I. ¡THALASSA! ¡THALASSA!

¡THALASSA! ¡El Mar!, gritaban alegres los expedicionarios de Xenofonte a la vista de aquel, que, aurirrollante les traía saludos de la lejana Grecia. Con igual emoción saludé yo al Mediterráneo al transponer la sierra de Gador. Me pareció haber puesto una pica en Flandes, y que en llegando a la costa iría mejor servido, bien así como el combatiente se anima viendo el convoy marino que le protege y le raciona.

Es difícil sustraerse a la especie de atracción magnética que causa en nosotros esa inmensa móvil llanura deslumbrante de luz y de vida, aunque se la vea desierta. De igual manera que el alma se abisma en lo infinito del mar, parece que el cuerpo quiere lanzarse también en él para gozarse en aquella glorificación de la naturaleza.

Ya furibundo con las convulsiones del huracán, ya apacible y seductor, invitando con los oreos de sus brisas y los murmullos de sus olas a la bienhechora calma, no parece sino que en el mar se calcan las transiciones de la vida humana. Hay pesadumbreen el mar, dice Jeremías; jamás está en reposo. En el eterno vaivén de las olas, Lamartine ve la inspiración de la libertad en el hombre.

Pero antes de llegar al mar hay que atravesar la vega almeriense, que se extiende hasta la ribera, donde la besan y acarician las espumas del Mediterráneo; una vega de un color típico no parecido a otra región alguna, mezcla de árabe y español, de andaluz y levantino. Chumberas, higueras, palmas esbeltas como las de África, parras y más parras que tejen la tierra con sus verdes pámpanos, y extensas plantaciones de naranjos y limoneros cuyos dorados frutos parece han de encenderse para alegrar de noche la espléndida fiesta del sol. E interpolados aquí y acullá pueblecitos y caseríos, como manchas deslumbrantes de blancura entre el tono más suave del paisaje, con azoteas morunas.

Paralelamente a la muralla árabe que une la Alcazaba con la Alta se extiende el puerto. Al extremo derecho, mirando al mar, el muelle de los minerales; al izquierdo, el de los lancheros. Como es de suponer, yo paré en el último.

Desde allí se extiende la playa libre, pisada únicamente por carabineros y pescadores. Dos filas de estos, cantando la zaloma, tiraban de la red que iba empujando un bote desde el mar. En el relevo de uno de los gañanes le tomé el corcho y quise probar a tirar; pero me engañaron las fuerzas. Y para tonificar mi humanidad me aparté a honesta distancia a bañarme.

¡Con qué deleite lo hice! Un baño tomado en el seno de ondas mansas y acariciadoras, bajo una cúpula de azur, como sucede en las rientes playas mediterráneas, comunica cierta sensación voluptuosa y difícil de experimentar bajo el cielo variable del norte y en mar de ordinario ceñudo. En este se baña uno por higiene, casi a la fuerza; en el otro, por recreo, casi sin querer. Me zambullí, nadé como un atún, lavé bien la piel, y siguiendo el arenoso fondo en declive, la resaca me devolvió a la playa. Apenas si el cuerpo se enfría en las templadas ondas levantinas. Se sale del agua sin tiritar, y la reacción viene enseguida a favor de una atmósfera tibia, casi ardorosa.