I. AL PIE DE LA GIRALDA
PASADA Itálica famosa comienza a dibujarse en el fondo del paisaje el perfil de la Giralda, destacándose en la vacuidad del cielo como una torre de marfil.
Insensiblemente se va borrando la vaguedad de las líneas y la blanca torre se muestra rosada, con toda la esbeltez de su airosa fabrica que corona una Fama de bronce con el lábaro desplegado, a manera de palladium de la ciudad. La aparición de la Giralda, en una mañana de asombrosa luz plateada, es de inolvidable efecto para el peregrino que entra a pie en la ciudad.
Sevilla está ya muy cerca; pero la ocultan las arboledas del camino. Al fin se la descubre, como enorme mancha blanca, en la amplitud de la pradera.
Aquí, como en Córdoba, el sol, implacable, lo baña todo, y la vida se concentra en las casas con patios, deliciosas moradas que uno ve con envidia desde la sartén de la calle. Sigue siendo árabe el plano de la ciudad; pero del compacto bloque de calles y callejas llega al extrarradio el flujo y reflujo de la vida de urbe rica y populosa.
No quise entrar en tan famosa ciudad de tan mala facha, y como quiera que a ella llegué por la Puerta de Córdoba, seguí el cinto murado hasta encontrar Las Delicias y el Guadalquivir. ¡Qué río! ¡Tan cambiado le vi, que no lo conocía! No era el Guadalquivir desierto, deslizándose bajo un fantasmón de puente, como en Córdoba; ni el olivífero Betis, guía de mi camino, de plateada banda y orillas esmaltadas de jaras y cañaverales; sino un río majestuoso, hinchado por la marea, lleno de buques anclados en la corriente amarrados a los muelles que señorea el poliedro almenado de la Torre del Oro. Siguiendo el andén de la izquierda orilla llegué al famoso puente de Triana, bajo cuya arcada aseé cuanto pude mi persona, y como, gracias a las pesetas arzobispales y a las ollas del olivar, venía rico y brioso, subí luego la rampa con varonil denuedo y me planté en Sevilla.
Casi en el arranque del puente, en el trozo de la orilla frontera a la Cartuja, vi unos tenderetes al aire libre, donde unos barberillos rapaban el pelo o descañonaban las barbas a algunos prójimos pacientes. Me acerqué; pregunté cuánto cobraba por servicio y dijéronme que a diez céntimos cada uno.
—¿Quiere osté servirse, cabayero? —díjome uno de los fígaros que estaba ocioso.
¿Quién no se pela y escamonda por veinte céntimos, y más oyendo que le toman por cabayero?
Me senté en la silla de cara a la ciudad, y el barberillo trianero la tomó con mi cabeza. Me esquiló bonitamente y enseguida puso mis barbas en remojo.
Como yo, de natural, soy enteco de cara, y en aquella ocasión la tenía chupada por el ayuno y la intemperie, el barbero, que no veía sino huecos y hondonadas desde la frente a la jeta, se creyó en el caso de meterme una nuez en la boca antes de rasurarme. «Cada maestrito tiene su librito», me dije para mis adentros; ya que mi barberillo necesita de este requilorio para el éxito de su operación, pasaré por ello. Y me quedé espatarrado e inmóvil, con la cara enjabonada hasta las cejas y el buche inflado como un mono, esperando las caricias de la navaja.
La cual, lúcida y afilada, no tardó en ponerse en contacto con mi cutis. Si el corte del pelo fue una esquilada, la afeitada fue desolladura. No podía protestar, porque la nuez no me dejaba hablar; tampoco podía levantarme, porque con una mejilla afeitada y la otra no, me tomarían por un payaso.
Tragando quina y haciendo mil muecas y contorsiones aguanté la operación, dándome por satisfecho con que el rapabarbas no me hubiese degollado o cortado la yugular. Una rociada de agua de la bacía, en la que escupí la nuez, y un pegote de polvos lo arreglaron todo, y con esto salí de las manos del trianero.
Le pregunté dónde se comía barato, y como me dijese que en las tabernas de Triana, atravesé el puente y en una cantina del mercado hice por la vida.
No me entretuve en el barrio porque toda mi obsesión era ver Sevilla. Ahora que estaba limpio, acicalado y ahíto, bien podía hacerlo.
Volví a pasar el puente, viendo a la derecha los veleros y vapores, y a la izquierda las chimeneas de la fábrica de loza. Y al frente la Giralda. Por ella me guié y me colé en la ciudad.
El nombre de Sevilla, aun para los españoles que no son andaluces, va asociado al ritmo lánguido y cadencioso de guitarra y castañuelas, a la exhibición de tipos de hombres de cara limpia, sombrero ancho y capa terciada, o de mujeres de saya corta y mantilla, con rosas ardientes en los negros cabellos y sonriendo maliciosamente al través del abanico. Algo de eso hay y se trasluce; pero no es el color único de Sevilla; lo que llama la atención es la suprema elegancia en cuanto allí se ve, el encanto de sus casas blancas o pintadas con colores claros, las más deliciosas moradas que apetecerse pueden en un país del sol; el esplendor de sus monumentos, que en otro clima aparecerían vetustos y mohosos, como sombras heroicas, y aquí, al sol andaluz, aparecen más ricos de color y más iluminados, como si no hubieran pasado siglos por ellos.
Esta aureola escultural, heroica y romancesca, que persiste triunfante y con energía plástica en medio de una cosmópolis moderna, es la impresión más honda que el peregrino lleva de Sevilla. Aquí no se sueña; se vive, se siente todo el pathos meridional. Sevilla es Córdoba, que evolucionó y ha seguido prosperando después de la partida de los moros. Los demás accidentes regionales son terrícolas; participan del sol de la tierra y del temperamento andaluz y son tan de Sevilla como de las otras capitales andaluzas.
En dos días me di maña para ver lo más saliente.
Pagué mi pesetilla, como un señor, por ver el Alcázar, y me senté en las gradas de la Lonja, esperando lo que ya pasó para no volver: los pregones de mercaderías, plata labrada y esclavos de las Indias, que en aquel lugar se vendían a grito herido en pública almoneda.
Pasé a la catedral y di la razón a los señores prebendados que, al firmar el auto o escritura para la erección de la fábrica, dijeron: Fagamos una iglesia para que los de por venir nos tengan por locos.
Luego trepé a la Giralda y no paré hasta donde estaban las campanas, que por cierto andaban locas tocando a vísperas de alguna fiesta. Allí vi al Cuasimodo dando volteretas colgado a la cuerda, volando una de aquellas. Cuando acabó, nos asomamos juntos a ver el admirable panorama que desde allí se descubre. A instancia mía el campanero me fue explicando la topografía de Sevilla, y cuando acabó díjome señalando al pie de la torre:
—Buen salto, ¿eh?
Lo dijo en tal tono, que yo me turbé pensando si aquel hombre quería precipitarme abajo en un arrebato de locura. Acordeme de aquello que cuenta Cervantes, de cómo el emperador Carlos I estuvo en la Rotonda, en un tris de dar la voltereta a manos de un cortesano loco que le acompañaba.
—¡Sí, un salto mortal! —contesté al campanero, con risa de conejo.
—¡Noventa y cinco metros hay hasta abajo! —repuso con mucha flema—. Pues vea, amigo, lo que son las cosas: yo conozco uno que dio ese salto y no se mató.
—¿De veras?
—¡Y tan de veras! Toda Sevilla lo sabe. Fue un chicuelo que, al voltear una de estas campanas, le faltaron los pies y salió al espacio despedido como una pelota. A este momento pasaba una procesión con música a la vera de la torre, y como el chico conservó el aliento, tuvo la suerte de caer sobre el bombo, sin más consecuencias que el batacazo y el susto de los portantes, que creyeron les había caído un bólido encima.
—Y como te lo contaron me lo cuentas —añadí yo a guisa de comentario.
—No, señor; porque aquel chico soy yo, que aún vivo para contarlo; y la verdad es que en tal día hará un año se reza una misa en la catedral en acción de gracias.
Felicité a mi narrador y le deseé muchos años más de vida para que pudiera contar el milagro.
* * *
Estos tesoros arquitectónicos están tan juntos como dientes de una piña; pero se necesita mucho tiempo para verlos. De ahí que fueran mis visitas repetidas y tan minuciosas, que aunque he vuelto a Sevilla posteriormente con billete kilométrico y billetes de Banco en la cartera, ninguna estadía me fue más provechosa que aquella.
Al pobre peregrino le pasa lo que al estudiante pobre, el cual estudia y aprende más que el rico. La lentitud de la marcha, la soledad del camino compenetran al peregrinante con el medio ambiente. Se detiene a fruir en paisajes clásicos; sorprende, al pie de los monumentos de piedra, el secreto maravilloso de la euritmia; se empapa de emanaciones apolíneas y dionisíacas. Cualquier otro modo de arribar un peregrino a una ciudad santa —y Sevilla lo es por sus monumentos, como Toledo, Burgos, Córdoba y Granada— es hacerlo sin consagración, pietista y poética. «Querer ir a Grecia —escribe Hauptmann, y yo lo aplico a mi cuento—, querer ir a ella en ferrocarril o en vapor parece casi tan absurdo como pretender escalar el cielo de la propia fantasía con una escalera».
Atravesando la ciudad, admiré también sus espaciosas plazas y señoriales calles y entre todas la calle de Sierpes, la arteria aorta de Sevilla, y, sin embargo, la más silenciosa; no pasan coches por ella; la ola de peatones circula por las losas del pavimento sin hacer más ruido que el de una reunión mundana en un salón u otro recinto cerrado; la gente se pasea o se planta a conversar entre lujosas tiendas, espléndidos cafés y alegres centros de reunión, abiertos de par en par. De noche, a la luz mate de los focos eléctricos, parece aquello un salón al aire libre.