PRÓLOGO DE AZORÍN
COMENTARIOS QUE PUSO AZORÍN AL PEREGRINO ENTRETENIDO Y QUE MUY BIEN PUEDEN SERVIR DE PRÓLOGO AL LAZARILLO ESPAÑOL VIAJES POR ESPAÑA
Ciro Bayo ha publicado un libro titulado El Peregrino entretenido: un libro escrito en estilo sencillo, natural, castizo sin afectación. El autor describe en estas páginas varias regiones de España que él ha visitado en diversas ocasiones. Muchos de los parajes recorridos por Ciro Bayo no tienen acceso por ferrocarril; unas veces andando —que es el medio más seguro y popular de viajes— y otras caballero en algún rocín quijotesco, nuestro andante escritor ha ido enterándose de paisajes, pueblos viejos, mesones, ventas y caminos españoles. En todas estas pintorescas andanzas, ha guiado a Ciro Bayo, parte del deseo de esparcir y solazar su espíritu, cansado por los tráfagos cortesanos, parte la curiosidad del artista y del filólogo. Hace ya casi un siglo, o poco menos, que un escritor catalán, don Antonio de Capmany, nos contaba en la introducción a uno de sus libros, los frutos opimos que él había logrado —con relación al estudio de la lengua castellana— de uno de estos viajes por las tierras de Castilla y de Andalucía. España es casi un país inexplorado; las Guías (extranjeras, las mejores) que existen de nuestra patria, no nos hablan sino de las grandes ciudades y de aquellos otros lugares a los que se puede llegar con relativa comodidad; quedan excluidos del conocimiento y de la avidez de los ambuladores, nacionales y forasteros, muchos sitios, pueblos, ciudades y campiñas en que se halla como condensado mucho del espíritu de España. Acaso sea un bien que tales parajes permanezcan olvidados, casi desconocidos. Además de esto, aun cuando se hablara de estos sitios y pueblos en las Guías, su encanto no podría ser comprendido de los extranjeros... ni de muchos nacionales.
El libro de Ciro Bayo no es una Guía, ni aun en un sentido amplio, lato; es más bien una obra «sentimental». Las Guías de las naciones (hablo de España particularmente) han sufrido a través de un siglo una cierta e interesante evolución. De subjetivas, personales que eran en sus comienzos han pasado a ser puramente impersonales y objetivas. El libro de Richard Ford, por ejemplo, el mejor libro, el más completo, el más sugestivo que se ha escrito sobre España, en su primera edición contiene juicios e impresiones personalísimos, muchos de ellos agudos, y originales: el autor, Ford, viajaba por España, a la manera que Washington Irving viajó anteriormente, caprichosamente y por pequeñas jornadas; luego, con el fruto de sus observaciones, de sus visitas a los monumentos, de sus charlas con los labriegos y con los señores de los pueblos, trazó aquellas páginas en que se ve el reflejo de un espíritu penetrante. Pero, andando los años, todo lo personal, todo lo que constituye el encanto de esta Guía singularísima, ha sido podado en ediciones posteriores, y hoy el libro de Ford (o el Murray, como se le denomina vulgarmente) es un libro tan frío, tan impasible, tan impersonal como el tudesco Baedeker.
¿Es un bien o es un mal la impersonalidad de las Guías?
Creemos que deben existir Guías enumerativas, impersonales, y que al mismo tiempo debe haber libros en que el viajero refleje sus impresiones de modo más o menos sentimental y lírico. Modernamente (en Francia, por ejemplo) se ha querido hacer una mezcla de los dos sistemas, y algunos editores han publicado Guías sentimentales de los sitios y ciudades más notables del país. Pero para la redacción y confección de tales libros se necesita un hondo sentido del arte, de la historia, de la raza, etc., y al mismo tiempo cierto equilibrio, cierta ponderación, cierta sobriedad para no dar al elemento subjetivo demasiada preponderancia, en detrimento de las nociones y noticias reales, históricas, objetivas indispensables. ¿Hasta qué punto el libro de Teófilo Gautier es una Guía? ¿Puede ser considerada también como tal la obra de Mauricio Barrés, en que se habla de Toledo, Aranjuez, Córdoba y Granada? Generalmente en estas Guías sentimentales, el que las escribe lleva un prejuicio, una opinión hecha, a la que irremisiblemente ha de ajustar la realidad que tiene ante los ojos; aludo principalmente a los extranjeros. Un extranjero que viaja por España es un señor, un literato o poeta, que se ha formado en su país una idea de nuestra nación y que al llegar a ella, no ve, a pesar de todo cuanto se le ponga delante, sino la España que él veía antes de arribar a ella y de ambular por sus ciudades y por sus campos. Se podrían citar numerosos ejemplos de lo que decimos. Claro está que venir a España con tal preopinión, es hacer un viaje completamente inútil. Supuesto que se tiene una idea ya firme, indestructible, de la vida española, no hace falta para hablar de España, para describir sus tipos y pintar sus escenas y paisajes tomarse la molestia de realizar una larga y molesta peregrinación por ella. Por eso Balzac, para escribir sus narraciones de asunto español El Verdugo (con este título, castellano en el original francés) y La muchacha de los ojos de oro, no necesitó enterarse ni siquiera de los nombres patronímicos que solemos llevar en España los que en ella vivimos. Ni más tarde el mediano poeta Catulo Mendes necesitó tampoco (y no comparo a Balzac con Mendes) hacer una visita a Ávila ni leer las obras, o por lo menos, la biografía de la mística, para urdir su estrafalario y disparatado drama Santa Teresa. Aconsejamos, por lo tanto, aunque pueda ser encontrado antipatriótico, a cuantos prosadores y poetas deseen pintar cosas de España, que no se tomen la molestia de visitar nuestro país: si lo visitan volverán a sus naciones con una molestia más y sin haber sacado gran cosa en limpio; ellos pondrán en sus libros lo que ya veían antes de viajar por España; y si se ven forzados, por escrúpulo artístico, por su sinceridad, a variar algo, a reflejar un átomo de verdad, entonces abandonarán a España profundamente contrariados y entristecidos; con lo cual su viaje, más que de distracción y de esparcimiento, les habrá proporcionado amargura y acidia. Franceses e ingleses son los que más peregrinan por España. Se cree generalmente (yo mismo lo he consignado algunas veces) que los sajones son más veraces, más escrupulosos que los galos. Es hora de que abandonemos esta ilusión; a los ingleses les perjudica en su fama legítima de mistificadores las grandes y altas proezas realizadas en España a primeros del siglo XIX por Alejandro Dumas, padre; el viaje de este escritor es verdaderamente maravilloso. Sin llegar a tanto, años después, Teófilo Gautier (cuyo libro tiene bastantes cosas buenas) no logró eclipsar a su compatriota. Antes que Gautier y después que Dumas anduvo por estos andurriales de España el señor Cuvillier–Fleusy, redactor del Diario de los Debates; pero aunque este señor se da buena maña en describir una fastuosa corrida de toros (la obra de resistencia, digámoslo así, de todos los viajeros extranacionales) hay que confesar que no llega ni con mucho a la altura del primero de los Dumas. Puestos los viajes en España en la tesitura definitiva en que los colocó el autor de Montecristo, no era fácil a los ingleses sobrepujarles en fantasía; les dan quince y raya, sí, en la cantidad. Raro es el mes en que no aparece en los escaparates de las librerías de Madrid algún libro inglés sobre España. Las ilustraciones de tales libros son casi idénticas en todos; de ellas forman parte, inevitablemente, fatalmente, una vista del aguaducho de Segovia, una escena de gitanos y el retrato, de cuerpo entero, en traje de «faena» de algún diestro o novillero de menor cuantía. En 1823 un oficial de los que en 1808 vinieron con Napoleón a España, publicó un libro (excelente, valga la verdad) titulado Guide du voyageur en Espagne. Bony de Saint–Vincent —que tal es el autor de esa Guía— cita en el prólogo el juicio que a nuestro geógrafo don Isidoro Antilloe merecen algunos de los viajes en España escritos por viajeros ingleses; según Antilloe los errores, los absurdos y los dislates de todo género abundan en tales obras. La norma de los sajones no ha variado desde entonces; no hay más que abrir alguno de estos libros que aparecen con frecuencia en los escaparates para ver que sajones y galos se hallan a la misma altura cuando hablan de nuestras cosas. Pero aun cuando un extranjero —por caso raro— llegara a escribir de España con entera imparcialidad, con absoluta escrupulosidad, siempre en su libro faltaría algo que sólo se puede encontrar en el libro de un español; algo de nuestro espíritu, de nuestro ambiente. Lo más hondo, lo más castizo, lo que es etéreo e impalpable, no puede ser comprendido ni hablado sino por los naturales del país. El ejemplo lo tenemos en esa novela que sobre Ávila ha publicado con el título de La Gloria de don Ramiro, un distinguidísimo sudamericano: don Enrique Larreta. Y cuenta que aquí se trata, no de un francés o un inglés, sino de un hombre que, además de ser cultísimo y de estar animado de una gran sinceridad, de una honda escrupulosidad, habla nuestra misma lengua, que es su lengua nativa, y es de nuestra misma raza. Sin embargo, en su libro, notabilísimo por muchísimos conceptos, digno de elogio, falta ese perfume de casticidad, ese sabor de la tierra castellana, que no se puede adquirir ni con las lecturas copiosas ni con la más prolija erudición. Algo de ese calor castellano, castizo, hay en el libro — El Peregrino entretenido— del andante caballero don Ciro Bayo.