I. EN SIERRA MORENA
LOS pueblos de por aquí son prósperos. Sus producciones, muchas y variadas: cera y miel, criadillas de tierra, frutas y ricos caldos. Valdepeñas, que da nombre al borgoña español, es la última ciudad manchega que encuentra el viajero camino de Andalucía.
Para entrar en esta hay que atravesar una barrera de montañas. La carretera va subiendo lentamente; el horizonte se estrecha y se llega al punto culminante de la ascensión en Venta de Cárdenas. Aquí se abre el puerto o desfiladero de Despeñaperros, famoso por las pretéritas hazañas de los bandidos andaluces aquí apostados para la limpia de diligencias y sillas de posta. Es una sorprendente quebrada entre un conjunto de desnudos riscos, que forman montaña entera a un lado del camino, y un profundo barranco perpendicular al otro lado. La extraña forma que presentan las rocas en una y otra falda de esta montaña les ha valido el nombre de Órganos de Despeñaperros. La carretera recorre, a la mitad de la falda, la derecha del barranco, y está a una altura tal, que el espectador siente vértigos mirando por el sitio llamado Salto del Fraile, enorme quiebra vertical que hace el camino.
Estamos en el corazón de Sierra Morena. Aquí, en lo más fragoso de ella, se levantan La Carolina y Santa Elena, poblaciones nuevas que de orden del rey Carlos III se fundaron con emigrantes alemanes, mudando así de aspecto este territorio, hasta entonces guarida de salteadores.
Con mucha fatiga, pero con buen ánimo, hice, en menos de dos días, los veintitantos kilómetros que van de la sierra a la llanada. Y eso que, para acortar camino, dejé la carretera y seguí la vía del tren.
En todos los túneles y puentes había un siniestro rótulo con esta inscripción: «Se prohíbe el paso». Pero yo los pasé sin que nadie me lo prohibiera. De tarde en tarde cruzaban junto a mí los trenes, que yo veía pasar con cierta melancolía, porque, a la verdad, la jornada era ruda. Los pasajeros, asomados a las ventanillas, me tomaban por un mendigo errante, y más de una vez ocurrió que me arrojaban envoltorios de papel con pan y fiambres, ordinario lunch de los trenes.
Con lo que estuve admirablemente servido, porque me comía las tajadas y guardaba los periódicos en que venían envueltas para leerlos, plácidamente sentado, en los descansos de la marcha y enterarme de los sucesos del día. Era tan poco el dinero que me quedaba que temí no me alcanzara para llegar a Córdoba. En consecuencia, hube de apelar a no pocos expedientes, uno de ellos, y el que mejor resultado me daba, era comprar pan en los pueblos o en las cantinas de las estaciones y a los pocos kilómetros dárselo a las mujeres de los guardavías para que me hicieran gazpacho, manjar que refresca y alimenta mucho. Las buenas mujeres, poco acostumbradas a comer pan tierno, se prestaban gustosas a ello, y tan ventajoso les parecía el trato, que ponían de su parte los otros adminículos, amén del aliño.
¡Ríome de los gazpachos que antes y después comiera a manteles! ¡Qué sabrosidad, qué ricura las de los gazpachos de mis guardesas! Ellos fueron mi único alimento por estos caminos andaluces, y, sin embargo, me mantuve fuerte y animoso.
Animoso sobre todo. Es imposible dar una idea de la sensación de bienestar y de vida que en mí despertaba la vida nómada, ahora que el organismo se iba acostumbrando al medio ambiente. El espíritu se afinaba y adelgazaba tanto como el cuerpo. El cambio cotidiano de gentes y lugares, no menos que el latigazo dado a mi organismo por las duchas de sol y de aire, me hacían recorrer una gama de emociones sensitivas, algo así como cuando una sonata musical se transporta de un tono a otro.
La soledad es bien poca cosa para el hombre filósofo u observador. Las montañas comparten con el mar el privilegio de no cansar nunca la atención. Tan pronto parecen acortarse las distancias poniéndose las cumbres a plan del terreno, tan pronto se alejan estas y se agigantan en lontananza, llevándose a rastras los ojos y la imaginación. En una misma hora, según los efectos de luz y sombra, un mismo lugar cambia totalmente de aspecto; el paisaje más idílico se antoja terrible por un simple cambio atmosférico, y viceversa.
Uno de estos cambios atmosféricos, una tempestad de verano que descargó la sierra, me obligó a refugiarme en la caseta de un guardavía. Para colmo de desdichas empezaba a oscurecer.
Toda la tarde había estado oteando las amplias llanuras de Vilches y Las Navas, y cuando me prometía pasar buena noche, teniendo por yacija la pratense hierba en vez del pedregoso suelo serrano, ¡hete aquí que el adusto cielo ataja mis pasos y mi pensamiento, deteniéndome como Moisés a la vista de la tierra de Canaán!
Llegué a la caseta molido, mojado y hambriento, que son las tres cosas peores que pueden ocurrir a un caminante.
El guarda y su mujer me acogieron hospitalarios, y, como a los demás, les hallé propicios a mi martingala gazpachera. Como seguía lloviendo, dilataba el momento de irme, pues no había que pensar en quedarse a dormir en la caseta, por tener prohibido los guardas dar alojamiento a ningún forastero.
Yo, que sabía esto muy bien, dije al guarda:
—Mala noche me espera. Tendré que andar quieras que no; pues, como no sea debajo de alguna alcantarilla, no hallaré un palmo de tierra seca donde tender la manta y dormir. El guarda me miró y no dijo nada.
Estábamos en la cocina, donde la mujer limpiaba la vajilla al resplandor del farol reglamentario que sirve para avisar a los trenes, pero que ahora hacía veces de farol doméstico.
—¿Sabes a quién me ha parecido ver pasar? —oí que decía ella a él—. Al Guerra con su cuadrilla.
—Sí; también los vi yo en la parada de la estación —replicó el guarda.
—¿Hablan ustedes de Guerrita? —pregunté terciando en el diálogo.
—Sí, señor —repuso el hombre—; hablamos del rey de los toreros. ¿Le ha visto usted torear alguna vez?
Hay que advertir que por aquel entonces Guerrita aún no se había cortado la coleta y estaba en el apogeo de su fama.
—¿Se lo pregunta usted a un madrileño? —repliqué con cierto retintín—; lo he visto muchas veces.
—Y ¿cuál le parece mejor, Guerrita o Fuentes?
Entonces puse paño al púlpito, y como sabía de antemano la opinión de mi huésped, le di por el gusto diciendo lo visto y no visto por mí y poniendo por las nubes el arte y la escuela del Califa de Córdoba. Hablé como un catedrático.
Tuve la suerte de no meter la pata, porque el guarda era un andaluz legítimo, gran aficionado a la tauromaquia, y pudiera cogerme en cualquier renuncio. Lo que hice fue encantarle y hacérmelo amigo.
Hablamos luego de Madrid y de sus grandezas; pero esto interesó más a la mujer que al guarda, porque este había estado de guarnición en la coronada villa.
—¿Y viene usted a pata desde allí? —me preguntó él.
—Sí, señor —respondí—. ¡Qué remedio queda! Hasta Córdoba, donde me arreglaré.
Era mentira; pero tal era mi muletilla para evitarme explicaciones innecesarias, y más que todo la nota de vago.
—Pues como usted pasan muchos por aquí —repuso el guarda—, en su mayoría harapientos y piojosos que no valen el vaso de agua que piden. Bien se ve que usted no es de esa calaña. Y para que vea que sé distinguir, le voy a remediar por esta noche.
Vi el cielo abierto. Supuse que me iba a brindar con el refugio de su casa; pero el remedio fue otro.
—Mire usted —me dijo—, dentro de media hora, más o menos, pasará por aquí el tren de carga, el tren carreta, como lo llamamos, porque va muy despacio. Casi todos los vagones van abiertos y vacíos, porque fueron con ganado de Úbeda y vuelven a cargar mineral en Linares. Pues bien: se pone usted al acecho en el andén, y cuando llegue, se coge bien de un vagón, se sube al estribo y se mete dentro.
—Y ¿si me ven o me encuentran allí?
—No le verán, porque de noche los centinelas no están en las garitas, y no le encontrarán porque tampoco hacen requisa. Lo que sí debe procurar es apearse antes de llegar a Linares, porque la expedición no sigue la línea de Baeza, sino la del otro ramal, en el empalme de Vadellano. Pero por todas partes se va a Roma, ¡digo!, a Córdoba. En Linares tomará usted la carretera de Andújar, y a las doce leguas se pone en Córdoba. Dijo que se quedará en la capital; pues bien: la primera vez que vea a Guerrita, le tira usted el sombrero al redondel en mi nombre después de una de aquellas estocadas que quitan el sentido. Esta es toda la recompensa que le pido a cambio de las instrucciones que le di.
No es que a mí no se me hubiera ocurrido muchas veces el asalto de esos trenes que van a pequeña velocidad y parecen burlarse de los caminantes más que los otros que corren devorando el espacio; pero me guardé de hacerlo, primero por altivez de andarín, segundo para evitar responsabilidades. Por esta vez dejé escrúpulos a un lado y me preparé al asalto ferroviario.
Di gracias al guarda por sus buenos deseos, seguimos hablando un buen rato de cosas indiferentes, y al tiempo indicado se oyó el silbido de la locomotora.
—Ya viene —me dijo el guarda—. Póngase al otro lado de la vía, porque yo me quedo a este con el farol. Al primer hueco que vea se cuela usted. Que le vaya bien.
Y no hubo más, sino que llegó el tren a paso perezoso, que yo trepé con vigor de asaltante y me escondí en el fondo de un vagón.
Olía a estiércol de ganado; pero esto era una ventaja, porque la boñiga seca servía de alfombra. En la oscuridad tropecé unas pajas, y las extendí para mayor limpieza. Envuelto en la manta dormí en aquella perrera como en un palacio encantado.
Nada turbó mi sueño, como no sea la parada en el empalme. Creí a cada instante verme descubierto por el farol registrador de algún vigilante; pero el guardavía estaba bien informado; el tren no cargaba hasta Linares y quedó abandonado en la estación. El frío de la madrugada entrando por las puertas laterales, y más que todo por entre las rendijas de los tablones del suelo, me despertó, a cuyo tiempo trepidó el tren y comenzó a andar.
Toda mi guía de viaje era una de ferrocarriles. Por ella me informé que de Vadellano a Linares hay solamente nueve kilómetros. Viendo que el trecho era tan corto, me apresté a dejar mi refugio. Lié mi petate, asomé la cabeza con precaución, y no viendo a nadie atrás ni adelante, me apeé como si lo hiciera de un tranvía en marcha, no sin dar cumplidas gracias a la Compañía del Sur.