II. LA PRIMERA JORNADA
Cortando camino dejamos a un lado Villaverde y Getafe y a las pocas leguas estábamos entre Pinto y Valdemoro. Es tan vulgar la frase de hallarse uno «entre Pinto y Valdemoro», que me veo obligado a decir su origen tal como le oí al paso:
Dícese que un día iba un borracho de Pinto a Valdemoro, y al encontrarse con el arroyo que hay entre ambos pueblos, le dio por entretenerse saltando de un lado a otro y diciendo cuando pasaba del lado de Pinto: «Ya estoy en Valdemoro», y viceversa, cuando saltaba de este lado decía: «Ya estoy en Pinto». Pero cátate que con el movimiento y los saltos se le fue la vista, y una de las veces cayó en medio del arroyo, exclamando al sentirse mojado: «Ahora estoy entre Pinto y Valdemoro».
En una vieja torre, restos de un castillo feudal, que llaman Torre del Homenaje, estuvo presa por orden de Felipe II la princesa de Éboli.
Valdemoro es el antiguo Valle del Moro, que se extiende hasta la ribera del Jarama. Como en alguna parte habíamos de sentarnos para descansar, los dos viajeros lo hicimos en un banco de la iglesia parroquial, bastante buena por cierto. Mi acompañante, que se sabía de memoria estos lugares, me hizo ver el cuadro al fresco de san Felipe Neri, curioso ejemplar del desahogo de un pintor. Parece ser que el Apeles, para congraciarse con el cura de la parroquia, quiso inmortalizarle haciendo su retrato. El buen párroco se encontró feo y exigió que lo retocara; entonces el pintor añadió el bigote y la perilla y colgó el muerto a san Felipe Neri.
Otro descanso hicimos en un caserío cuyo nombre no recuerdo. Aquí descubrí nuevas excelencias de mi camarada. Las madres le llamaban y se lo disputaban a porfía para que saludara a los pequeñuelos. Saludar quiere decir orear con el aliento a un párvulo para inmunizarle contra la rabia. Y era de ver cómo mi hombre actuaba de pontifical, aplicando el crisma de su hálito a los infantes y dando a besar el Cristo a las madres. Las cuales diéronle, quién una hogaza, quién una limosna en dinero, sobresaliendo entre todas una ventera, que colmó de morapio la exhausta bota por ciertos latines de ritual que de adehala le sirvió el hermano Pedro.
Aunque conocí que en este hombre había más malicia que ingenio y más camándulas que latín, al salir a la carretera le pregunté:
—¿Ha sido usted donado de algún convento?
—¿Por qué lo preguntas?
—¡Como se mueve usted tan holgadamente con estas faldas, que parecen hechas a su medida y, además, reza usted en griego!
—De poca cosa te admiras. ¿No oíste decir que el hombre enseña al papagayo a dar los buenos días, y a hablar a las picazas y a los cuervos? La necesidad aviva el ingenio. ¿Estás viendo cómo este hábito me abre todas las puertas? Pues escucha ahora cómo me lo procuré. Ya sabrás la piadosa costumbre de nuestros paisanos de hacerse amortajar con un hábito religioso. Es la mortaja más cumplida y más barata. Por una pequeña limosna cualquier convento cede un hábito de la medida que se quiera. Con tal industria me he puesto el uniforme de todas las órdenes mendicantes, y ahora le toca el turno a la jerga franciscana, que yo prefiero a todas, por ser la más sufrida y por su matiz humilde de ceniza y polvo.
Este hombre, sin saberlo, parafraseaba aquello de Voltaire: «El traje capuchino se presta admirablemente a excitar la compasión de los hombres, la devoción de las mujeres y el miedo a los chiquillos».
—Además —siguió diciendo el camarada—, donde no llega la piel del león hay que añadir un poco de la de la zorra. Esto hago yo vistiendo este sayal, pues ya tendrás observado que el mundo es de los que visten faldas. Otra razón tengo para vestirme así, y es ponerme en carácter; de otro modo no luciría mi virtud de saludador.
—Y ¿usted cree en ella? —hube de preguntar candorosamente.
—No sé qué te diga, pero, a fuerza de atribuírmela los demás, casi estoy persuadido de que la tengo.
—Entonces, ¿no tendrá usted miedo a los perros?
—Los hay tan herejes que se burlan de cruces y exorcismos; a bien que a los tales los conjuro con este san Benito de Palermo.
Se refería a la formidable garrota que le servía de báculo.* * *
Anochecido llegamos a Ciempozuelos, lugar rico y populoso sobre la vega del Jarama.
Creí que, para evitarse cuchufletas y comentarios, allí se quitaría el hábito mi compañero; pero no lo hizo. Y fue a gran fortuna, como se verá.
Estaba en sus planes presentarse y presentarme a los hermanos de San Juan de Dios, a cuyo cargo está el hospital provincial, para pedirles cena y asilo por aquella noche. Pero estaba escrito que aviniera mejor.
Al pasar por una calle notamos mucho revuelo entre los vecinos y nos paramos a curiosear. Algo grave ocurría cuando allí estaba el Juzgado y se veía muy intrigados al juez y a los ministriles. El plantón era ante una casa con la puerta cerrada, tras de la que ladraban furiosamente dos perros.
Lo que fuera no se sabía. Los vecinos estaban alarmados y el juez indeciso.
En esto se vio al alguacil hablar al juez señalando al hermano Pedro; asentir el magistrado a lo que decía y venir hacia nosotros el ministril.
—De orden del señor juez, que se acerque usted —dijo a mi camarada.
—¡Buena la hubisteis franceses! —pensé para mis adentros—.
¿Qué lío será este? ¿Llamada del juez? Cárcel segura.
—Oiga, buen hombre —oí que decía el magistrado a mi compadre—. ¿Es usted saludador?
—Eso dice la gente, señor juez.
—Nada de decires de la gente —repuso con voz acre el magistrado—. ¿Sí o no?
—Señor juez —tartamudeó el hermano Pedro, no sabiendo por qué lado tirar.
—Pues va usted a ser mártir o confesor —dijo categóricamente el juez—. Ahí dentro (señalando la puerta de una tienda cerrada) ladran dos perros rabiosos. Tome la llave, abra y pregúnteles qué ocurre, es decir, averigüe qué pasa dentro.
El hermano Pedro revistiose de valor y se dispuso a obedecer.
Diéronle la llave y una linterna y abrió, encomendándose enérgicamente a su san Benito de Palermo. El juzgado, los vecinos, y yo entre ellos, lo mirábamos desde la acera opuesta.
¡Oh mágico hechizo de mi compadre! En menos de dos segundos le vimos salir del antro, sano y salvo, entre dos perrazos que le lamían las manos y le brincaban alborozados. Ningún domador de fieras, al salir de la jaula, recibió más estruendosos aplausos que los que él se ganó de los vecinos de Ciempozuelos.
El ruido de las palmas no me dejó oír lo que mi compadre diría al magistrado; pero sí vi que el juez se coló adentro con el hermano Pedro y los ministriles, y que, al poco rato, volvieron a salir, llevando atraillados los perros.
Quedose a la puerta mi héroe, quien con una seña me llamó a su lado.
Ya dentro los idos, cerró la puerta y me lo contó todo. Dos días antes el Juzgado había declarado la quiebra de un salchichero dueño de un buen establecimiento, donde, además de embutidos de todas clases que constituían la parte principal de su surtido, se vendían artículos de salazón.
Como la cantidad que adeudaba era relativamente pequeña, y la salchichería estaba muy acreditada, confiaba el dueño en que llegaría a un acuerdo con los acreedores y conseguiría la revocación de la sentencia de quiebra.
Entre tanto, el Juzgado, según manda la ley, selló las puertas de la tienda.
Pero los curiales que practicaron la diligencia no repararon en que bajo el mostrador estaban acurrucados dos perrazos. Encerrados los animales, devoraron en los dos días cuantos embutidos pudieron alcanzar y se comieron todo el bacalao y todas las sardinas que vieron al descubierto.
Esta noche, hartos y sedientos, rompieron a ladrar ferozmente, alborotando la vecindad de tal suerte, que hubo de llamarse al Juzgado. O por si había ladrones o por si los perros estaban rabiosos, nadie se atrevía a poner el cascabel al gato. En tal coyuntura, el alguacil, que era sin duda el más comprometido, reparó en un hombre de hábito de los que el pueblo juzga enseguida como santero o saludador y avisó al juez. De ahí la llamada y la subsiguiente comisión al hermano Pedro.
Visto por el magistrado el enorme destrozo que los perros habían hecho en la salchichería, mandó al alguacil que se los llevara, porque estaban a punto de rabiar. Y como de algún modo debía premiar el heroísmo de mi compadre, le hizo guarda y depositario de la tienda por aquella noche, hasta la mañana, en que se proveería.
Entonces el hermano Pedro pidió permiso para que le acompañara su compañero de viaje, y el juez se lo concedió.
—Ya ves si la fortuna nos la deparó buena —concluyó mi hombre al final de su relación—. ¿Quién te había de decir que cuando saliste esta madrugada de la Corte, exhausto y alicaído, que a la noche dormirías en Ciempozuelos, compartiendo el usufructo de una salchichería?
La calificación fue muy apropiada, porque enseguida nos dimos a comer ricos embutidos, pero de los que colgaban y que no habían tocado los perros, ayudándonos a maravilla con el vino de la devota ventera. Y por si venían mal dadas, hicimos provisión en las alforjas.
Dormimos plácidamente en un colchón que hallamos en la trastienda; y como no era cosa de tentar al diablo, con el nuevo día llevamos las llaves al Juzgado y nos relevamos del compromiso.
Ni vimos al dueño de la salchichería ni supimos de él. Lo más natural es que, al saber lo sucedido y darse cuenta de su definitiva ruina, se volviera loco y lo encerraran en el manicomio del pueblo.