II. EL CICERONE DEL PEREGRINO
A todo esto, comía en las cocinas económicas, sesteaba en los parterres de Las Delicias y pernoctaba en los tinglados del muelle para ahorrarme el gasto de la cama. En estos parajes veía en las horas de bochorno mucha gente de mi calaña, astrosa y miserable; pero ningún mangante, como a lo andaluz se llaman los pordioseros.
Consecuente a mi táctica de hidalgo aislamiento, evitaba la compañía de los que en realidad eran mis cofrades, si bien una inclinación invencible me aproximaba a ellos. Me sentía menos miserable a su vera. Considerando la miseria ajena, toleraba con más resignación la mía.
Una de las veces vi sentado en un poyo, aparte como yo de la reunión, un hombre joven, pobremente trajeado; un tipo entre cesante y pobre vergonzoso; pero con cierto sello de distinción. Así como quien no quiere, me senté a su lado y trabé conversación con él. De buenas a primeras comprendí que era sevillano hijo de la localidad. Empezamos por medias palabras, y, al fin, nos espontaneamos, y yo el primero, hablándole de mis impresiones de Sevilla y de mi viaje pedestre.
—Es usted más feliz que yo —me contestó—. Porque usted siquiera tiene salud y buenas piernas para campárselas, mientras que yo soy un inválido que ha de vivir amarrado al potro de una vida perra y miserable.
Y me enseñó una muleta, en la que no reparé antes por tenerla tendida en el poyo.
—Sí, soy un hombre baldado, un maestro sin título, un apóstol errante de la enseñanza primaria.
—¿Maestro de escuela? —repuse—; no extraño verle en este areópago.
—Lo he sido, pero ya no lo soy. Ya le he dicho que no tengo título. Por no tenerlo me quitaron una escuela que abrí en Brenes y con la que me defendía. Con ella hacía posible mi subsistencia y la de mi pobre madre, una viejecita claudicante y doliente que aún vive.
—¡Mala carrera escogió usted!...
—¿Qué remedio me quedaba? Como el mártir de que habla Froebel, no sé hacer otra cosa; sólo sé enseñar. Habrá oído usted hablar de nuestros barrios populares: la Macarena, Triana, San Bernardo... Pues bien: me los repartía por trimestre y ponía una escuela al aire libre en el sitio que me dejaban. Hablo en pasado, porque tampoco es ahora. La gente pobre que allí vive dábanme porque doctrinara sus hijos las exiguas cantidades que corresponden al haber del mísero obrero, privado muchos días de jornal. Quien diez céntimos diarios, quien dos reales al mes. Poco era, porque pocos eran los alumnos; pero, en fin, con cinco o seis duros que por ahí juntaba y otros tantos que añadía con el oficio de memorialista, iba tirando y sostenía a mi vieja.
—¿Y dice usted que tampoco es esto?
—Tampoco —repitió—. ¿Quién es tu enemigo? El de tu oficio. Los maestros titulares alzaron el grito contra mí: que les quitaba los niños, que no pagaba patente, que no estaba capacitado para enseñar, ¡qué sé yo! La protesta se corrió por los cuatro barrios, y en todas partes la autoridad me prohibió enseñar el silabario y hacer palotes, que es a cuanto se reducía mi enseñanza callejera. ¡Ya ve usted! Permiten enseñar juegos de manos en la plaza pública y se prohíbe la enseñanza al aire libre. Pues si vamos a ejercicio de industria, ¿no dejan a los sacamuelas despacharse a su gusto al aire libre?
—Y también los barberos —añadí, evocando al fígaro del puente de Triana.
—También es verdad. Se conoce que los ha probado usted. Esto tendré que hacer yo, pelar barbas al aire libre, si no quiero morirme de hambre.
—¿Y la gallarda letra que usted tiene? —repuse.
—No me sirve más que para arañar miserias ajenas, conocer nuevas lástimas y perjudicarme más.
—Hombre: ¿tan sensibles somos que no le alegra el mal de los demás?
—Me perjudica —replicó esquivando la respuesta a esta pregunta y saliéndose por la tangente—; me perjudica porque, como a veces en un día hago diez solicitudes de socorro en el vecindario, cuando llega el turno a mi memorial conocen la letra los señores de la Beneficencia, lo toman a camaradería de pobretes y se escaman. Sucede que por ganarme diez o quince céntimos que me dan por escribir una solicitud limosnera, pierdo un socorro de mucha más cuantía cuando me llega la vez.
—Se conoce que los pobres están ustedes muy bien servidos en Sevilla; ni un solo pordiosero he visto por las calles, esto que la ciudad tiene fama de ser corte y centro de la andante vagamundería.
—Y sigue siéndolo, aunque no lo parezca. ¿Ve usted este rodeo de vagos que nos acompaña? Pues es uno de tantos destacamentos que la Corte de los Milagros envía a recoger colillas y... lo que caiga. Sólo que se guardan muy bien de entrar en la ciudad, porque darían con ellos en San Cayetano.
—Y esto ¿qué es? —pregunté alarmado por la cuenta que me traía.
—Un vivero de piojos que los pobres temen más que el hambre y el frío; el espantajo con que la ciudad se libra de los pobres callejeros.
—Hombre, ¿tan crueles son los sevillanos?
—Mis paisanos pasarían por todo, porque a generosos no les gana nadie; pero han tenido que sentirse feroces, porque los extranjeros se quejaban de las macas y lacras de la miseria pública y escaseaban sus visitas a la ciudad. Algo parecido aconteció en Málaga. Allí se disfruta un clima tan suave, tan templado, tan benigno, que los facultativos de la difunta Victoria de Inglaterra no hallaron otro igual en Europa para su soberana; y a Málaga hubiera venido la reina de aquel país a pasar los inviernos si la Comisión que estuvo en dicha ciudad no hubiese estimado que las condiciones de la misma, en punto a salubridad y limpieza, dejaban bastante que desear. De esto se convencieron los malagueños, y la ciudad gana de año en año, hasta ofrecer ya un aspecto de pulcritud bastante aceptable.
—Pues yo he oído decir que en Sevilla la Beneficencia está organizada admirablemente.
—Si lo estuviera otro gallo nos cantara a usted y a mí. Usted, pongo por caso, es un obrero en viaje. No quiere una limosna, sino que le den una ocupación. Pero en vano la pretenderá, porque los pícaros estragos del camino y de la miseria inspiran poca confianza y dan patente de sospechoso. Y como esto se repite en todas las localidades del tránsito, condenan al infeliz trashumante a una forzosa vagancia, a un continuo destierro, a ser el eterno réprobo sin esperanza de redención. Muchos de estos habrá visto en el camino. En otras partes el obrero recibe alojamiento y manutención en casas de trabajo, hospicio, asilo y hospital a un tiempo, y al marchar se le entrega su hoja de ruta, que le sirve para ser asistido en todo su viaje. En otras partes también el pobre honrado como yo que carece de recursos, el vergonzante que trata de ocultar su miseria, no tiene necesidad de exponerla públicamente para ser socorrido, porque hay una solícita tutela que le ayuda a vivir.
—Sí, vamos, socialismo puro...
—No, señor; no apunto tan alto: concepto más puro y humano de la vida; la caridad bien entendida y mejor ejercitada, y no lo que pasa entre nosotros, que el holgazán, el vago, el astuto simulador, arrebatan el haber del pobre. Tales son este atajo de hampones que nos rodea. A bien que en cuanto empiecen a venir los coches y el señorío, vendrán los municipales y los aventarán.
—Pues me pone usted en cuidado —repuse—, porque yo no les pareceré ningún milord.
—Ni yo tampoco; pero no pase cuidado, que aún es temprano para que se metan con nosotros. Es la hora de la siesta de los sevillanos y las cigarras podemos cantar al sol.
—Y ¿por qué se han de meter con usted..., una persona decente?...
—¿Decente? Cómo engañan las apariencias. Soy un pobre vergonzante, un vago sevillano. No se lo conté todo, precisamente en estos días me desahució el infame del casero y me plantó en la calle.
—Y ¿su madre de usted?
—La pobre está en el hospital. Eso me consuela en parte, que siquiera esté recogida y no sepa lo que paso yo. Sólo que hoy es día de visita y como hace tiempo que no cae ningún memorial no tengo tan siquiera para llevarle un limón con que le hagan refresco. ¡Ya ve usted, no he comido en todo el día y no me atormenta el hambre; lo que me atormenta es la sed de mi madre! No poderla convidar a un refresco...
Me conmovió la piedad filial de aquel hombre que olvidaba sus penas, acordándose de su madre. Pero ¿qué podía hacer, pobre de mí, en su ayuda?
Entonces me pareció que las pesetillas ungidas por manos arzobispales en Mairena, más sesudas que las otras del Académico de Madrid, me gritaban desde el bolsillo: Memento! Hominesad Deos... y lo demás.
—Decís bien, macuquinas —contesté para mi coleto—. Hay que ayudar a este hermano.
Y con igual franqueza que él me contó su infortunio yo le dije que fuera servido de aceptar una merienda tabernaria.
Esto me suponía una o dos pesetas menos de caudal y también otros tantos días menos de descanso en Sevilla, mas no importaba.
El inválido pareció dudar un momento, pero acabó por coger la muleta y ponerse en pie. Y pasito a paso fuimos a parar a una bodega de las muchas que hay en la ronda, entre la Plaza de Toros y la Puerta de Triana.
—¿Qué va a ser, señores? —nos preguntó el tabernero.
—Por lo pronto dos cañitas —dijo el inválido adelantándose a mi respuesta.
E in continenti sirviéronnos el clarete con sendas aceitunas, como es de adehala en Andalucía.
—Mire usted —díjome entonces el inválido—, he pedido esta bicoca porque quiero evitarle mayor gasto. Es usted un pobre como yo y estaría mal explotarlo.
—No hay tal cosa —respondí—. Tengo mucho gusto en convidarle; fuera de que tampoco he comido yo y comeremos juntos.
—A eso iba, amigo mío —replicó él—. Cualquier bocado que pida, así sea un plato de callos, le costará una peseta, aparte del pan y del vino. ¿Tiene usted mucha hambre?
—¿Pues no la he de tener? Y usted también. ¿Qué es eso de mirar una peseta ni dos tratándose de llenar el bandullo?
—Es que esas dos pesetas pueden ahorrarse y podemos comer de balde en otra parte.
—¡Ah! Si usted sabe dónde sirven de balde, vamos andando.
—Hay que esperar. Por esto le pregunté si le apuraba mucho el hambre. Sí, hay que esperar a que se ponga el sol; a este momento se abrirán para usted un hotel, para mí un comedor.
—¿De balde, eh? Pero que no sea el hotel de San Cayetano. Y ¿dónde están estos sitios encantados? —repuse medio en chanza, medio en serio, en la duda de si aquel hombre fantaseaba o me tendía algún lazo.
—Muy cerca de donde estamos —replicó él—. Lo que me extraña es que no los conozca usted. ¿Cuántos días lleva en Sevilla?
—Hoy es el tercero.
—¿Dónde se recoge? Quiero decir, ¿dónde duerme usted?
—Pues ahí verá, amigo; con este tiempo tan hermoso, en cualquier parte, a manta de Dios.
—Pero ¿es que usted no sabe que por fuero de transeúnte la ciudad le otorga durante tres días cama, cena y comida al mediodía?
—¡Hola! ¿Esas tenemos? Debiera pregonarse en toda España para conocimiento de los hermanitos pobres.
—No hace falta, porque lo saben muy bien —replicó el inválido siguiéndome la corriente—. Por esto, porque acuden a pelotones, se establece el turno de los tres días. Si así no fuera no cabrían en el hotel.
—Y ¿sigue usted llamándole así? —repuse verdaderamente intrigado.
—Así le llamamos los sevillanos: «el hotel de los pobres»; pero su verdadero nombre es el Refugio de la Caridad.
Hice una mueca de repugnancia. Con este nombre habíanme brindado con otros hoteles gratuitos en otras poblaciones del tránsito y los rechacé. Prefería dormir al raso a dormir entre mendigos. Así hube de manifestárselo a mi interlocutor.
—Pues hará usted mal en hacer ascos a este asilo, por otro nombre la Casa de Mañara. ¿Ha oído usted hablar de este personaje? Parece ser el «Burlador de Sevilla», el Don Juan Tenorio de la leyenda. La verdad es que don Miguel de Mañara fue un caballero sevillano, un calavera que se arrepintió y fundó esta casa de la que fue hermano mayor, y que en su capilla se hizo enterrar con este epitafio: Aquí yacen los huesos y cenizas del peor hombre que ha habido en el mundo.
Ante esta explicación se desvanecieron mis escrúpulos. La caridad de Mañara purificaba el asilo que había de cobijarme. El peregrino aceptaría la cama y la sopa con que el contrito caballero me brindaba y aun deshojaría la flor del agradecimiento sobre su losa sepulcral.
—Bueno —le dije al fin—; ya veo que me deja usted arreglado con hotel para tres días; ahora dígame de su comedor.
—Mi comedor está junto por junto con su hotel: es la Maestranza a la hora del rancho —repuso el inválido con la misma imperturbabilidad—. Conque ya lo sabe usted, a la caída de la tarde se deja caer por estos alrededores y será ello; a menos que prefiera venirse conmigo, porque me voy a ver a mi vieja que está en el mismo Hospital de la Caridad.
—Y yo con usted —le dije.
Pagué y echamos a andar. Bajamos otra vez la Ronda, y casi enfrente a la Torre del Oro torcimos a la izquierda, hacia una plazoleta donde se levanta la Caridad. Como aún faltaban algunos minutos para la visita de los enfermos, nos sentamos en un banco de los jardinillos. Al frente se destacaba el barrio de Triana sobre la barranca del río, y subían hasta nosotros los silbidos de los vapores en el sereno Guadalquivir, haciendo el tráfico de la rica exportación sevillana. Un muchacho naranjero cruzó por la plaza pregonando las mandarinas. Por cinco céntimos compré dos y di una al inválido, que se la guardó en el bolsillo.
Adiviné que lo hacía para llevársela a su madre, y con esto me acordé de la deuda en que estaba con aquel hombre.
—Paréceme, amigo mío —le dije—, que somos un tantico egoístas y desmemoriados.
—¿Por qué lo dice usted?
—Porque nosotros nos regalamos tomando cañitas y chupando naranjas y no nos acordamos de proveer a la enferma.
Él me agradeció con una sonrisa tan delicado recuerdo.
—¿Qué pudiéramos llevarle que más le cumpliera? —pregunté.
Y aquel pobre hombre que tratándose de él se mostró cicatero y ahorrativo del dinero ajeno, ahora, al tratarse de su madre, en poco estuvo que no me pidiera empanadas de pollos y perdices; pero quedé en buen lugar dándole dos pesetas con que proveyera a su talante.
A este punto, la esquila de la Caridad tocó a visita, y los dos compañeros se separaron quedando en reunirse allí mismo a la caída de la tarde.
Hurgué en mi bolsillo y conté escasamente dos pesetas más en calderilla. Pero no me acongojé; doblé la frente, como si en aquel instante me bendijese la pobre vieja desde su cama, y con despreocupación, casi con ufanía, fui a sentarme al pretil del río hasta tanto se abriera la puerta del hotel.