III. EN LA PLAZA
El tercer día cayó en domingo.
A fuer de buen católico, fui a la catedral a oír misa; pero acordándome que allí mismo, en la Capilla Real, están enterrados los católicos reyes Isabel y Fernando, quise pagarles mi tributo de peregrino, y en la capilla oí misa, aplicándola en sufragio de sus almas.
Dios quiso premiar tan piadosa intención, porque al asomarme a la plaza del Mercado, tuve abundantísima cosecha de hortalizas y monedas de dos céntimos. Hasta los carniceros y polleros echaban mano al cajón y dábanme, quién una perra chica, quién una grande.
Al ir a vaciar mi carga al solar hospitalario, hallé al aguador con la lumbre encendida, cocinando el condumio societario, al que añadió algunas de mis provisiones.
Comido que fue, me anunció que aquella tarde había toros lidiados por Guerrita y Reverte, y que él pensaba ir, pues así lo requerían la calidad de las reses y de los matadores. La entrada de sol costaba seis reales, que era, sobre poco más o menos, lo que recaudé en el Mercado. Me pareció era más digno de mí y de los granadinos destinar este dinero a divertidos ocios, que no en cosas de comer, porque así no era limosna, sino ayuda de huésped. En tal guisa, dije al aguador que yo iba también a los toros.
Y fuimos a la plaza, que estaba muy cerca de nosotros, a inmediaciones de la plaza del Triunfo.
Ni soy fanático ni enemigo de las corridas de toros; había visto muchas, pero ninguna en los cosos andaluces. La lidia de Granada me entusiasmó. El temperamento andaluz pone tal marco a la fiesta, que la hace aparecer nueva aun para un español. Bajo el cielo azul, una alegre concurrencia amante del color y del ruido, del primero; hasta el rojo de sangre, del segundo, hasta el frenesí. También los toros parecen tener más sangre y los toreros más arrestos.
Aquella tarde los bichos fueron bravucones; mataron muchos caballos y dieron muchos sustos a las cuadrillas, que es como debía ser, pues por algo la fiesta se llama lidia de reses bravas.
Guerrita y Reverte toreaban como toreros profesionales; uno, el cordobés, lucíase por su arte fino y clásico; el otro, el sevillano, mostrábase, arrestado, quieto, sereno, tranquilo, pero decidido y atropellado de puro valiente.
—¡Y pensar —me decía el aguador— que los dos exponen así la piel teniendo la olla asegurada todos los días y el cajón de la mesa atestado de billetes!...
—Por esto son de tronío —le contesté—; a fuerza de anunciar sustos y coscorrones, y aun de percances, si no de gravedad, de dolor y de sangre. En esto de los toros, la leyenda hace más pronto su camino de fama y estrépito que en los demás órdenes de la vida.
Pero mi compañero no me oía, porque estaba embebido mirando al Guerra. El cual, muy parado, muy erguido, daba cada pase que era una sorpresa gratísima y una explosión de ¡olés! y de palmadas. Toreó luego de capa con los pies fijos, dejando llegar a la tela y largando los brazos según la cantidad de gas que traía el enemigo. Con la muleta estuvo aún más seguro y mejor; tras de un pinchazo bajo en la suerte de recibir, lo tumbó de un volapié magnífico.
Esto fue en el último toro. El público aplaudió a rabiar y yo también. Mis vecinos los del tendido de sol exteriorizaron su entusiasmo lanzando al redondel una lluvia de sombreros. Entonces me acordé de la deuda que tenía con el guarda–agujas de Sierra Morena:
«—La primera vez que vea a Guerrita, después de una de aquellas suertes que quitan el sentido, le tira usted el sombrero al redondel en mi nombre».
Y así lo hice sin darme cuenta. Pero me avino bien, porque en el tropel de gente que se iba yendo y con la barahúnda de brazos que pugnaban por recoger los sombreros que, al vuelo, devolvían los de la cuadrilla, ni corto ni perezoso, cogí un sombrero nuevecito de la misma hechura que el que yo usé antes, y me lo puse.
Ajustaba a mi medida, y como nadie lo estorbó, salí de la plaza mejor vestido que cuando en ella entré.
¡Tuve un día completo!