V. LITERATURA MORTUORIA

Por esta vez la baronesa no tuvo a bien resucitar.

Puesto el féretro en el carro, este echó a andar despacio, y al mismo paso siguieron la tartana y las cabalgaduras. En la tartana iban el barón y un médico, personaje que a última hora se presentó a certificar el fallecimiento de la señora; en las caballerías, algunos criados de la casa, el mayordomo, y emparejado con este, mi persona, jinete en buena mula, por especial designación del amo, que estaba enterado de mi viaje a Alcoy.

Como es natural, a las primeras de cambio mi compañero volcó la conversación acerca de la muerta. Alababa sus condiciones de carácter, su hermosura, su honestidad, y hacíase cruces de la frialdad del señor, quien, en vez de llorar su viudez, parecía satisfecho, como quien se quitó un peso de encima.

—No cabe duda —le contesté—, porque aquellas voces que dio a la bajada de la cuesta le salieron del alma.

—¡Ya lo creo! —repuso el mayordomo—. Como que todos oyeron la campanada que dio el amo. ¡Quiera mi difunta señora perdonárselo desde el cielo!... ¡Pues a fe que no lo entiendo! Porque el matrimonio parecía bien avenido y la señora baronesa se lo merecía todo.

—Pues oiga el señor mayordomo —repliqué— lo que cuenta un tal Plutarco y que viene a cuento. Había un romano repudiado a su mujer y le hacían cargo sus amigos, preguntándole: «¿No es honesta? ¿No es hermosa? ¿No es fecunda?». Y él, mostrando el calceo o calzado, les contestó: «¿No me viene bien? ¿No es nuevo? Pues no habrá entre vosotros ninguno que acierte en qué parte del pie me aprieta».

Habíamos andado unas tres leguas, cuando llegamos a vista de la ciudad, famosa en toda España por sus fábricas de paños, de papel y de cerillas.

En el arrabal esperaba al fúnebre convoy una piña de amigos del barón, y con ellos se aumentó la comitiva, que ya no paró hasta el camposanto. A la puerta bajaron el ataúd, y a hombros de los criados que vinieron, fue conducido al panteón de la familia. Los sepultureros levantaron la losa, arriaron la caja hasta el fondo, y la baronesa se quedó en el pudridero hasta el valle de Josafat.

Luego fue el desfile de los pésames y la desbandada general. Los últimos en marcharse fueron el barón, el mayordomo y yo, que por no saber dónde ir, pensé hacer tiempo en el cementerio.

El barón se fijó en mí, y algo le diría al mayordomo, porque al tiempo de dar este la propina a los sepultureros, me llamó aparte y dijo, poniéndome un duro en la mano:

—Mándame decir el señor barón que le ha sido usted muy simpático y que tome usted este pequeño donativo en sufragio del alma de la señora.

—Y usted, de mi parte —contesté—, le dará las gracias y que sin falta así lo haré.

Tras esto me quedé solito a la vera del panteón. Colgué mis avíos de la verja que lo circundaba, y me senté en el bordillo, a la sombra de un sauce llorón.

Unos gorriones hambrientos vinieron a hurgar en la tierra removida, junto a los bordes de la losa, y yo, indignado de tamaño sacrilegio, los ahuyenté tirándoles un puñado de arena. Sus píos y el estridente bostezo de las válvulas de vapor de las vecinas fábricas eran los únicos ruidos que hasta mí llegaban. De vez en cuando, un toque de campana del camposanto anunciaba a los enterradores la isla donde habían de recibir un huésped mortuorio.

—¡Pobre baronesa! —me dije una vez, mirando al panteón—.

¿Estás muerta de veras? ¿Habrás despertado y estarás arañando tu encierro? ¡No quiero pensarlo!

Y la dejé sola, dándome a divagar por el barrio.

Empleo este nombre de vecindad porque una ciudad de muertos se parece en un todo a otra ciudad de vivos. Aquella, como esta, tiene sus barriadas de ricos y de pobres, casas de mármol o de ladrillos, pisos altos y bajos y en cada cuarto, o siquier nicho, el nombre del huésped, acompañado casi siempre de su filiación.

Aquí yace un médico, allá un abogado; arriba un militar, abajo un sacerdote; a la derecha un septuagenario, a la izquierda un menor de edad: en el siguiente un extranjero que dio con sus huesos en España, y al lado un nacional que, por el contrario, murió en tierra extraña y fue repatriado.

Algunos, para que no falte nada, ostentan sus títulos y privilegios, como en algunos portales de las calles se leen estas placas: Fulánez, especialista, doctor por las universidades de Madrid y de la Sorbona. Mengánez, fabricante premiado en la Exposición tal o cual. Zutánez, cónsul de X. Ni faltan los excelentísimos e ilustrísimos señores y los caballeros de esta y de la otra orden.

¡Cómo se reirán los muertos de esas vanidades que les cuelgan los vivos!

Siguen luego los anónimos, los humildes, que se contentan con las iniciales de su nombre y la fecha del sepelio, y, por último, la fosa común donde están revueltos los muertos en los hospitales y los pobres de solemnidad. De estas no se acuerda nadie, pero se acuerda Dios, que hace nacer encima de ellos humildes florecillas, las cuales nacen solas, sin ajenos cuidados.

En consonancia con las señas de los huéspedes mortuorios están las leyendas o inscripciones de algunas lápidas: variado florilegio de rimas de todo género, académicas, vulgares, románticas, naturalistas, fúnebres y hasta picarescas. Es como una biblioteca de piedra, que entretiene como cualquier otra.

Dígalo, si no, esta del cementerio de Alcoy, cuyos son estos tres epitafios, modelos acabados de su género.

Uno, conceptuoso como este:

Viajero que vas de paso,

detén el paso,

y mira al paso

mi último paso.

Otro, espantablemente fúnebre, al pie de una calavera:

Tú que me miras a mí

tan triste, mortal y feo,

mira, pecador de ti,

que cual tú te ves me vi

y verte has cual yo me veo.

Y otro, por fin, que merece pasar a la posteridad como modelo de estoicismo:

Ramón Llorens en diguí.

Yo que sense mals, ni danys,

pasats setanta nou anys

robust y trempat visquí;

un metje, no diré quí,

sols un dia en visitá,

un vomitíu mordená,

jo el digué que nol volía

ell digué quem curaría

y en vaix morir a lendemá.

Puso fin a mi lectura lapidaria la campana, que tocaba a cerrar. Pasé ante la capilla y allí vi la estatua de un ángel que, apuntando al cielo con un dedo, parecía decir a los muertos: Resurrectionis horam mortuorum specto.

—¡Amén! —dije, y con esta piadosa palabra pagué el duro a la baronesa.

Luego, como nada tenía que hacer en Alcoy, pasé de largo con ánimo de llegar cuanto antes a la raya de Valencia.