I. MI TROPIEZO CON VENUS

CARO lector, poco o nada puedo decirte de mi caravana a Valencia porque como me quedaba algún dinero no tuve necesidad de aguzar el ingenio para comer.

Pasé a la vista de Montesa, solar de la Orden del Temple, ante cuyo castillo, según me dijeron, rinde honores militares la tropa cuando andan por la carretera; pasé por Játiva, nobilísima ciudad, cuna de los Borgia [9], y, al fin, di con mis huesos en Valencia, cuya ornamentación y riqueza admiré como es debido. Con razón llaman a esta provincia el Jardín de España, pues toda ella son vergeles de inagotable fecundidad, donde las cosechas se suceden sin interrupción y donde nunca faltan flores y frutas y verdor en los campos.

A seis leguas de la capital y una de la costa está Murviedro o Sagunto. De la antigua magnificencia de la colonia romana dan muestra todavía la cintura de muros, fuertes y resistentes como montañas, los vestigios de algunos templos, muchas lápidas e inscripciones, y, más que todo, los restos del Coliseo, cuyas gradas y puertas de entrada se conservan bastante bien. La población se apoya en la falda de una montaña de mármol negro veteado, de colores tristes, que hace un raro contraste con la fecunda llanada que a su alrededor se extiende, rebosando de riqueza agraria en su dilatado contorno.

En este valle, entre la cordillera de la Pedrera y el mar, se levantan un sinnúmero de pueblos, grandes y pequeños, ricos todos por sus pingües cosechas de aceite, vino y algarrobas.

* * *

Era una tarde de septiembre cuando pasé por allí, y tan calurosa, que más bien parecía de agosto que de vendimiario; uno de esos días estivales en que el ánimo se siente predispuesto a los deseos más extraños, por lo mismo que, muerta la voluntad, cualquiera cosa parece bien. Es el cuarto de hora en que se cae al primer capricho que la casualidad nos pone por delante.

En esta disposición de ánimo, di con una joven que apacentaba un rebaño de ovejas. Una hermosa aldeana en cuyos ojos brillaba el fuego del sol valenciano. Vestía al desgaire, con natural abandono, dejando adivinar, sin gran esfuerzo, las armoniosas curvas de su talle. Su bronceado cutis lucía el frescor de la virginidad y sobre el pedestal de verdura en que estaba, parecía una ninfa tallada por el cincel de un escultor.

Largo rato la contemplé sin que ella lo notara. Los rayos del sol caían sobre aquella estatua de carne, casi dorando las femeniles líneas, y el corto zagalejo se henchía al soplo de una brisa retozona.

Por fin me puse a su lado, sin que se inquietara al verme.

—Zagala, ¿cómo te llamas? —le pregunté zalamero.

—Dora.

—Dora ¿qué? Porque hay muchos nombres que acaban así: Isidora, Teodora...

—Dorotea, pero me llaman Dora.

—Es un nombre muy bonito, como tú; porque tú eres muy bonita.

—¿De veras?

—Como una virgen. ¿No te lo han dicho otros?

—Usted es el primero que me lo dice.

—Pues, sí, Dora, eres muy linda. ¡Qué lástima que andes quemándote al sol guardando ovejas! ¿Son muchas?

—¡Las mismas que años tengo: diez y siete!

La escena ocurría en lo alto de una loma cuyas laderas descendían suavemente hacia el valle. Las ovejas, hartas de ramonear, iban bajando por sí solas a abrevarse en un ojo de agua que resplandecía en el praderío de abajo.

Dora tuvo que seguir al rebaño, y yo la acompañé. De vez en cuando, la zagala tiraba una piedra para castigar a alguna oveja que se separaba demasiado del resto del rebaño, y era de ver la sumisión con que el animalito atendía la advertencia.

Pasito a paso, el rebaño, la pastora y yo llegamos a la poza, y a sus bordes se agolparon las ovejas a saciar su sed, como antes saciaron el hambre, siendo de ver que hacían lo mismo que las personas. Las hubo pacíficas, que dejaron pasar a las más impetuosas que corrían a primera fila; las hubo también que metieron hocico y patas en la charca, mientras que otras, más limpias, tan sólo los belfos humedecían.

Saciada la sed, el rebaño se detuvo a sestear, y la zagala y yo nos acogimos a una choza.

En esto vi un zorro que se deslizaba a lo largo de unos brezos. Creyendo hacer méritos con la zagala, me levanté esgrimiendo el palo para ahuyentar al raposo, no fuese que se llevara un corderillo.

—Déjelo usted —me dijo Dora, tirándome del brazo—; no le haga daño. Es mi amigo de todos los días. Verá lo que hace.

Volví a sentarme y puse atención en el animal. El zorro andaba muy despacio y con la boca recogía los vellones que las ovejas se dejaron entre las zarzas. Así que hubo recogido una buena pella se encaminó a la poza. Como esta era bastante ancha y profunda, el animal se sumergió en el agua, hundiendo todo el cuerpo y asomando sólo el hocico con la bola de lana en los dientes. El zorro permaneció así algunos segundos. Enseguida soltó la lana y a escape se lanzó a la orilla, sacudiéndose el cuerpo de la mojadura. Al cabo, se perdió entre los matorrales.

—¡Adiós y ahí queda eso! —dijo, riéndose, Dora, saludándole con la mano.

—¿Qué quieres decir con estas palabras? —le pregunté.

—Pues que este raposo es muy sabio. Todas las tardes viene a este sitio a recoger el vellón de mis ovejas y a bañarse. Como el animalito está comido de pulgas, se vale de esa industria, porque las pulgas, para no ahogarse, se apelotonan en la lana y lo dejan limpio.

¡Qué lindo argumento para un fabulista la estrategia de este eminente zorro valenciano!

—¿No te hace daño en el ganado? —pregunté a la zagala—. ¿Nunca intentó robarte algún cordero?

—Al contrario; somos tan buenos amigos, que algunas veces que me duermo vigila las ovejas, como si les estuviera agradecido porque le dan con qué quitarse las pulgas. Estoy por decir que es el único amigo que tengo y me distrae en el pastoreo.

—¿Tan sola estás? ¿No tienes padres?

—Madre se murió; padre es leñador y anda perdido por el monte semanas enteras. Yo, por la comida y un par de zapatos cada seis meses, guardo este rebaño de sol a sol.

—¿Pero tendrás novio?

—¿Qué es esto?

—Un chico joven y guapo; otro zagal que te diga palabras dulces al oído y de vez en cuando se le escurran los labios y te dé un beso en la boca.

—¡Ah! —repuso la zagala pensativa—. ¿Esto es un novio? He oído decir que otras chicas lo tienen.

—Sí, Dora; cuando les bulle la sangre en las venas, como queriendo estallar. ¿No te pasa a ti esto? ¿No sientes en tu cuerpo algo así como un capullo que pugna por abrirse?

—Ni que fuera usted médico: lo acertó. Pero esto es desde hace pocas semanas; a partir de una noche, que soñé no sé qué cosas de fantasmas alegres que me palpaban todo el cuerpo y me daban muchos besos y abrazos. Amanecí tan ojerosa, que mi ama me dijo: «Ya eres mujer; ten cuidado con los hombres».

—¿Y tú entendiste lo que te quiso decir?

—Que ya era grande y que debía trabajar más... La verdad es que me desarrollé mucho en pocos días. Las mejillas se me pusieron más encarnadas, y una tarde que estaba ordeñando las vacas en el establo, se me salió un pecho afuera. Lo vio el ama y me dijo que lo escondiera. Quise hacerlo, y el indino se me escurrió entre los dedos como un melocotón maduro. Entonces el ama me hizo poner esta cotilla. ¡Si viera usted cómo me estorba!

—Pues quítatela —repuse, haciendo por desabrocharle el corpiño.

—Ahora no —contestó ella sin alarmarse—, porque tengo que correr a las ovejas si alguna se me escapa.

—Ya me cuidaré yo. Vaya, no seas tontuela; quédate cómoda. Y con mucho mimo la fui desabrochando las presillas sin que hiciera resistencia.

Una bocanada de aire nos envolvió en una emanación vigorosa, embriagadora, que del prado venía, como hálito de amor; la zagala, extáticos los ojos, parecía arrobada y soñadora, como si se sintiera influida por un hechizo. Nuestras dos cabezas estaban juntas, como dos rosas sobre un mismo tallo. Poco a poco, Dora dejó caer los brazos y entornó los ojos como magnetizada; pero su corazón palpitaba con fuerza. Palidecieron sus mejillas, tembló de pies a cabeza, como combatida por un efluvio misterioso, y en el momento que iba a caer desplomada, la estreché en mis brazos.

* * *

Repuesta la zagala díjome muy quedo:

—¿Eras tú quien querías correr al raposo, de miedo que me robara una ovejuela? Más zorro eres tú, que has robado la zagala.

—No, Dora, no me llames zorro; es que estabas madura como la uva que se cae por sí sola del racimo, y yo te comí, como te pudo comer otro goloso cualquiera.

—Para uvas maduras —repuso Dora, quizá sin entender el sentido de mis palabras— las que están vendimiando en las viñas del amo. Ayer, en la alquería, comí las más tempraneras.

—¿Hacia dónde cae esto?

—Muy cerca de aquí; en el camino de Burriana.

—Por él he de pasar. Y tú, Dora, ¿dónde recoges el rebaño?

—¿Dónde ha de ser? En la alquería.

—Pues iremos juntos. Veré al amo, y, si puede ser, me contrataré como vendimiador.

—Ya lo creo que podrá ser —replicó alegre la zagala—. En esta faena se emplea a cuantos lo piden, porque el miedo a las heladas hace apresurar la vendimia.

Pasó otro rato, y cuando las ovejas dieron la señal de retirada en busca del redil, zagala y peregrino las siguieron a retaguardia en dirección a la alquería.