IV. DESENLACE TRIUNFAL

El resto del viaje lo hice por el litoral barcelonés, donde se encuentran poblaciones tan importantes como Villanueva–Geltrú y Sitges, esta última en posición muy pintoresca, junto a la costa de Garraf, macizo montañoso erizado de promontorios y hendido por calas y pequeños fondeaderos.

Era casi de noche cuando llegué a la vista de Sitges, por lo que no tuve más remedio que cobijarme en una choza abierta, mirando a la playa. Las limpias pajas que allí estaban extendidas daban claras señales que era abrigo de viñadores o de carabineros.

No era la primera vez que había pernoctado o sesteado en las casillas de estos guardianes costeros, respirando a bocanadas el aire del mar y oteando, como desde un semáforo, el cruce de delgados piróscafos vomitando humo, de gruesas fragatas largando la escandalosa, y de laúdes, urcas y pailebotes, dando al viento las blancas velas latinas. Llegada la noche, brillan los faros de la costa; los buques de alto bordo encienden las luces, y ese mar de Barcelona se salpica de puntos luminosos, como fantástica iluminación de laguna veneciana.

Como el sol iba a salir por la parte del mar, me apresté, al amanecer, a ver la última aparición del astro rey. Quería cantarle un himno de gracias por la buena ayuda que me había hecho en el viaje; y quería hacerlo antes de recluirme en la gran ciudad, donde, como el común de la gente, volvería a verlo sin reconocimiento, sin admiración, con la indiferencia que se ve la luz eléctrica que alumbra al acostarse.

Primero amaneció... «La luz, como viene después de las tinieblas y se halla como después de haber sido perdida, parece ser otra cosa y hiere el corazón del hombre con una nueva alegría; y la vista del cielo entonces, y el colorear de las nubes, y el descubrirse la aurora —que no sin causa los poetas la coronan de rosas— y el aparecer la hermosura del sol es una cosa bellísima».

No cabe descripción más sentida y verdadera que esta que hace el maestro León del despertar del día.

Y cuando se levantó el sol sobre las aguas pulsé el plectro y le canté este himno:

«¡Salve, oh sol, padre del mundo, alegría de las criaturas; luminar y sostén de mi camino!

»Tú me cobijaste con tu áureo manto y pintaste con gayos colores los paisajes que alegraron mis ojos.

»Por ti se fundieron las altas nieves, que, al deshilarse en arroyos y cascadas, diéronme de beber; por ti maduraron los árboles sus frutos, que diéronme de comer.

»¡Salve, salve!...».

En medio de estos hosannas vime sorprendido por la aparición de dos carabineros.

—¿No sabe usted que no se puede estar aquí? —dijo uno de ellos—. Esta caseta es del resguardo y de nadie más.

—Dispense usted; ya me voy —contesté.

Y con el mayor miramiento volví a extender las pajas que me sirvieron de cama, para congraciarme con el carabinero, quien, refunfuñando, me dejó ir sin más consecuencias.

—¡Naufragio en el puerto! se llama esta figura —pensé—. Hete aquí que los demás carabineros del reino no te negaron hospitalidad y aun se hicieron amigos tuyos, y estos te echan casi a puntapiés la última noche que te queda para llegar a Barcelona.

Y claro está, se enfrió mi numen, y, colgando la lira, eché para adelante.

* * *

Sitges es residencia veraniega de muchos comerciantes y americanos de la ciudad condal, lo que equivale a decir que allí hay profusión de quintas de recreo o torres, como acostumbran a llamarlas. Notable es, por las galas artísticas que encierra, el Cau ferrat de Santiago Rusiñol.

Crucé el pueblo, y siguiendo la playa, oí algarabía de cantos y de voces en la terraza de una quinta, una alegre glorieta, casi lamida por la resaca, con jarrones de áloes en las barandas y toldo de caprichosas enredaderas.

Iba a pasar de largo, cuando sentí llamarme por mi nombre.

—¿Quién será? —me dije.

Y, avergonzado del encuentro, híceme el sordo y apreté el paso.

—¡Ciro! ¡Ciro! —volvió a gritar con insistencia el que me llamaba.

Di media vuelta y vi un joven a caballo sobre la baranda, llamándome ahora con los dos brazos: un amigo de la infancia, de toda la vida, de los pocos que dejé en Barcelona.

A él me acerqué con la confusión de quien se mira sucio y derrotado. En pocas palabras le conté mi odisea. Empezó él por hacer aspavientos y acabó riéndose a carcajadas.

—Y tú ¿qué haces aquí? —le pregunté.

—Acompañando a unos amigos. Hemos pasado toda la noche en juerga con unas artistas que ya se fueron en el tren, y nosotros no tardaremos en volver a Barcelona en un balandro. Entra, que te presentaré.

—¡Quita allá! ¿Con esta facha?

—No te importe; es una reunión de camaradas alegres y de toda mi confianza. Además, están con una jumera que no ven.

—Pues tú bien me has visto...

—Ea, no seas cobarde; sube, te presento y luego te embarcas con nosotros.

—Sea como tú quieres —contesté.

Bajó mi amigo a abrir una poterna del muro, y entré en la quinta.

Los otros seguían vociferando y apenas notaron mi presencia. Esto no obstante, el amigo hizo mi presentación.

—Señores —dijo—: os presento un gran amigo mío, si que también un gran caminante, que acaba de dar la vuelta a pie a media España. En menos de tres meses se ha plantado aquí desde Madrid, viniendo por Andalucía y por la costa de Levante.

—¡Hurra! ¡Hurra! —gritó el coro juvenil.

—Señores —repuso mi amigo, con gran prosopopeya, recabando silencio—. Destápese otra botella de champagne, y pues el viajero se llama Ciro, bebamos por él y por su expedición, digna de un Jenofonte.

Bebiam! Bebiam! Del vino, bebiam! —repitieron en italiano.

Y con el brindis de Verdi, llevé a mis labios la cristalina crátera, en la que hervía el néctar de oro. Quisieron que repitiese, pero en un momento que les vi descuidados, vertí en tierra el licor, como ofrenda a la madre tierra y a los buenos corazones que encontrara en mi camino.

A partir de este momento, fui uno de tantos, y nadie curó de mí. Vi que todos estaban en mangas de camisa, y yo hice lo mismo.

Razón tenía mi amigo. Los cinco de la reunión estaban hechos una uva. El más sereno parecía él; el más curda, el anfitrión, dueño de la quinta.

Acabado el brindis, continuaron bebiendo y hablando, y como habían agotado todos los asuntos, cayeron sobre la moral, a eso de las diez de la mañana. Con la embriaguez, las máximas morales y los preceptos virtuosos no suelen quedar bien parados. Convinieron los comensales en que el estudio, la ciencia, la literatura, eran cosas vanas, por cierto; el amor, fuente de desengaños, y las mujeres, animales de placer... Convinieron igualmente en que la injusticia, los pesares y la desdicha eran el natural patrimonio del hombre, y, finalmente, se persuadieron de la conveniencia... de abandonar la vida.

Todos aquellos elegantes borrachos se levantaron como un solo hombre para lanzarse al agua; para ahogarse en el mar, que allí estaba bien cerca.

Yo no sabía qué pensar de aquel desbarajuste; pensé al principio que era cosa de risa, pero vi que iba de veras. En esto, mi amigo se interpuso, increpando a aquellos energúmenos.

—Parece mentira —les dijo— que queráis ahogaros sin mí; os creía mejores amigos.

—Tiene razón —repuso el corifeo, el amo de la quinta—. Ven a ahogarte con nosotros.

—No vayamos tan aprisa —replicó mi amigo—; no nos lancemos al mar como desesperados o borrachos. Embarquemos en el balandro que ahí está aparejado, y lejos de la costa, allá en el seno del mar donde retozan ondinas y sirenas, nos arrojaremos en sus brazos. Ya que nos suicidemos, muramos poéticamente. La proposición fue aceptada por unanimidad. Los borrachos se aplacaron y se dispusieron al embarque.

Atracó el balandro casi al pie de la casa, y como mi amigo hacía de piloto, hízome embarcar también, diciéndome y guiñándome el ojo:

—Ea, ven a suicidarte con nosotros.

Ayudé a izar la vela, que rápida se infló como seno lácteo, y la navecilla voló por las cerúleas ondas. En poco tiempo se vio la punta del Llobregat, y mi amigo hizo rumbo a Montjuich, centinela de Barcelona.

Y aconteció lo que era de suponer.

Al rato de navegar, los energúmenos se marearon, cambiaron la peseta, fueron adormilándose y acabaron por tenderse en los bancos y en las tablas de la cala. Pero despertaron con los cañonazos que disparaban del castillo, casi al tiempo de enfilar el balandro la boca del puerto, y claro está, ya no se acordaron de suicidarse.

Era el 24 de septiembre; la fortaleza hacía las salvas de ordenanza, al mediodía, por ser el santo de la entonces Serenísima Princesa de Asturias, Su Alteza Real Doña María de las Mercedes de Borbón y Habsburgo.

Por no ser menos que el Hidalgo de la Mancha, que a Barcelona llegó también entre el estruendo de gruesa artillería, yo hice mía la salva principesca; y altivo, ufano, alegre, satisfecho, salté en el muelle.

Y así terminó mi viaje.