puedes saber a quién donaste tu sangre.
—Pero si acabas de decir que está documentado.
—Esa información es confidencial. Aunque todos los pormenores se guardan en una base de datos segura donde se conserva la información sobre todos nuestros donantes. Según la ley de protección de datos, tienes derecho a acceder a tu ficha de donante.
—¿Y esa ficha me dirá quién recibió mi sangre?
—No.
—Vaya, pues entonces no quiero verla.
—Justin, no se ha hecho una transfusión de la sangre que donaste tal como salió de tu vena. Fue separada en glóbulos rojos, glóbulos blancos, plaquetas…
—Ya lo sé, ya lo sé, todo eso ya lo sé.
—Pues lo siento, pero yo no puedo hacer más. ¿Por qué tienes tantas ganas de saberlo?
Justin lo piensa un momento, añade un terrón de azúcar a su café y lo remueve.
—Sólo me interesa saber a quién ayudé —explica—, si le sirvió de algo y, en caso de que así fuese, saber cómo se encuentra. Siento como si… No, es una estupidez, pensarás que estoy loco. No importa.
—Oye, no seas tonto —dice ella con voz tranquilizadora—. Ya pienso que estás loco.
—Espero que no sea tu opinión médica.
—Cuéntame. —Sus penetrantes ojos azules le observan por encima del borde de la taza de café mientras toma un sorbo.
—Es la primera vez que digo esto en voz alta, así que perdona que hable mientras pienso. Al principio fue una ridícula actitud de macho ególatra; quería saber a quién le había salvado la vida, quién había tenido la fortuna de recibir el sacrificio de mi valiosa sangre. —Sarah sonríe—. Pero luego, durante estos últimos días, no he podido quitármelo de la cabeza. Siento algo diferente. Genuinamente distinto. Como si hubiese regalado algo. Algo muy valioso y escaso.
—Es que es escaso, Justin. Siempre necesitamos más donantes.
—Ya lo sé, pero no… no me refiero a eso. Tengo la sensación de que alguien lleva dentro algo que le di y ahora a mí me falta algo…
—El cuerpo reemplaza la parte líquida de tu donación en veinticuatro horas.
—No, lo que quiero decir es que me siento como si hubiese dado algo, una parte de mí, y que quien lo ha recibido ahora está completo gracias a esa parte de mí y… Dios mío, esto es una locura. Sólo quiero saber quién es esa persona. Siento que me falta una parte de mí y necesito saber dónde recuperarla.
—No puedes recuperar tu sangre, Justin —dice Sarah intentando quitarle hierro al asunto, y ambos se sumen en sus pensamientos; ella mira con tristeza su café, Justin trata de dar sentido a lo que acaba de decir.
—Supongo que no tendría que haber intentado hablar de algo tan ilógico con un médico —razona Justin.
—Dices lo mismo que mucha gente que conozco, Justin. Sólo que eres el primero a quien oigo echarle la culpa a una donación de sangre.
Silencio.
—Bueno —Sarah coge el abrigo del respaldo de su silla—, tienes prisa, de modo que tendríamos que marcharnos.
Pasean por Grafton Street envueltos en un cómodo silencio puntuado por algún comentario ocasional. Sin darse cuenta, se detienen a la altura de la estatua de Molly Malone, justo enfrente del Trinity College.
—Llegas tarde a tu clase —comenta Sarah.
—No, aún me queda un poco de tiempo antes de… —Mira la hora en su reloj de pulsera y de pronto recuerda la excusa que se había inventado. Nota que se pone rojo—. Lo siento.
—No pasa nada —dice Sarah.
—Tengo la sensación de que me he pasado todo el rato disculpándome y tú diciendo que no pasa nada.
—De verdad que no pasa nada —insiste Sarah riendo.
—Y yo realmente lo…
—¡Calla! —Le pone la mano en la boca para que se cale—. Ya basta.
—Lo cierto es que he estado muy a gusto —añade con torpeza—. ¿Deberíamos…? Ya sabes, es que ahora me siento incómodo con esta que no para de mirarnos.
Miran a la derecha y Molly les devuelve la mirada con sus ojos de bronce.
Sarah se ríe.
—A lo mejor podríamos quedar para…
—¡Uaaaaaarg!
Justin se lleva un susto de muerte con el griterío que sale del autobús detenido en el semáforo de al lado. Sarah suelta un chillido y se lleva la mano al pecho. Junto a ellos, más de una docena de hombres, mujeres y niños, todos con cascos vikingos, agitan el puño en el aire riendo y gritando a los transeúntes. Sarah y las demás personas que hay en la acera se echan a reír, algunas rugen a su vez, pero la mayoría hace caso omiso.
Justin, a quien el susto ha dejado sin respiración, guarda silencio, pues no puede apartar los ojos de la mujer que ríe a carcajadas al lado de un anciano; lleva un casco en la cabeza del que cuelgan dos trenzas rubias.
—Se han llevado un buen susto, Joyce. —Ríe el anciano, rugiéndole a la cara y agitando el puño.
Ella le mira sorprendida un momento y acto seguido le da un billete de cinco, para gran regocijo del anciano, y ambos siguen riendo.
«Mírame», la insta Justin con todas sus fuerzas. Los ojos de la mujer no se apartan del anciano mientras éste pone el billete a contraluz para comprobar que es auténtico. Justin mira el semáforo, que sigue en rojo. Aún hay tiempo para que le vea.
«¡Vuélvete! ¡Mírame sólo una vez!»
El semáforo de los peatones se pone en ámbar. Se está quedando sin tiempo.
Ella sigue sin volver la cabeza, absorta en la conversación.
El semáforo se pone verde y el autobús arranca lentamente hacia Nassau Street. Justin comienza a caminar a su lado, suplicándole en silencio que le mire.
—¡Justin! —grita Sarah—. ¿Qué estás haciendo?
Sigue caminando al lado del autobús, apretando el paso y finalmente echándose a trotar. Oye que Sarah le llama, pero no puede parar.
—¡Eh! —grita.
No lo bastante fuerte; no le oye. El autobús coge velocidad y el trote de Justin pasa a ser una auténtica carrera, la adrenalina le invade todo el cuerpo. El autobús le está venciendo. Va a perderla.
—¡Joyce! —suelta de repente. La sorpresa de oír su propio chillido basta para que pare en seco. ¿Qué demonios está haciendo? Se dobla en dos para apoyar las manos en las rodillas y trata de recobrar el aliento, centrarse en el torbellino en el que se siente atrapado. Se vuelve hacia el autobús por última vez; un casco vikingo asoma por la ventanilla, las trenzas rubias balanceándose de un lado a otro como un péndulo. No llega a identificar el rostro, sólo ve una cabeza, una persona que le mira desde el autobús, sabe que sólo puede ser ella.
El torbellino se detiene un momento mientras levanta la mano y saluda.
Una mano sale por la ventanilla y el autobús gira en la esquina de Kildare Street, dejando a Justin, una vez más, viéndola desaparecer de su vista mientras el corazón le palpita con tanta fuerza que está seguro de que la acera vibra debajo de sus pies. Puede que no tenga la más remota idea de lo que está sucediendo pero una cosa sí sabe a ciencia cierta:
«Joyce. Se llama Joyce.»
Mira hacia la calle vacía.
«Pero ¿quién eres, Joyce?»
—¿Por qué sacas así la cabeza por la ventanilla? —Papá me devuelve al asiento de un tirón, sumamente preocupado—. Tal vez no tengas muchas cosas por las que vivir, pero, por el amor de Dios, te debes a ti misma el vivirlas.
—¿No has oído como si alguien me llamara por mi nombre? —le susurro a papá, con la mente hecha un lío.
—Lo que faltaba, ahora oye voces —masculla—. Yo te he llamado por tu nombre y tú me has dado un billete de cinco, ¿ya no te acuerdas? —me suelta, y vuelve a prestarle atención a Olaf.
—A su izquierda está Leinster House, el edificio que ahora alberga el Parlamento Nacional de Irlanda —explica el guía, entre una nube de chasquidos, zumbidos y flashes—. Leinster House se llamaba originalmente Kildare House porque fue el conde de Kildare quien encargó su construcción. Al convertirse en duque de Leinster, le cambiaron el nombre. Partes del edificio, que antiguamente fue la Real Academia de Medicina…
—Ciencias —digo en voz alta, aún perdida en mis pensamientos.
—¿Cómo dice? —Olaf deja de hablar y todas las cabezas vuelven a mirarme.
—Sólo estaba diciendo que… —me pongo colorada— era la Real Academia de Ciencias.
—Sí, eso es lo que he dicho.
—No, ha dicho «medicina» —señala la americana del asiento de enfrente.
—Oh. —Olaf parece aturullado—. Perdonen, me he equivocado. Partes del edificio, que antiguamente fue la… Real Academia de… —me mira de forma harto significativa— Ciencias, han sido la sede del gobierno irlandés desde 1922…
Desconecto.
—¿Recuerdas lo que te conté del tipo que diseñó el hospital la Rotonda? —le susurro a papá.
—Sí. Dick no sé qué.
—Richard Cassells. También diseñó esto. Hay quien dice que lo tomaron como modelo para el diseño de la Casa Blanca.
—¿En serio? —dice papá.
—¿De veras? —La americana se vuelve en su asiento para ponerse de cara a mí. Habla en voz alta; demasiado alta—. Cariño, ¿lo has oído? Esta señorita dice que el mismo tipo que diseñó esto diseñó la Casa Blanca.
—No, en realidad no he dicho…
De repente me doy cuenta de que el guía turístico ha dejado de hablar y que me está fulminando con una mirada tan llena de amor como la de un Viking Dragón ante un Sea Cat. Todos los ojos, orejas y cuernos están pendientes de nosotros.
—Bueno, sólo he dicho que hay quien sostiene que sirvió de modelo para el diseño de la Casa Blanca. No hay pruebas documentales que lo confirmen —continúo a media voz porque no quiero verme arrastrada a esto—. Sólo es que James Hoban, que ganó el concurso para diseñar la Casa Blanca en 1792, era irlandés.
Siguen mirándome expectantes.
—Bueno, estudió Arquitectura en Dublín y es más que probable que estudiara el diseño de Leinster House —concluyo sucintamente.
Le gente que me rodea se deshace en exclamaciones y comentarios a propósito de este dato.
—¡No se oye! —grita alguien desde las primeras filas del autobús.
—Ponte de pie, Gracie. —Papá me empuja para que me levante.
—Papá… —Le aparto el brazo de un manotazo.
—¡Eh, Olaf, pásele el micrófono! —le grita la americana al guía turístico, que me lo pasa a regañadientes y cruza los brazos.
—Eh… hola. —Doy unos toques con el dedo al micrófono y soplo.
—Tienes que decir «probando, uno, dos, tres», Gracie —susurra papá.
—Eh, probando uno, dos…
—La oímos alto y claro —me espeta Olaf el Blanco.
—Ah, muy bien. —Repito mis comentarios y los vikingos de las primeras filas asienten con interés.
—¿Y esto también forma parte de los edificios del Gobierno? —pregunta la americana señalando los edificios laterales.
Miro con incertidumbre a papá, que me alienta asintiendo con la cabeza.
—Bueno, en realidad no. El edificio de la izquierda es la Biblioteca Nacional y el de la derecha el Museo Nacional. —Hago ademán de sentarme otra vez, pero papá me lo impide empujándome la espalda. Todos siguen mirándome a la espera de que les cuente algo más. El guía turístico parece avergonzado—. Bien, tal vez les interese saber que tanto la Biblioteca Nacional como el Museo Nacional fueron originalmente el Museo de Ciencias y Artes de Dublín, inaugurado en 1890. Ambos los diseñaron Thomas Newenham Deane y su hijo Thomas Manly Deane tras el concurso celebrado en 1885, y los construyeron los contratistas dublineses J. y W. Beckett, que hicieron gala de la mejor destreza irlandesa en su construcción. El museo constituye uno de los mejores ejemplos que ha llegado hasta nuestros días de la mampostería decorativa, el tallado en madera y el alicatado irlandeses. El elemento más impresionante de la Biblioteca Nacional es la rotonda de la entrada. En su interior, este espacio alberga una impresionante escalinata que sube a la magnífica sala de lectura con su inmenso techo abovedado. Como pueden ver ustedes mismos, el exterior del edificio se caracteriza por el despliegue de columnas y pilastras de orden corintio y por la rotonda con su veranda y los pabellones laterales que enmarcan el conjunto. En…
Un sonoro aplauso me interrumpe; un único y sonoro aplauso que viene de una única persona: papá. El resto del autobús guarda silencio, sólo roto por un niño que le pregunta a su madre si pueden rugir otra vez. Mientras tanto Olaf el Blanco contempla la escena con un palmo de narices.
—Yo, eh… no había terminado —digo en voz baja.
Papá aplaude más fuerte a modo de respuesta, y otro hombre, que va sentado solo en la última fila, se une a él con cierto nerviosismo.
—Y… esto es todo lo que sé —añado apresuradamente, sentándome.
—¿Cómo es que sabe todo eso? —pregunta la mujer de enfrente.
—Es agente inmobiliaria —dice papá con orgullo.
La mujer arruga la frente, pone los labios en forma de «oh» y se vuelve de cara al pasmado Olaf, que me coge el micrófono.
—¡Y ahora, señoras y señores, a rugiiir!
El silencio se ha roto y todo el mundo vuelve a la vida mientras cada músculo y órgano de mi cuerpo se acurruca en posición fetal. Papá se inclina hacia mí y me aplasta contra la ventanilla. Me acerca la cabeza al oído y nuestros cascos chocan.
—¿Cómo es que sabes todo eso, cielo?
Como si hubiese agotado mi reserva de palabras en la explicación, mi boca se abre, pero no sale nada de ella. «¿Cómo demonios sé todo eso?»