I. LA CASA DE VECINDAD
ÉRASE un año climatérico, como diría un astrólogo, es decir malo, muy malo para mí, tanto que ni de su fecha quiero acordarme.
Mis únicas fuentes de ingreso eran a la sazón tal cual traducción que me confiaba un editor amigo y una exigua renta proveniente de una casuca allá en Barcelona. Pero al empezar el mes de junio ambas fuentes se secaron a un tiempo: el editor fuese a un balneario sin dejarme encargo alguno, y mi apoderado tenía orden terminante mía de no enviarme un cuarto a los Madriles. Había pensado irme a América y con los ahorros de dos meses de la renta pagar el embarque.
A pesar de los pesares, no cambié de resolución; mas como era forzoso hacer tiempo y vivir estos dos meses de espera, me preparé a vencer la terrible cuesta de verano, como se dice en términos de farándula.
¿De qué manera? Ni yo mismo lo sabía. Gastada la última peseta, ya lo veríamos.
Los débiles y los fuertes emplean la misma fraseología: Mañana lo veremos. La diferencia está en el modo de desatar el nudo de la dificultad. Los primeros se lastiman los dedos buscándole las vueltas y pierden el tiempo, los segundos lo cortan con la decisión de Alejandro en Gordio. ¿Obraría yo como débil o como héroe? Ni como uno ni como otro. Adiestrado en la lucha de la vida, confiaba que, cuando menos, había de portarme como discreto.
Conocía yo por entonces a Juan, un mozo de cuerda para quien in illo tempore pedí y obtuve una plaza de repartidor de un diario de la noche. Dábanle por esto una pesetilla diaria, y como él se ganaba dos o tres más cargándose las espaldas y era hombre soltero y de buenas costumbres, vivía alegre como un pájaro, en la acera de la calle; tan minúsculo fue el favor y tanto el tiempo transcurrido, que ya ni me acordaba de ello. Pero sí se acordaba Juan, que aún seguía con la prebenda. Por donde me avino, que por haber sembrado un grano al acaso, recogí muy provechoso fruto.
Véase cómo. En ocasión que hube de necesitar un cirineo de confianza, fui a buscar a Juan en su puesto y lo llevé a mi casa para que cargara con un cajón de libros y los vendiera por su cuenta. No sé lo que vería en mi cara al despedirme de mis viejos amigos; el hombre dio paz a la soga con que se disponía a atar el bulto y, cuadrándose, me dijo:
—Yo no saco esto de aquí.
—Pues si tú no lo haces, lo hará otro —repliqué malhumorado—. Eso me estorba. Mentía; era que me hacía falta dinero. ¿Qué necesidad tenía de contar mis apuros a quien no podía remediarlos? ¿En qué serviría un faquín a un señorito?
Esto me decía como tantos otros para quienes los hijos del pueblo son como habitantes de un país inexplorado. Se cree que la nobleza de corazón, la hidalguía de sentimientos, la generosidad, los rasgos, en fin, son patrimonio de una casta, y no es así.
Entre los pobres hay la intuición de la ayuda mutua: hoy por ti, mañana por mí. Con los ricos no pega esto; como no conocen las miserias, no las adivinan. Muchas finezas, muchos cumplimientos mutuos; pero no se les ocurre que el amigo o el pariente que va a verles no haya comido aquel día o le haga falta dinero. Hay que repetirles la fábula indiana con que Gil Blas dio a conocer su pobreza al duque de Lerma, o escribirles: Suplico, ruego, imploro y demás expresiones molestas y de poco gusto. Beneficio que se hace a costa de muchos memoriales pierde casi todo su valor: quien da presto da dos veces. La causa de que muchos ricos tengan tantos ingratos es porque no saben el arte de obligar. Otra cosa sería si previniesen las necesidades de sus amigos para excusarles el manifestarlas, o, a lo menos, hicieran menor su molestia concediéndoles prontamente lo que piden.
Dante inmortaliza a su protector en el destierro diciendo que entre ambos ·”el dar precedió al pedir”.
He aquí el bueno de Juan, que sin molestarse por mi salida de tono, replica:
—Está bien, señorito; cargaré con los libros puesto que usted se empeña. ¿Cuánto es lo menos que pido por ellos?
—Pues, cuatro duros —contesté.
Acostumbrado a tratos y contratos con libreros de lance, tenía por cierto que cualquiera de ellos daría aquella cantidad sin regatear. ¡Como que los libros valían diez veces más por la calidad y el texto, y yo los daba, como quien dice, a peso de papel!
En efecto: en menos de media hora estaba de vuelta Juan con la cuerda al hombro, señal evidente de haber despachado el encargo.
—Traigo cinco duros en vez de cuatro —díjome Juan con aire satisfecho, alargándome cinco hermosos discos.
—Bravo, Juan, eres un grande hombre. Serás mi administrador cuando yo sea rico. Escucha ahora la segunda parte —seguí diciéndole—. Prepárate a llevar mi baúl a la Posada del Peine.
La Posada del Peine es el establecimiento más económico en su clase, el más decente y el mejor servido de Madrid. Por seis reales diarios tiene uno regular habitación y buena cama. Con el dinero de los libros tenía pensado alargar una semana más a costa del estómago y después... el veríamos de marras.
—¿Se ha cansado usted de las patronas? —preguntó Juan como al descuido.
—No, Juan; son ellas las que se han cansado de mí.
—Pues yo conozco una que tiene mucha cuerda y que pudiera convenirle a usted. La mía: precisamente tiene una alcoba disponible. ¡Ea, véngase a vivir conmigo! La casa no es un palacio que digamos, pero, en cambio, por dos realitos diarios tendrá usted cama y ropa limpia.
Tan bien me pareció la proposición que, sin querer saber más, y saliendo, no sé si despidiéndome o despedido de la casa testigo de esta escena, me eché a la calle con Juan, cargado este con mi equipaje, dejándome llevar donde él quisiera.
Llegando a la cuesta de San Vicente, se entró resueltamente en un portal y yo tras él. Seguimos el patio, y frente a una puerta abierta, descargó Juan y me hizo pasar adentro.
—Señora Gregoria —dijo mientras se enjugaba el sudor con un pañuelo de hierbas—, le traigo a usted un huésped al que hay que tratar bien. Es persona amiga y además escritor.
La interpelada era una mujer del pueblo que estaba a la sazón pelando patatas, y esto es todo cuanto puedo decir, porque viniendo deslumbrado de la calle, veía las cosas a bulto. La señora Gregoria dejó el cuchillo sobre un tapete de hule y salió al umbral.
—Adelante, adelante —nos dijo—. Bien venido sea. Entra el equipaje, Juan.
De una ojeada vi toda la habitación: una salita de recibo, tres alcobas y la cocina, todo muy pequeño, pero muy aseado. Cuadros baratos, flores de trapo y pitos de verbena en las paredes; las camas con colchas blancas, los vasares empapelados y sendas cortinas que parecían sábanas en la puerta y en la única ventana que daba al patio.
Si bien yo venía consignado a una alcoba, la señora Gregoria diome posesión de todo el cuarto.
—Porque —acabó diciéndome—, como yo me paso todo el día en la calle y Juan también, usted se quedará por amo de la casa. Ya que es usted escribiente, ahí podrá escribir sin que nadie le moleste.
Y señalaba la mesa de hule con las mondaduras de patata.
—Bien, señora; nos turnaremos en ella —repuse alegremente, sin tratar de rectificar el dictado escriturario que me atizaba. A bien que de esto se encargó Juan, diciendo:
—Advierto a la señora Gregoria que el señorito es periodista.
Esto de «periodista» lo dijo mi hombre porque habiéndole recomendado al director de un periódico me suponía del oficio. La palabreja era de efecto, porque entre la gente del pueblo, para la que no hay más literatura que las hojas volanderas, periodista es la síntesis del hombre de letras; pero en la señora Gregoria el efecto fue mayor por lo que se verá.
—¡Hola! ¿Conque escribe usted en los papeles? —exclamó—, pues entonces somos compañeros de gremio, porque usted los escribe y yo los voceo.
Y a continuación hízome saber de cómo se ganaba la vida vendiendo periódicos en un puesto al aire libre, junto a la verja de la estación del Norte.
—Lo dicho dicho —acabó diciendo—; esta será su mesa de escribir, y ya verá qué bonita queda en cuanto haya limpiado el hule.
Y no hubo más, sino que la buena mujer me enseñó la alcoba, ayudó a Juan a poner mi baúl al pie de la cama, puso agua en la jofaina de un palanganero de hierro por si quería lavarme, mueble que con una percha y una silla, amén de la cama, llenaban el dormitorio; quitó las patatas de la mesa, fregó el hule y fuese.
Al quedarme solo quise pagar a Juan sus dos viajes, pero no quiso cobrarse.
—No corre prisa, ya lo arreglaremos —dijo—. Tocante a la señora Gregoria tampoco hay que apurarse, no es de las patronas que ponen el puñal en el pecho. Lo mismo da que la pague usted por días, por semanas o por quincenas, y si no, de mes a mes vencido. Lo principal es que usted se acostumbre a esta pobreza. Y hasta la noche, que ahora voy a aprovechar la tarde.
De este modo di con mis huesos en una casa de vecindad del Paseo de San Vicente.
«¡La cuestión era acostumbrarse!», había dicho Juan. Por lo pronto me pareció estar en el fondo de un pozo. Veía resbalar la luz de lo alto por el cubo del patio, y oía el rumor apagado de una colmena humana. Salí a la puerta y levanté los ojos.
La casa donde me asilo tiene cuatro pisos interiores que dan al patio. Cierran los dos frentes una escalera de caracol y la pared medianera con sendos retretes al fondo. A entrambos lados los corredores con cuatro cuartos a derecha e izquierda, amén de los otros ocho a ras del patio. Total: cuarenta.
Contando por todo lo alto pudierais pensar que allí viven ochenta, cien personas. ¡Error y horror! Allí se hacina doble gente. A la codicia del casero se añade la de los arrendatarios. Cada uno de estos trata de sacar de balde el alquiler, hipotecando su comodidad, el sosiego doméstico y el poco aire respirable de la habitación mediante el sistema de realquilar.
Esto de realquilar era corriente en las grandes urbes a causa de la carestía de las habitaciones, a lo que se fue ocurriendo con la construcción de barriadas para obreros; pero en Madrid no se preocupan de estas cosas, antes por el contrario, tienen por típico, por muy madrileño, esos conventillos, colonias, casas de vecindad o «casas de tócame Roque», clase de viviendas muy pintoresca para vista en revistas y zarzuelas, pero asquerosa y molesta para vivida.
Media hora hace que estoy en mi chiribitil y me siento mareado. Como es a principios de verano y hay que tener abiertas puerta y ventana de la estrecha habitación, se oye, se ve y se huele todo: la charla de las comadres, el mal humor de los hombres, los gritos de los párvulos, el cornetín del murguista que ensaya, el batir de los almireces y a renglón seguido el tufillo de los retretes comunales, vale decir, de uno para cada piso; el vaho cuartelero de los barridos, de la ropa húmeda puesta a secar en las galerías y el de los míseros condimentos. ¡Al diablo los falansterios socialistas si han de ser entre gente sin educación y sin limpieza!
Gran ventilador de estas colmenas es el trabajo. Esto digo, porque por él la gente joven se releva en casa. Los hombres son oficiales de taller, empleados de ferrocarril o de tranvías, ordenanzas o albañiles; las mujeres, verduleras, asistentas, lavanderas, peinadoras o modistillas. Unos y otros entran y salen a sus horas de los cuartos, como abejas de sus celdas, y hasta la noche en que, como abejas también, duermen arracimadas en la colmena.
Que era lo que sucedía en mi alojamiento. La señora Gregoria a sus papeles, Juan a sus faenas y... yo de paseo; de suerte que así no se viciaba el aire de la habitación, sino es de noche en que, además, por estar tan apretujadas las alcobas, podíamos los tres durmientes oír la respiración de cada cual.
La verdad es que uno se acostumbra a todo y que se juzga de las cosas según a uno le va. La prevención, la repugnancia que a veces tenemos, desaparecen viendo aquellas de cerca o conociéndolas.
A los pocos días fuime acostumbrando a aquella especie de vivac, y hasta creí atisbar no pocas escenas dignas de Ramón de la Cruz y de Ricardo de la Vega, que si no traslado al papel es por no sentirme capaz para tamaña empresa.
A todo esto, ocioso y sin dinero, había tomado asco a Madrid.
Aprovechando la buena estación y la vecindad de mi albergue con las afueras de la población, encaminaba mis pasos ribera del Manzanares por la Florida y la Moncloa. Al ponerse el sol daba una vuelta a casa para quitarme el polvo, y luego a rondar por los jardines de Ferraz y plaza de Oriente hasta la hora en que se cerraban los portales. Todas las tardes hallaba a Juan de facción en su esquina, o bien salía a mi encuentro si yo iba por la otra acera, y todas las tardes, invariablemente, me proponía una novedad bucólica.
—Oiga usted, señorito (este era el tratamiento que casi siempre me daba), oiga usted —díjome la primera vez—; supongo que no le importará comer en una taberna. (¡Cuando yo estaba abonado a ellas al piri y a las judías!). Lo digo, porque en esta que ahí ve (señalando una de tantas que pueblan el paseo) sirven un pote, pero de primera. Quisiera que lo probara usted.
—Pero, hombre...
—Nada, nada —replicaba sin dejarme decir—. Le emplazo para las ocho en punto, porque a las nueve empiezo el reparto.
Al otro día resultaba que en la misma o en otra casa de comidas servían una paella a la valenciana; al otro, que era de probar un bacalao a la vizcaína; al siguiente, que no había más remedio que hincarle el diente a un conejo estofado con judías. Y así el resto de la semana.
¡Vaya por Juan! Yo que le tenía por el prototipo de la templanza y del ahorro y ahora resultaba que era un gastrónomo abonado a todos los platos del día de la Cuesta de San Vicente. El gasto que hacíamos no pasaba de una peseta por barba, incluyendo el pan y el vino, y Juan se oponía siempre a que yo pagara mi escote. Para cohonestar su liberalidad quiso hacerme creer que le había tocado la lotería.
—Puede usted creerlo —me dice—; desde que se vino a nuestra casa, allí ha entrado la buena suerte. La señora Gregoria vende más papeles que nunca, yo hago más viajes que quiero y por contera un décimo premiado.
Yo fingía creerle. Tal era la delicadeza y tanta la buena voluntad con que se me brindaba, que yo aceptaba sus ágapes sin ruborizarme de ser parásito de un hijo del trabajo. Me acordaba de Camoens y de su fiel Antonio.
Mucho era lo que por mí hacía el buen Juan, pero me faltaba saber algo más. Una tarde en que yo, a la hora de costumbre, volvía de vagamundear, encontré a la señora Gregoria haciendo sus camas. Debajo de la de Juan vi un bulto que reconocí enseguida, el cajón de mis libros. Este descubrimiento, no hecho antes por mí, porque lo velaba la colcha, me conmovió. Juan no quiso que yo me desprendiese de mis libros, y simulando la venta habíame dado de su dinero más de lo que yo pedía por ellos. Mas como no podía restituirle las veinticinco pesetas, no le dije nada.
Aquella noche no dormí, pensando cómo zafarme de la generosa tutela de aquel hombre. Era imposible seguir así; había bastante con una semana y, además, el dinero de los libros se iba acabando. Un articulejo que había llevado a una revista me lo publicarían sabe Dios cuándo, y hasta entonces no había que pensar en cobrarlo. Cerradas todas las puertas no me quedaba sino llamar a la de mi administrador y, revocando mi propósito, pedirle un puñado de duros a cuenta de la renta. ¡Adiós embarque; adiós América! Yo me conocía bien y sabía que descabalando una parte de lo que destinaba para el viaje, arramblaría con todo y se frustraban mis planes aventureros.
¡No había más remedio! Nobleza obliga, y sobre todo ¿qué pensaría de mí la señora Gregoria, que sin duda estaba enterada de todo? Vergüenza me es decirlo; pero esta consideración, más que el desquite de Juan, me botó de la cama al salir el sol. Iría a Telégrafos y pondría un parte a Barcelona, dando un arañazo a la poca renta.
En la Puerta del Sol me topé con un académico madrugador y, por de contado, amigo mío.
—Oiga —me dijo—, lo necesito a usted. Sé que lee bien la escritura antigua y que se dedica a esta clase de trabajos. ¿Quiere trasladarme en letra clara y corriente un pequeño códice manuscrito que he de dar a la imprenta? Le daré diez duros por la copia.
Híceme el remolón, y el académico pujó cinco duros más; serían quince duretes. Poco más pensaba sacar de Barcelona.
Ante mi afirmativa, diome el académico la signatura del manuscrito, y con esto mudé de plan. Lo que había de gastar en el sello de telégrafos lo gasté en cuartillas y fuime a la biblioteca, dispuesto a empezar aquel mismo día la tarea.
El establecimiento estaba abierto de diez a dos de la tarde, y durante una semana, pasé las cuatro horas clavado a un sillón de la Sala de manuscritos, traduciendo el Códice. Digo traducir, porque no es otra cosa el traslado de uno de esos manuscritos del siglo XV, escritos con letra apretada, menuda y enredada con rasgos y ligación de unos caracteres con otros, lo que hace hoy bien difícil su lección. Los copistas de entonces escribían líneas enteras en una encadenada algarabía, sin levantar la pluma del papel. Con pocas palabras llenaban una llana y con poco trabajo crecía mucho lo escrito. En cambio, ahora es labor de benedictino desenredar esos garabatos, y por esto se paga bien a quien sabe hacerlo.
En esta infame letra procesada, estaba, pues, escrito mi códice; pero como yo tengo maña para leerla, en cosa de una semana terminé la copia. Presentela al académico, le pareció bien y me pagó el precio estipulado, en billetes y moneda suelta.
Salí de donde el académico con el corazón henchido y los bolsillos repletos.
Camino de casa iba paloteando con los dedos, duros y pesetas, a derecha e izquierda.
—¿Quién dijo miedo? —parecían decirme, en el trayecto—.
¡Gózate en nosotros! Carpe diem. ¡Silencio!, diablillos tentadores —les dije, apretándoles con los puños—. Haréis lo que yo os mande; ya veréis lo que yo hago con vosotros.
Llegado al Paseo de San Vicente, hallé como de costumbre a Juan en su esquina.
—Señorito —díjome—, hoy como sábado, tenemos calamares en su tinta, por plato del día.
—Amigo Juan —contesté—. Para plato del día el que yo voy a darte ahora. Toma este billetejo de cinco duros.
—¿Qué me da usted? —dijo asombrado retirando la mano.
—El rescate de mis libros. ¡Ah, Juan!, ¿crees que no lo sé todo?
—¿Quién se lo ha dicho a usted? —respondió medio confuso.
—Ellos, asomándose por debajo de la cama.
—La culpa la tiene la señora Gregoria en no estirar la colcha como yo le tenía advertido.
—A propósito de nuestra patrona, ¿qué tal cocina? Lo pregunto porque pienso encargarla un festín para los tres.
—No se meta usted en gastos, señorito; le agradecemos su buena voluntad.
—Nada, hoy me toca a mí; en cuanto acabes el reparto de la noche, te esperamos con la mesa puesta.
Llegué a casa, vi a la señora Gregoria y dila un duro con que nos aderezara una buena cena. Llegada la hora vi que la buena mujer había hecho prodigios con las cinco pesetas. Dionos tortilla de jamón y solomillo, aceitunas y buen vino de Valdepeñas.
A los postres, propuse un brindis al académico. La señora Gregoria, que no sabía de estas cosas, preguntó qué era un académico.
—Señora —contesté—, académico es un mirlo blanco: un señor que da quince duros por la copia de un Códice.
—¿Y qué es un Códice? —volvió a preguntar la mujer.
—Un Códice, señora Gregoria, es un surtido de jamones y chuletas empapeladas que en los estantes de los archivos dejaron los copistas antiguos a los copistas modernos.
Acabó la cena yéndonos los tres a tomar café ante unas mesas al aire libre de un establecimiento vecino. Después, cada uno a su camita.